lunes, 3 de enero de 2011

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 45


Se hablaba mucho del ejército francés, de aquella «armée» poco menos que invencible y de la no menos imbatible línea Maginot. Pronto circularon canciones mofándose del enemigo. Con la misma música del himno de la línea Sigfrido se cantaba «On ira pendre notre ligne sur la ligne Sigfrid».
Regresamos a San Juan de Luz. Mi madre se encontraba cada vez más débil. Pese a la operación, el cáncer había segui­do avanzando y, además, estaba completamente anémica. Ya no salía de casa y permanecía casi todo el tiempo en cama. Mi hermana tuvo que dejar de ir al colegio para ayudar a mi padre en las tareas de la casa. ¿Tuvo dolores mi madre? Lo ignoro, ya que jamás se quejó. Quizá en su fuero interno esperaba el imposible milagro de su curación.
Una noche de diciembre sintió la llegada de la muerte. Mi padre pasó aquella trágica noche sosteniéndole la cabeza con su brazo y dándole aire, pues se ahogaba. Luego de despertar a mi hermana fue en busca del doctor Hinojar y de una monja de la Caridad que quiso saber si ya habíamos llamado a un sacerdote. Yo me eché a llorar en silencio en mi cama.
A la mañana siguiente mi padre, con los ojos enrojecidos, me dio una carta:
-«Ve a echarla enseguida y avisa a los Martínez Monje y a los Peña.»
Sólo muchos años más tarde supe su contenido. Esa misma mañana, sintiendo próxima la muerte, mi madre había dicho:

-«Luis, que inmediatamente una de las niñas vaya a echar esta carta; la he escrito hace unos días y como todavía estoy con vida tiene validez; es una orden para el Banco a los efectos de que pongan todos mis bienes a tu nombre, así os evitaréis pagar Derechos Reales.»
Hasta el último momento pensó en nosotros. Aquella fatal noche la pasó repitiendo:
-«Luis, ¿qué va a ser de vosotros?
Nos hacía más falta de lo que ella pudiese pensar; dejó en nuestras vidas un vacío inmenso y en mí un profundo trauma que saldría a la superficie años más tarde.
Fui a casa de los Martínez Monje. Tras pulsar el timbre, me puse a golpear desesperadamente la puerta como si por el hecho de que los amigos fueran a mi casa pudiese evitar la llegada de la muerte. Los Martínez Monje no estaban. Corrí en­tonces a casa de los Peña. Me recibió Mercedes. -«Mamá está tan mal que han llamado a un sacerdote» -le dije y rompí a llorar.
-«Dile a tu padre que iré enseguida.»
Al regresar a casa, el sacerdote español Padre Toledo, esta­ba dándole la Extremaunción. Tuvo tiempo de decir:
-.«Os bendigo, hijas mías.»
-«Dale fuerzas, Señor» -repetía mi padre.
Alguien nos sacó a mi hermana y a mí de la habitación. Desde el comedor oí, y era casi más miedo que dolor lo que me producía, los gemidos de la agonía. Parecía respirar con difi­cultad y repetía entrecortadamente:
-«¡Ay... ay...! Mon Dieu... ¿Qu'allez vous faire de moi?» -hasta que un último gemido ahogó sus palabras.
En casa siempre habíamos hablado en español; al pie de la muerte las palabras que brotaron de sus labios fueron dichas en su idioma natal.
Y luego el silencio. El terrible silencio. Mi padre apareció en el comedor deshecho, nos miró sin decir una palabra. Nos echamos en sus brazos y lloramos abrazados largo rato. Había muerto mi madre y estábamos los tres solos, desamparados, privados de su ala protectora, tan débil y tan fuerte a la vez. Mercedes Peña y la hermana de la Caridad llevaron a cabo la tarea de amortajarla. Luego fueron llegando los amigos. Mag­dalena Hinojar se encargó de hacernos la comida. Vino nuestra amiga medio china, Nadine de Hwan, que vestía siempre de hombre.
María Martínez Monje llegó por la tarde. Tras vacilar largo tiempo, entró en casa llorando y llorando se arrodilló al pie de la cama.
-«¡Pobre amiga mía!» -repetía entrecortadamente.
Su marido la obligó con suavidad a levantarse y salir de la habitación.

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