El poco dinero que quedaba en el Banco en Francia lo habíamos extraído para comprar ropa. Así, con nuestros billetes de segunda, nuestras 100 pesetas, un viejo baúl y una maleta nueva, emprendimos el viaje a Madrid escoltadas por un suboficial de la Benemérita que venía en nuestro vagón y al que un oficial que se había acercado a saludar a Lele en la estación le había recomendado:
-«Son unas señoritas muy importantes.»
Llegamos a la mañana siguiente a Madrid y en la estación nos esperaban los Uña. Ellos nos alojaron en su casa. Aquella misma tarde fuimos a Prisiones Militares a ver a nuestro padre. Tercer encuentro triste y feliz a la vez tras la dolorosa separación.
-«Miradle -exclamó Juan Uña-, hoy se ha lavado, se ha afeitado y se ha puesto una camisa limpia. ¡Si lo hubieseis visto tiempo atrás...!»
Pasamos una temporada en casa de los Uña, pero como la vivienda no tenía habitación de huéspedes y para alojarnos habían tenido que trasladar el comedor al trastero, nos buscaron una pensión. Nos mudamos a la casa de unas bordadoras solteronas. Los Uña las conocían porque ellas bordaban el ajuar de su hija Inés. Nos alquilaban una habitación y nos guisaban lo que queríamos. El alojamiento nos lo pagaban los Uña y el doctor Varela Radio, cuñado de Juan. Éramos las únicas pensionistas de la casa. El piso era un interior de la calle Pardiñas, bastante frío y triste. Buscamos alumnos para dar clases de francés. Mi hermana enseguida encontró trabajo. Siempre fue más emprendedora que yo; además, tenía cinco años más y estaba mejor preparada. Lo único que yo tenía era un buen acento.
Casi todos los amigos de mi padre se portaron muy bien con él y con nosotras. Hubo excepciones. Una tarde, por encargo de mi padre, fuimos a ver a unos amigos suyos; pensaba que no se habían enterado de que estaba en España y por eso no lo visitaban. Eran los dueños de un hotel y sí sabían que nuestro padre estaba detenido en Madrid. No habían ido a verlo por temor a comprometerlo.
-«Desgraciado -pensé-, qué vas a comprometerlo; eres tú el que teme comprometerse, que no es lo mismo.»
Salimos llenas de amargura y con ganas de llorar.
Yo no tenía amigas de mi edad. Inés, con el tiempo, se haría gran amiga mía. Era entonces una chica de veintidós años. Beluca Varela, la hija del doctor Varela, mi querida y entrañable Beluca, a quien tantos favores y tanto cariño debo, era también lo suficientemente mayor como para que no saliésemos juntas. Sólo veía a Inés y a Beluca cuando iba a almorzar a casa de sus padres. Juan Uña tenía dos hermanas, Carmen, casada con José María González e Isabel, casada con el doctor Varela Radio. Ambas eran dos ángeles del cielo. Mis ángeles buenos de aquellos desdichados años. Su cariño y atenciones endulzaron mi vida.
Entre mis amigas de la infancia estaba Gloria, mi inseparable Gloria. ¿Cómo iba a recibirme? Su padre, militar también, se había sublevado y había muerto en el Cuartel de la Montaña. Ni siquiera intenté verla. Años más tarde la vi retratada en una revista de sociedad con motivo de su puesta de largo. Si no hubiese sido por la guerra, habríamos podido ponernos de largo juntas. A María Josefa sí la volví a ver. Su madre fue muy cariñosa con nosotras y nos invitó a merendar. Pero María Josefa hacía una vida normal para sus dieciséis años, usaba medias y medio tacón. Ella y sus amigas vivían la despreocupada y dorada adolescencia, tenían sus primeros flirteos inocentes a espaldas de sus padres e iban bien vestidas. Un abismo me separaba de ellas. Me sentía mejor comprendida por las personas mayores.
Mi vida transcurría monótona; por las mañanas paseaba por el Retiro; después de almorzar, en un cuarto trasero en el cual había instalado la mesa camilla que nos había regalado Isabel, escribía, leía o dibujaba. Leía libros prestados, copiaba versos o párrafos de novelas que me gustaban. Me convertí en una criatura triste, tímida, introvertida. Soñaba, soñaba con el día en que todo aquello terminaría, el día en que mi padre sería puesto en libertad, en que tendríamos nuestra casa y una posición económica desahogada. Tenía ansias, verdaderas ansias de desquite, de pasarle a la vida la cuenta de todos los sufrimientos y amarguras que me había hecho padecer.
-«Son unas señoritas muy importantes.»
Llegamos a la mañana siguiente a Madrid y en la estación nos esperaban los Uña. Ellos nos alojaron en su casa. Aquella misma tarde fuimos a Prisiones Militares a ver a nuestro padre. Tercer encuentro triste y feliz a la vez tras la dolorosa separación.
-«Miradle -exclamó Juan Uña-, hoy se ha lavado, se ha afeitado y se ha puesto una camisa limpia. ¡Si lo hubieseis visto tiempo atrás...!»
Pasamos una temporada en casa de los Uña, pero como la vivienda no tenía habitación de huéspedes y para alojarnos habían tenido que trasladar el comedor al trastero, nos buscaron una pensión. Nos mudamos a la casa de unas bordadoras solteronas. Los Uña las conocían porque ellas bordaban el ajuar de su hija Inés. Nos alquilaban una habitación y nos guisaban lo que queríamos. El alojamiento nos lo pagaban los Uña y el doctor Varela Radio, cuñado de Juan. Éramos las únicas pensionistas de la casa. El piso era un interior de la calle Pardiñas, bastante frío y triste. Buscamos alumnos para dar clases de francés. Mi hermana enseguida encontró trabajo. Siempre fue más emprendedora que yo; además, tenía cinco años más y estaba mejor preparada. Lo único que yo tenía era un buen acento.
Casi todos los amigos de mi padre se portaron muy bien con él y con nosotras. Hubo excepciones. Una tarde, por encargo de mi padre, fuimos a ver a unos amigos suyos; pensaba que no se habían enterado de que estaba en España y por eso no lo visitaban. Eran los dueños de un hotel y sí sabían que nuestro padre estaba detenido en Madrid. No habían ido a verlo por temor a comprometerlo.
-«Desgraciado -pensé-, qué vas a comprometerlo; eres tú el que teme comprometerse, que no es lo mismo.»
Salimos llenas de amargura y con ganas de llorar.
Yo no tenía amigas de mi edad. Inés, con el tiempo, se haría gran amiga mía. Era entonces una chica de veintidós años. Beluca Varela, la hija del doctor Varela, mi querida y entrañable Beluca, a quien tantos favores y tanto cariño debo, era también lo suficientemente mayor como para que no saliésemos juntas. Sólo veía a Inés y a Beluca cuando iba a almorzar a casa de sus padres. Juan Uña tenía dos hermanas, Carmen, casada con José María González e Isabel, casada con el doctor Varela Radio. Ambas eran dos ángeles del cielo. Mis ángeles buenos de aquellos desdichados años. Su cariño y atenciones endulzaron mi vida.
Entre mis amigas de la infancia estaba Gloria, mi inseparable Gloria. ¿Cómo iba a recibirme? Su padre, militar también, se había sublevado y había muerto en el Cuartel de la Montaña. Ni siquiera intenté verla. Años más tarde la vi retratada en una revista de sociedad con motivo de su puesta de largo. Si no hubiese sido por la guerra, habríamos podido ponernos de largo juntas. A María Josefa sí la volví a ver. Su madre fue muy cariñosa con nosotras y nos invitó a merendar. Pero María Josefa hacía una vida normal para sus dieciséis años, usaba medias y medio tacón. Ella y sus amigas vivían la despreocupada y dorada adolescencia, tenían sus primeros flirteos inocentes a espaldas de sus padres e iban bien vestidas. Un abismo me separaba de ellas. Me sentía mejor comprendida por las personas mayores.
Mi vida transcurría monótona; por las mañanas paseaba por el Retiro; después de almorzar, en un cuarto trasero en el cual había instalado la mesa camilla que nos había regalado Isabel, escribía, leía o dibujaba. Leía libros prestados, copiaba versos o párrafos de novelas que me gustaban. Me convertí en una criatura triste, tímida, introvertida. Soñaba, soñaba con el día en que todo aquello terminaría, el día en que mi padre sería puesto en libertad, en que tendríamos nuestra casa y una posición económica desahogada. Tenía ansias, verdaderas ansias de desquite, de pasarle a la vida la cuenta de todos los sufrimientos y amarguras que me había hecho padecer.
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