Mi padre, hipócritamente, repetía lo mismo. Por tácito acuerdo no reconocían sus encuentros mañaneros. Antes de la ocupación la baronesa daba unos tés exquisitos. A medida que fue transcurriendo el tiempo tuvo que pedir a sus invitados que trajesen su propio azúcar, más tarde tuvo que hacer lo mismo con el pan, y como la mantequilla y el té escaseaban, la primera fue sustituida por requesón y el segundo por mate. La mesa seguía puesta con igual elegancia.
Los Castelló le debemos un pequeño favor al ejército de ocupación. Cierto día mi padre fue a Ciboure con la esperanza de encontrar pescado. En el puerto halló un camión lleno de atunes que los alemanes estaban descargando para ellos. Se acercó al oficial que dirigía la operación, le dijo que era un refugiado español, que tenía dos hijas y le pidió que le vendiese un atún. El oficial hizo que le entregasen uno de los pescados y rehusó recibir el pago. Muy agradecido, mi padre recogió el valioso presente. Era tan grande que no cabía en su bolsa y se le escurría de las manos. Encontró una cuerda en el suelo, la ató a la cola del pescado, se la echó al hombro y adquirió un aspecto muy parecido al pescador que se veía dibujado en los frascos de aceite de hígado de bacalao. Aquel día se encontró por el camino a todas sus amistades.
Frío, casi hambre, preocupación al ver que el tiempo pasaba sin la perspectiva de una paz que nos permitiera volver a nuestra patria mientras el dinero disminuía y era casi imposible reducir más los gastos. Aprendí yo, la solemne desastrada, acostumbrada a que el servicio y más tarde mi madre cuidasen de mi ropa, a cuidarla yo misma. Lustraba mis zapatos, planchaba mis vestidos, lavaba mi única blusa. Sufrí en mi orgullo, aunque estaba muy agradecida en el fondo cuando alguna de mis amigas me ofrecía de parte de su madre un vestido, un chaleco, una blusa que se les había quedado pequeña. Entonces me prometí a mí misma que algún día iría bien vestida. Nos quedaron unas ansias enormes de desquite, de querer ser felices, de divertirnos, de compensar con felicidad y alegría los amargos días del destierro. Aprendimos a sufrir en silencio, a pedir para Navidades una falda en lugar de un juguete y, finalmente, a no pedir nada. Tenía muchos complejos, me sentía feúcha y desgarbada, torpe en mis gestos en esa edad tan difícil en que se transita de niña a mujer y es necesario mucho cariño y mucha comprensión. Yo tenía un padre muy bueno, pero hombre al fin y al cabo, y militar por ende, nada comprendía de sensibilidades enfermizas. Además, pese a su buen humor, no pudo evitar que su carácter se agriase ligeramente.
Mi padre me traía el desayuno a la cama. Después me levantaba y procedía a mi aseo cantando fragmentos de ópera; él me acompañaba desde la habitación contigua. Se me iba el santo al cielo hasta que oía la voz de mi padre:
-« ¡Lolita! ¡Son las nueve y diez! ¡Mañana te despierto a las siete y tomas el desayuno levantada!»
Terminaba de arreglarme rápidamente, salía corriendo y llegaba al colegio con diez minutos de retraso.
Al día siguiente, mi padre me despertaba a la hora de costumbre trayéndome el desayuno a la cama.
Me imagino lo que habrán significado para él aquellos años, las preocupaciones económicas, la responsabilidad de educar a unas hijas, una muy joven y otra todavía una niña.
En 1941 falleció el Rey Alfonso XIII. Por ese motivo, el Consulado de España organizó un funeral en la iglesia de San Juan de Luz al que asistimos todos los españoles de distintas ideologías. En la iglesia estaba nuestra bandera, la roja y gualda. Oír el himno de nuestro país en el destierro es algo que emociona y que difícilmente puede olvidarse. Para los refugiados era el recuerdo de la patria y de todo lo que en ella había quedado de nuestras vidas. Mi hermana se echó a llorar, yo no, pero mi emoción no fue menos intensa. A la salida había un libro de firmas; mi padre advirtió, con asombro, que detrás de él salían unos hombres que habían sido milicianos en zona republicana.
-«¿Vosotros aquí?»
-«Claro, era un español como nosotros que ha muerto en el exilio y es lo más triste que puede ocurrirle a un hombre. »
Mi padre le dijo al que cuidaba del libro de firmas:
-«Conste que quienes van a firmar ahora han sido milicianos.»
Los Castelló le debemos un pequeño favor al ejército de ocupación. Cierto día mi padre fue a Ciboure con la esperanza de encontrar pescado. En el puerto halló un camión lleno de atunes que los alemanes estaban descargando para ellos. Se acercó al oficial que dirigía la operación, le dijo que era un refugiado español, que tenía dos hijas y le pidió que le vendiese un atún. El oficial hizo que le entregasen uno de los pescados y rehusó recibir el pago. Muy agradecido, mi padre recogió el valioso presente. Era tan grande que no cabía en su bolsa y se le escurría de las manos. Encontró una cuerda en el suelo, la ató a la cola del pescado, se la echó al hombro y adquirió un aspecto muy parecido al pescador que se veía dibujado en los frascos de aceite de hígado de bacalao. Aquel día se encontró por el camino a todas sus amistades.
Frío, casi hambre, preocupación al ver que el tiempo pasaba sin la perspectiva de una paz que nos permitiera volver a nuestra patria mientras el dinero disminuía y era casi imposible reducir más los gastos. Aprendí yo, la solemne desastrada, acostumbrada a que el servicio y más tarde mi madre cuidasen de mi ropa, a cuidarla yo misma. Lustraba mis zapatos, planchaba mis vestidos, lavaba mi única blusa. Sufrí en mi orgullo, aunque estaba muy agradecida en el fondo cuando alguna de mis amigas me ofrecía de parte de su madre un vestido, un chaleco, una blusa que se les había quedado pequeña. Entonces me prometí a mí misma que algún día iría bien vestida. Nos quedaron unas ansias enormes de desquite, de querer ser felices, de divertirnos, de compensar con felicidad y alegría los amargos días del destierro. Aprendimos a sufrir en silencio, a pedir para Navidades una falda en lugar de un juguete y, finalmente, a no pedir nada. Tenía muchos complejos, me sentía feúcha y desgarbada, torpe en mis gestos en esa edad tan difícil en que se transita de niña a mujer y es necesario mucho cariño y mucha comprensión. Yo tenía un padre muy bueno, pero hombre al fin y al cabo, y militar por ende, nada comprendía de sensibilidades enfermizas. Además, pese a su buen humor, no pudo evitar que su carácter se agriase ligeramente.
Mi padre me traía el desayuno a la cama. Después me levantaba y procedía a mi aseo cantando fragmentos de ópera; él me acompañaba desde la habitación contigua. Se me iba el santo al cielo hasta que oía la voz de mi padre:
-« ¡Lolita! ¡Son las nueve y diez! ¡Mañana te despierto a las siete y tomas el desayuno levantada!»
Terminaba de arreglarme rápidamente, salía corriendo y llegaba al colegio con diez minutos de retraso.
Al día siguiente, mi padre me despertaba a la hora de costumbre trayéndome el desayuno a la cama.
Me imagino lo que habrán significado para él aquellos años, las preocupaciones económicas, la responsabilidad de educar a unas hijas, una muy joven y otra todavía una niña.
En 1941 falleció el Rey Alfonso XIII. Por ese motivo, el Consulado de España organizó un funeral en la iglesia de San Juan de Luz al que asistimos todos los españoles de distintas ideologías. En la iglesia estaba nuestra bandera, la roja y gualda. Oír el himno de nuestro país en el destierro es algo que emociona y que difícilmente puede olvidarse. Para los refugiados era el recuerdo de la patria y de todo lo que en ella había quedado de nuestras vidas. Mi hermana se echó a llorar, yo no, pero mi emoción no fue menos intensa. A la salida había un libro de firmas; mi padre advirtió, con asombro, que detrás de él salían unos hombres que habían sido milicianos en zona republicana.
-«¿Vosotros aquí?»
-«Claro, era un español como nosotros que ha muerto en el exilio y es lo más triste que puede ocurrirle a un hombre. »
Mi padre le dijo al que cuidaba del libro de firmas:
-«Conste que quienes van a firmar ahora han sido milicianos.»
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