Mi madre reposaba serena, vestida con una falda a cuadros blancos y negros y un chaleco oscuro. Una sábana cuidadosamente doblada en pliegues horizontales cubría su cuerpo. A sus pies se colocó el primer ramo de flores enviado por los Martínez Monje.
Avisamos a la hermana de mi madre, quien no quiso decirle la verdad a nuestra abuela, pero ella lo intuyó.
-«La vas a encontrar muerta» -afirmó;
-«No, mamá, ya ves que llevo un sombrero con una pluma de color. Margarita no ha muerto.»
-«Estará muerta cuando llegues, bésala por mí.»
Mi tía Marie se fue a casa de una prima para vestirse de luto riguroso antes de tomar el tren. Llegó a San Juan de Luz el mismo día del entierro. Ya estaba mi madre en el ataúd, descubierto aún. Marie la besó por última vez.
Vinieron todos los amigos; algunos enviaron flores, las que nosotros no podíamos comprarle. Conociendo nuestra modesta condición de refugiados, la Iglesia no cobró sus derechos. Tras el funeral, el pequeño cortejo se encaminó al cementerio.
Sólo le colocamos una modesta cruz de madera en la que se veía su nombre escrito con tinta china. El resto de la tumba era un montón de tierra. El guardián del cementerio dispuso las coronas de flores en forma de cruz; cuando se marchitaron, la tumba adquirió un aspecto triste y de abandono. Más tarde, mis amigas y yo pusimos unas piedras clavadas en el suelo y plantamos unos geranios que nunca prendieron. El pensar que bajo la tierra estaba su cuerpo sin vida, y que pronto se convertiría en un montón de huesos y que no podíamos darle una sepultura decente me hacía sufrir. Ella descansaba en su país, tierra de exilio para nosotros, tras una muerte muy cruel.
Han pasado muchos años y no la he olvidado. Aún ahora, sin poderlo remediar, vienen a mi memoria aquellas dolorosas horas de su muerte. Me veo encerrada en una habitación llorando con rabia y dolor, suplicando a Dios que no se la llevara. Quince años más hubiese pedido yo para mi madre, incluso diez. Aún habría tenido que sufrir mucho, pero al fin habría muerto tranquila dejando a sus hijas, ya mujeres, en su país y en un hogar. Durante mucho tiempo no pude entrar en su dormitorio, pues la veía tendida en la cama con la rigidez de la muerte y las flores sobre ella. Sentía dolor y miedo. Tenía doce años y era la primera muerte que veía en mi vida.
La casa, triste ya de por sí, estaba llena de recuerdos dolorosos para nosotros y decidimos mudarnos.
Mientras tanto, seguía la guerra. Un día Bélgica capituló. Aquella mañana, camino del colegio, me encontré con Julia y comentamos lo ocurrido. Su hermana mayor, que no se había enterado aún de los acontecimientos, no se sorprendió demasiado.
-«El día menos pensado, Francia le da la espalda a Inglaterra o ésta se la da a Francia.»
Ese día Mlle. du Luc nos estaba dictando cuando de pronto entró una chiquilla belga:
-«Mademoiselle du Luc, vengo a devolverle mis libros, nos vamos a Bélgica.»
-«Qué dices, mi charmante enfant? ¿Se van ustedes?
-«Sí, nuestro Rey ha capitulado y los franceses están furiosos con nosotros.»
-«Cómo? ¿Ha capitulado Leopoldo, el hijo del Rey Caballero?»
A la chiquilla se le saltaron las lágrimas y salió de la clase. Mademoiselle du Luc abandonó el aula y se fue en busca de noticias. Un gran alboroto se armó en el curso. Una de mis compañeras escribió sobre el encerado: «Leopoldo es un cobarde.»
Las autoridades francesas convocaron a los refugiados españoles y les dijeron que los que estaban en edad militar tenían que ir al frente. Algunos aceptaron, muchos habían marchado ya como voluntarios. Otros se negaron y a éstos los metieron en el campo de concentración de Gours.
El que los españoles, por el mero hecho de haber solicitado hospitalidad a Francia, tuviesen que ir a la guerra era bastante discutible. Recuerdo que nuestras compañeras de colegio, cuando unas cuantas españolas nos reuníamos, solían mirarnos con recelo como si creyesen que por el sólo hecho de hacerlo fuéramos a criticar a su país.
Avisamos a la hermana de mi madre, quien no quiso decirle la verdad a nuestra abuela, pero ella lo intuyó.
-«La vas a encontrar muerta» -afirmó;
-«No, mamá, ya ves que llevo un sombrero con una pluma de color. Margarita no ha muerto.»
-«Estará muerta cuando llegues, bésala por mí.»
Mi tía Marie se fue a casa de una prima para vestirse de luto riguroso antes de tomar el tren. Llegó a San Juan de Luz el mismo día del entierro. Ya estaba mi madre en el ataúd, descubierto aún. Marie la besó por última vez.
Vinieron todos los amigos; algunos enviaron flores, las que nosotros no podíamos comprarle. Conociendo nuestra modesta condición de refugiados, la Iglesia no cobró sus derechos. Tras el funeral, el pequeño cortejo se encaminó al cementerio.
Sólo le colocamos una modesta cruz de madera en la que se veía su nombre escrito con tinta china. El resto de la tumba era un montón de tierra. El guardián del cementerio dispuso las coronas de flores en forma de cruz; cuando se marchitaron, la tumba adquirió un aspecto triste y de abandono. Más tarde, mis amigas y yo pusimos unas piedras clavadas en el suelo y plantamos unos geranios que nunca prendieron. El pensar que bajo la tierra estaba su cuerpo sin vida, y que pronto se convertiría en un montón de huesos y que no podíamos darle una sepultura decente me hacía sufrir. Ella descansaba en su país, tierra de exilio para nosotros, tras una muerte muy cruel.
Han pasado muchos años y no la he olvidado. Aún ahora, sin poderlo remediar, vienen a mi memoria aquellas dolorosas horas de su muerte. Me veo encerrada en una habitación llorando con rabia y dolor, suplicando a Dios que no se la llevara. Quince años más hubiese pedido yo para mi madre, incluso diez. Aún habría tenido que sufrir mucho, pero al fin habría muerto tranquila dejando a sus hijas, ya mujeres, en su país y en un hogar. Durante mucho tiempo no pude entrar en su dormitorio, pues la veía tendida en la cama con la rigidez de la muerte y las flores sobre ella. Sentía dolor y miedo. Tenía doce años y era la primera muerte que veía en mi vida.
La casa, triste ya de por sí, estaba llena de recuerdos dolorosos para nosotros y decidimos mudarnos.
Mientras tanto, seguía la guerra. Un día Bélgica capituló. Aquella mañana, camino del colegio, me encontré con Julia y comentamos lo ocurrido. Su hermana mayor, que no se había enterado aún de los acontecimientos, no se sorprendió demasiado.
-«El día menos pensado, Francia le da la espalda a Inglaterra o ésta se la da a Francia.»
Ese día Mlle. du Luc nos estaba dictando cuando de pronto entró una chiquilla belga:
-«Mademoiselle du Luc, vengo a devolverle mis libros, nos vamos a Bélgica.»
-«Qué dices, mi charmante enfant? ¿Se van ustedes?
-«Sí, nuestro Rey ha capitulado y los franceses están furiosos con nosotros.»
-«Cómo? ¿Ha capitulado Leopoldo, el hijo del Rey Caballero?»
A la chiquilla se le saltaron las lágrimas y salió de la clase. Mademoiselle du Luc abandonó el aula y se fue en busca de noticias. Un gran alboroto se armó en el curso. Una de mis compañeras escribió sobre el encerado: «Leopoldo es un cobarde.»
Las autoridades francesas convocaron a los refugiados españoles y les dijeron que los que estaban en edad militar tenían que ir al frente. Algunos aceptaron, muchos habían marchado ya como voluntarios. Otros se negaron y a éstos los metieron en el campo de concentración de Gours.
El que los españoles, por el mero hecho de haber solicitado hospitalidad a Francia, tuviesen que ir a la guerra era bastante discutible. Recuerdo que nuestras compañeras de colegio, cuando unas cuantas españolas nos reuníamos, solían mirarnos con recelo como si creyesen que por el sólo hecho de hacerlo fuéramos a criticar a su país.
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