Una modista española nos contó que las muchachitas de su taller se asomaban al balcón y exclamaban al verlos:
-«Ce qu'ils sont beaux quand méme.»
Tiempo después algunos alemanes hicieron amistad con los habitantes de San Juan de Luz y se vieron chicas francesas paseando con soldados alemanes. Muchas otras no lo hacían. Más tarde se formaron los movimientos de resistencia.
Transcurrieron algunos días. La conducta de los soldados alemanes era, en líneas generales, correcta. Obedecían a una disciplina de hierro. Requisaron hoteles y los transformaron en cuarteles. El hotel vecino a nuestra casa se convirtió en la Kommandatur.
Vivíamos en el último piso, ligeramente abuhardillado, de una villa. Los dueños, excelentes personas, eran Mr. Souroste y su hija Nenette. En aquellos días los Peña se vinieron también a vivir allí debido a que la dueña de la casa en que habitaban se lo había pedido y debieron mudarse. La muchacha de los Peña, Ramona, fue la causante involuntaria de un episodio que alarmó a todos. Una noche, un soldado alemán, con unas copas de más, empezó a golpear la puerta empeñado en que le abriésemos. Había conocido a Ramona en la calle y la había seguido hasta la casa ignorando que no dormía allí en aquellos días. Nos levantamos todos muy asustados. El soldado estaba armado y nadie sabía lo que un soldado armado y bebido era capaz de hacer. Mercedes Peña hablaba algo de alemán. Con energía ibérica se asomó a la ventana y empezó a apostrofarlo con frases muy duras, como, por ejemplo, que era la deshonra del ejército alemán y que un borracho era indigno de vestir un uniforme. Terminado su discurso, se retiró muy satisfecha. Pero parece que al soldado le gustó aquella conversación en su propio idioma, entonces se puso a silbar y a llamar:
-«Madame... Madame... »
Mercedes, furiosa, tornaba a asomarse para lanzar epítetos cada vez más duros. El que supo tomarse el asunto con filosofía fue Luis de la Peña, que siguió tumbado en la cama sin inmutarse. Cuando la cosa parecía ponerse seria entrábamos en tropel en su cuarto.
-«Luis, que está dando porrazos contra la puerta de entrada, que con lo alto y fuerte que es la va a echar abajo.»
Peña se levantaba, se asomaba a la ventana, lanzaba cuatro voces medio en francés, medio en alemán y, con la conciencia tranquila por el deber cumplido, volvía a acostarse. El alemán no se había dado cuenta al principio de que una de las amplias ventanas del piso bajo no tenía persianas ni contraventanas. Pero la casa tenía un pequeño jardín lateral y he aquí que el alemán, ni corto ni perezoso, trepó por la verja y se nos metió en el jardín. Nueva irrupción en el cuarto de Peña:
-«Luis, que se nos ha metido en el jardín, que la puerta de la casa no cierra bien y si la descubre... »
Creímos incluso oír el ruido de un arma de fuego que se abría para verificar la carga. De pronto, nuevamente el silbido y la llamada:
-«Madame... Madame... »
Peña se levantó y lanzó otros gritos. Mientras, el grueso de las fuerzas, aprovechando que la puerta de entrada estaba momentáneamente libre, decidió organizar una salida. Fueron a la gendarmería a contar lo que estaba sucediendo, pero allí les dijeron que, tratándose de un soldado alemán, debían dirigirse a la Kommandantur. Poco después regresaban los emisarios acompañados de soldados alemanes, pero el nuestro había desaparecido. Nuestra valiente Mercedes les explicó en su mejor alemán y con muchos gestos lo ocurrido. Prometieron buscar y castigar al culpable. Peña comentó:
-«Lo que debimos de haber hecho es haber salido por el tragaluz al tejado y ¡hala! ¡a defenderos vosotros, que para eso sois franceses y ellos vuestros invasores!»
A la mañana siguiente oí un silbido que parecía provenir del jardín: «¡el alemán otra vez!» -pensé, aunque menos asustada que la víspera por ser de día. Me asomé a la ventana y allí, detrás de la reja del jardín, con su boina, su vieja gabardina arrugada, barba de varios días y aspecto de vagabundo, estaba mi padre. Me eché a reír y corrí escaleras abajo para abrazarlo.
-«Ce qu'ils sont beaux quand méme.»
Tiempo después algunos alemanes hicieron amistad con los habitantes de San Juan de Luz y se vieron chicas francesas paseando con soldados alemanes. Muchas otras no lo hacían. Más tarde se formaron los movimientos de resistencia.
Transcurrieron algunos días. La conducta de los soldados alemanes era, en líneas generales, correcta. Obedecían a una disciplina de hierro. Requisaron hoteles y los transformaron en cuarteles. El hotel vecino a nuestra casa se convirtió en la Kommandatur.
Vivíamos en el último piso, ligeramente abuhardillado, de una villa. Los dueños, excelentes personas, eran Mr. Souroste y su hija Nenette. En aquellos días los Peña se vinieron también a vivir allí debido a que la dueña de la casa en que habitaban se lo había pedido y debieron mudarse. La muchacha de los Peña, Ramona, fue la causante involuntaria de un episodio que alarmó a todos. Una noche, un soldado alemán, con unas copas de más, empezó a golpear la puerta empeñado en que le abriésemos. Había conocido a Ramona en la calle y la había seguido hasta la casa ignorando que no dormía allí en aquellos días. Nos levantamos todos muy asustados. El soldado estaba armado y nadie sabía lo que un soldado armado y bebido era capaz de hacer. Mercedes Peña hablaba algo de alemán. Con energía ibérica se asomó a la ventana y empezó a apostrofarlo con frases muy duras, como, por ejemplo, que era la deshonra del ejército alemán y que un borracho era indigno de vestir un uniforme. Terminado su discurso, se retiró muy satisfecha. Pero parece que al soldado le gustó aquella conversación en su propio idioma, entonces se puso a silbar y a llamar:
-«Madame... Madame... »
Mercedes, furiosa, tornaba a asomarse para lanzar epítetos cada vez más duros. El que supo tomarse el asunto con filosofía fue Luis de la Peña, que siguió tumbado en la cama sin inmutarse. Cuando la cosa parecía ponerse seria entrábamos en tropel en su cuarto.
-«Luis, que está dando porrazos contra la puerta de entrada, que con lo alto y fuerte que es la va a echar abajo.»
Peña se levantaba, se asomaba a la ventana, lanzaba cuatro voces medio en francés, medio en alemán y, con la conciencia tranquila por el deber cumplido, volvía a acostarse. El alemán no se había dado cuenta al principio de que una de las amplias ventanas del piso bajo no tenía persianas ni contraventanas. Pero la casa tenía un pequeño jardín lateral y he aquí que el alemán, ni corto ni perezoso, trepó por la verja y se nos metió en el jardín. Nueva irrupción en el cuarto de Peña:
-«Luis, que se nos ha metido en el jardín, que la puerta de la casa no cierra bien y si la descubre... »
Creímos incluso oír el ruido de un arma de fuego que se abría para verificar la carga. De pronto, nuevamente el silbido y la llamada:
-«Madame... Madame... »
Peña se levantó y lanzó otros gritos. Mientras, el grueso de las fuerzas, aprovechando que la puerta de entrada estaba momentáneamente libre, decidió organizar una salida. Fueron a la gendarmería a contar lo que estaba sucediendo, pero allí les dijeron que, tratándose de un soldado alemán, debían dirigirse a la Kommandantur. Poco después regresaban los emisarios acompañados de soldados alemanes, pero el nuestro había desaparecido. Nuestra valiente Mercedes les explicó en su mejor alemán y con muchos gestos lo ocurrido. Prometieron buscar y castigar al culpable. Peña comentó:
-«Lo que debimos de haber hecho es haber salido por el tragaluz al tejado y ¡hala! ¡a defenderos vosotros, que para eso sois franceses y ellos vuestros invasores!»
A la mañana siguiente oí un silbido que parecía provenir del jardín: «¡el alemán otra vez!» -pensé, aunque menos asustada que la víspera por ser de día. Me asomé a la ventana y allí, detrás de la reja del jardín, con su boina, su vieja gabardina arrugada, barba de varios días y aspecto de vagabundo, estaba mi padre. Me eché a reír y corrí escaleras abajo para abrazarlo.
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