Un día entraron en su celda a cachearlo y le encontraron en uno de sus bolsillos un triángulo de cristal; el oficial hizo el gesto de pasarse el cristal por el cuello, dándole a entender si pensaba suicidarse con él. Mi padre movió negativamente la cabeza y tomando el cristal se lo pasó por las uñas haciéndole comprender que lo usaba para limpiárselas. Se le permitió conservarlo. También me contó que después del almuerzo la vigilancia aflojaba. Ese rato era aprovechado por los presos para hablarse de celda a celda. Frente a la de mi padre había un pobre muchacho judío que se había vuelto loco y que se pasaba el día gritando:
-« ¡Hitler! ¡Canaille, salop, crapeau! »
Lo dejaban gritar y por las noches un practicante, por compasión, le ponía una inyección para que pudiese dormir. Aunque nosotras recibíamos todas sus cartas, a mi padre no le dejaban llegar ninguna de las nuestras. En todas las suyas se quejaba:
-«Hijas mías, ¿qué hacéis que no escribís?» -hasta que finalmente comprendió que no se las entregaban.
«Así transcurrieron veinticinco días. Llamé al centinela y le mostré la lista impresa y pegada en la puerta en la que se enumeraban los derechos y deberes del prisionero.
-"Tengo derecho a ver al Comandante del Fuerte» -le dije- y lo conseguí.
«Cuando estuve frente al oficial le manifesté que ignoraba los motivos por los cuales estaba detenido y solicité ser interrogado. A los dos días fui conducido a la Kommandatur. El interrogatorio duró tres días en sesiones de tres horas. Me preguntaron cuál era mi historia militar y mi actuación durante la guerra civil. También me interrogaron sobre los fondos de que disponía para vivir, ya que pensaban que me provenían del Socorro Rojo, cuyos fondos administraba Prieto. Les comenté que mi difunta mujer tenía parte de su fortuna en el Banco Transatlántico de París, Bld. Haussman. Allí estaba la solicitud de pedidos mensuales. Insistieron sobre la certeza de sus datos. Les aclaré que en primer lugar para el Gobierno exiliado de la República yo era un desertor. Pregunté el origen de esos informes y me contestaron que habían recibido esa información a través de una carta anónima. Entonces les dije que si tenían motivos podían fusilarme, pero que yo era cristiano y estaba dispuesto a jurar sobre un crucifijo que decía la verdad y que su insistencia, habiendo yo dado mi palabra de honor antes de declarar, constituía un insulto que me rebajaba. Finalizado el interrogatorio retorné al Fuerte. El día 2 de mayo me autorizaron a que viniesen las niñas a despedirse de mí.»
A Burdeos nos acompañó nuestro buen amigo Luis de la Peña. En la Kommandatur le preguntaron si era pariente nuestro. Al responder que sólo acompañaba a sus hijas, el oficial nos condujo al Fuerte del Há. En el camino me comentó que me encontraba demasiado delgada. Yo pensé que con lo que ellos daban en las cartillas de abastecimiento no podía uno estar muy gordo.
En Burdeos se notaba un ambiente más hostil hacia el invasor que en San Juan de Luz. Vi miradas de odio y de temor en los ojos de los transeúntes. Al ver que hablábamos con el oficial nos miraban con animosidad, pues seguramente nos tomaban por colaboracionistas.
El Comandante del Fuerte nos recibió en su despacho. Delante de la ventana abierta que daba al patio había una fila de personas que acudían a solicitar lo que fuese para sus parientes presos. El oficial nos anunció que a las cinco podríamos ver a nuestro padre y que nos dejarían hablar dos horas con él. Yo me encogí de hombros.
-«¿Qué pasa?» -me preguntaron.
-«Yo había esperado verlo más tiempo.»
A los visitantes pareció hacerles gracia el descaro de esa chiquilla que no se asustaba al expresar sus sentimientos. Mirábamos impacientes el reloj del despacho. Los oficiales sonreían. No se conmovieron ante nuestras ansias de ver a nuestro padre. Hasta las cinco en punto no apareció ante nosotras. Estaba más delgado, con barba de varios días y la ropa le quedaba holgadísima. Nos abrazamos llorando y riendo. Nos permitieron hablar con él en ese mismo despacho sin escuchar nuestra conversación. Me dio pena verlo levantarse y cuadrarse cuando entró el comandante siendo él un general.
-« ¡Hitler! ¡Canaille, salop, crapeau! »
Lo dejaban gritar y por las noches un practicante, por compasión, le ponía una inyección para que pudiese dormir. Aunque nosotras recibíamos todas sus cartas, a mi padre no le dejaban llegar ninguna de las nuestras. En todas las suyas se quejaba:
-«Hijas mías, ¿qué hacéis que no escribís?» -hasta que finalmente comprendió que no se las entregaban.
«Así transcurrieron veinticinco días. Llamé al centinela y le mostré la lista impresa y pegada en la puerta en la que se enumeraban los derechos y deberes del prisionero.
-"Tengo derecho a ver al Comandante del Fuerte» -le dije- y lo conseguí.
«Cuando estuve frente al oficial le manifesté que ignoraba los motivos por los cuales estaba detenido y solicité ser interrogado. A los dos días fui conducido a la Kommandatur. El interrogatorio duró tres días en sesiones de tres horas. Me preguntaron cuál era mi historia militar y mi actuación durante la guerra civil. También me interrogaron sobre los fondos de que disponía para vivir, ya que pensaban que me provenían del Socorro Rojo, cuyos fondos administraba Prieto. Les comenté que mi difunta mujer tenía parte de su fortuna en el Banco Transatlántico de París, Bld. Haussman. Allí estaba la solicitud de pedidos mensuales. Insistieron sobre la certeza de sus datos. Les aclaré que en primer lugar para el Gobierno exiliado de la República yo era un desertor. Pregunté el origen de esos informes y me contestaron que habían recibido esa información a través de una carta anónima. Entonces les dije que si tenían motivos podían fusilarme, pero que yo era cristiano y estaba dispuesto a jurar sobre un crucifijo que decía la verdad y que su insistencia, habiendo yo dado mi palabra de honor antes de declarar, constituía un insulto que me rebajaba. Finalizado el interrogatorio retorné al Fuerte. El día 2 de mayo me autorizaron a que viniesen las niñas a despedirse de mí.»
A Burdeos nos acompañó nuestro buen amigo Luis de la Peña. En la Kommandatur le preguntaron si era pariente nuestro. Al responder que sólo acompañaba a sus hijas, el oficial nos condujo al Fuerte del Há. En el camino me comentó que me encontraba demasiado delgada. Yo pensé que con lo que ellos daban en las cartillas de abastecimiento no podía uno estar muy gordo.
En Burdeos se notaba un ambiente más hostil hacia el invasor que en San Juan de Luz. Vi miradas de odio y de temor en los ojos de los transeúntes. Al ver que hablábamos con el oficial nos miraban con animosidad, pues seguramente nos tomaban por colaboracionistas.
El Comandante del Fuerte nos recibió en su despacho. Delante de la ventana abierta que daba al patio había una fila de personas que acudían a solicitar lo que fuese para sus parientes presos. El oficial nos anunció que a las cinco podríamos ver a nuestro padre y que nos dejarían hablar dos horas con él. Yo me encogí de hombros.
-«¿Qué pasa?» -me preguntaron.
-«Yo había esperado verlo más tiempo.»
A los visitantes pareció hacerles gracia el descaro de esa chiquilla que no se asustaba al expresar sus sentimientos. Mirábamos impacientes el reloj del despacho. Los oficiales sonreían. No se conmovieron ante nuestras ansias de ver a nuestro padre. Hasta las cinco en punto no apareció ante nosotras. Estaba más delgado, con barba de varios días y la ropa le quedaba holgadísima. Nos abrazamos llorando y riendo. Nos permitieron hablar con él en ese mismo despacho sin escuchar nuestra conversación. Me dio pena verlo levantarse y cuadrarse cuando entró el comandante siendo él un general.
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