En los primeros tiempos la ocupación apenas se hacía sentir. Las tropas pasaban cantando varias veces al día, a la ida o al regreso de su instrucción militar. Nos sabíamos de memoria sus marchas militares y, casi sin darnos cuenta, las tarareábamos distraídos.
Pronto tuvimos cartillas de abastecimiento. Eran de tres clases: una para los trabajadores de fuerza, otra para las señoras embarazadas y otra para los menores de quince años. Los incluidos en esta última clase gozábamos del privilegio de tener más leche, azúcar y mantequilla. En los colegios nos daban pastillas con vitaminas todos los días y una vez por semana unas galletas, también con vitaminas, parecidas a las galletas que se les da a los perros pero con buen sabor. A algunas de mis compañeras no les gustaban y las repartían entre las demás. Yo no era de las remilgadas y me comía cuantas me daban.
Mr. Souroste era concejal del Ayuntamiento. Con su aire rudo de antiguo funcionario de Aduanas, era una bellísima persona. Gruñía cuando se le pedía un favor, pero luego lo hacía y hasta añadía:
-«Y cuando me necesiten ya saben dónde estoy.»
Gracias a su cargo comíamos mejor. Los familiares de los fallecidos tenían la obligación de entregar las cartillas de abastecimiento de los difuntos a las autoridades. Primero se entregaban en el Ayuntamiento y de allí eran remitidas a los alemanes. Pero en el Ayuntamiento las cartillas desaparecían como por arte de magia. Francia tuvo en aquellos años el índice más bajo de mortandad de toda su historia. ¡Oh milagro! Los muertos seguían vivos y se alimentaban. Los alemanes seguramente se preguntarían extrañados cómo una población mal alimentada tenía un porcentaje tan bajo de fallecimientos. Nosotros teníamos doble cartilla, como todos los amigos de Mr. Souroste. La cuestión era muy sencilla: bastaba con dar de alta la cartilla suplementaria en una tienda distinta de la habitual.
Luego empezó el mercado negro, que consistía en ir en bicicleta a los caseríos de los alrededores a comprar comestibles que los campesinos ocultaban. A este privilegio no podíamos acceder con nuestros medios económicos, ya que los víveres solían alcanzar precios astronómicos. El aceite era uno de los productos que estaban racionados. Guisábamos con margarina vegetal. Aparecieron entonces unos ingeniosos fabricantes que hacían un aceite que sólo se parecía a aquél en que era amarillo y espeso. Según mi padre, que nunca perdió su sentido del humor, nos comimos todos los perros y los gatos vagabundos de San Juan de Luz convertidos en longanizas.
En nuestra casa se comía poco. Guisaba mi padre con buena voluntad, aunque lo hacía peor que un ranchero de regimiento. Oyéndole explicar sus recetas uno creía estar escuchando a un verdadero especialista en la materia. El pan, además de escaso, era malísimo, no había manera de comerlo a menos que fuera tostado y siempre que se lograra cortarlo en rebanadas, pues la mezcla de aquellas harinas mal cocidas se pegaba al cuchillo. Debí coger una avitaminosis tremenda a pesar de las pastillas que me daban en el colegio. Empecé a padecer de tiroides sin saberlo y perdí mis ojos de niña para siempre.
Naturalmente, el carbón también escaseaba y lo habían racionado. El clima parecía haberse vuelto adverso, pues aunque no solía nevar en aquella región, en esos años lo hizo copiosamente. Una mañana Mr. Souroste y mi padre se pusieron de acuerdo para ir a buscar juntos su ración de carbón. Tras conseguirlo, se les planteó el problema de cómo transportarlo a casa. Providencialmente encontraron una carretilla abandonada en un solar. Y Mr. Souroste, que no se detenía ante nada -contaba mi padre- decidió incautarla «manu militari».
Todas las noches escuchábamos la B.B.C. La audición empezaba con un fragmento de la Sinfonía de Londres, luego la voz del locutor: «Ici Radio Londres. Les français parlent aux français». Y de pronto «taca... taca... taca...». Era la clavija alemana tratando de interceptar la audición. Cuando mi padre no bajaba a oír la radio subía Mr. Souroste a darle un resumen de lo que se había transmitido.
Era un hilo de esperanza, el final de la guerra, de la ocupación, la victoria aliada que traería seguramente cambios en el mundo entero y, quizá con ella, el regreso de los españoles
a nuestra patria. Mr. Souroste tenía su salón y su comedor, pera solía comer en la cocina en invierno y allí el muy insensato se ponía a escuchar la radio. Insensato porque hacerlo era una imprudencia enorme en aquel lugar que estaba pared por medio con la Kommandantur y, por baja que se pusiese, era fácil reconocer la emisión debido al taca-taca-taca de las clavijas censuradoras.
Nenette no escuchaba siempre la audición porque yo, que era una vaga de siete suelas, cuando no sabía solucionar un problema de matemáticas cogía libros y cuadernos y aprovechando que Mlle. Souroste tenía la carrera de magisterio pedía que me echase una mano.
-«Sí, sí, papá, todo eso está muy bien pero preferiría que me ayudases a resolver los problemas de Lolita.»
Seguía la guerra, la ocupación y nuestras filigranas para vivir. En esa época nos dieron una receta para fabricar jabón a base de sebo, de yedra y otros ingredientes que ya no recuerdo. Mi padre, lleno de un entusiasmo digno de elogio, se puso manas a la obra. Consiguió una pasta blancuzca que sacó a la ventana para que se secase, pero por muchos soles y vientos que le dieron aquello no adquiría la solidez deseada. Al fin desistió y optó por servirse de la pasta tal cual estaba. Cogía un pegote de aquello y lavaba afanosamente las sábanas que quedaban más o menos igual que antes del lavado. Nuestras costumbres burguesas de tener una asistenta para lavar la rapa habían pasado a la historia. Mi padre iba al mercado, hacía colas con frío y nieve y se hernió al tratar de cargar un saco de carbón. Aquel día no había carretilla milagrosa que incautar.
No era tan fácil para un militar encontrar trabajo; unas traducciones, unas lecciones de español era todo la que podía buscar, y ya muchos lo hacían. No todos tenían el arrojo y la fortaleza física de José Eduardo Villalba, que estuvo trabajando de fogonero en un barco echando todo el día paletadas de carbón a la máquina. Mi padre optó por reducir gastos y, por amor a sus hijas, cargó con trabajos duros. Era un hombre muy desenvuelto; cuando alguien necesitaba jabón, tabaco u otras cosas acudía a él, pues se las ingeniaba para proporcionar lo que le pedían. Más o menos de este modo vivíamos todos, aunque creo que nosotros éramos los más parias de los refugiados. Todos, eso sí, hacían alguna que otra filigrana para vivir conservando al mismo tiempo ciertas pudores burgueses. Así Aguinaga, antiguo diplomático, por no llevar en la mano el paquete de chuletas que iba a comprar para ayudar a su mujer, prefería metérselo en el bolsillo de su gabán.
Pronto tuvimos cartillas de abastecimiento. Eran de tres clases: una para los trabajadores de fuerza, otra para las señoras embarazadas y otra para los menores de quince años. Los incluidos en esta última clase gozábamos del privilegio de tener más leche, azúcar y mantequilla. En los colegios nos daban pastillas con vitaminas todos los días y una vez por semana unas galletas, también con vitaminas, parecidas a las galletas que se les da a los perros pero con buen sabor. A algunas de mis compañeras no les gustaban y las repartían entre las demás. Yo no era de las remilgadas y me comía cuantas me daban.
Mr. Souroste era concejal del Ayuntamiento. Con su aire rudo de antiguo funcionario de Aduanas, era una bellísima persona. Gruñía cuando se le pedía un favor, pero luego lo hacía y hasta añadía:
-«Y cuando me necesiten ya saben dónde estoy.»
Gracias a su cargo comíamos mejor. Los familiares de los fallecidos tenían la obligación de entregar las cartillas de abastecimiento de los difuntos a las autoridades. Primero se entregaban en el Ayuntamiento y de allí eran remitidas a los alemanes. Pero en el Ayuntamiento las cartillas desaparecían como por arte de magia. Francia tuvo en aquellos años el índice más bajo de mortandad de toda su historia. ¡Oh milagro! Los muertos seguían vivos y se alimentaban. Los alemanes seguramente se preguntarían extrañados cómo una población mal alimentada tenía un porcentaje tan bajo de fallecimientos. Nosotros teníamos doble cartilla, como todos los amigos de Mr. Souroste. La cuestión era muy sencilla: bastaba con dar de alta la cartilla suplementaria en una tienda distinta de la habitual.
Luego empezó el mercado negro, que consistía en ir en bicicleta a los caseríos de los alrededores a comprar comestibles que los campesinos ocultaban. A este privilegio no podíamos acceder con nuestros medios económicos, ya que los víveres solían alcanzar precios astronómicos. El aceite era uno de los productos que estaban racionados. Guisábamos con margarina vegetal. Aparecieron entonces unos ingeniosos fabricantes que hacían un aceite que sólo se parecía a aquél en que era amarillo y espeso. Según mi padre, que nunca perdió su sentido del humor, nos comimos todos los perros y los gatos vagabundos de San Juan de Luz convertidos en longanizas.
En nuestra casa se comía poco. Guisaba mi padre con buena voluntad, aunque lo hacía peor que un ranchero de regimiento. Oyéndole explicar sus recetas uno creía estar escuchando a un verdadero especialista en la materia. El pan, además de escaso, era malísimo, no había manera de comerlo a menos que fuera tostado y siempre que se lograra cortarlo en rebanadas, pues la mezcla de aquellas harinas mal cocidas se pegaba al cuchillo. Debí coger una avitaminosis tremenda a pesar de las pastillas que me daban en el colegio. Empecé a padecer de tiroides sin saberlo y perdí mis ojos de niña para siempre.
Naturalmente, el carbón también escaseaba y lo habían racionado. El clima parecía haberse vuelto adverso, pues aunque no solía nevar en aquella región, en esos años lo hizo copiosamente. Una mañana Mr. Souroste y mi padre se pusieron de acuerdo para ir a buscar juntos su ración de carbón. Tras conseguirlo, se les planteó el problema de cómo transportarlo a casa. Providencialmente encontraron una carretilla abandonada en un solar. Y Mr. Souroste, que no se detenía ante nada -contaba mi padre- decidió incautarla «manu militari».
Todas las noches escuchábamos la B.B.C. La audición empezaba con un fragmento de la Sinfonía de Londres, luego la voz del locutor: «Ici Radio Londres. Les français parlent aux français». Y de pronto «taca... taca... taca...». Era la clavija alemana tratando de interceptar la audición. Cuando mi padre no bajaba a oír la radio subía Mr. Souroste a darle un resumen de lo que se había transmitido.
Era un hilo de esperanza, el final de la guerra, de la ocupación, la victoria aliada que traería seguramente cambios en el mundo entero y, quizá con ella, el regreso de los españoles
a nuestra patria. Mr. Souroste tenía su salón y su comedor, pera solía comer en la cocina en invierno y allí el muy insensato se ponía a escuchar la radio. Insensato porque hacerlo era una imprudencia enorme en aquel lugar que estaba pared por medio con la Kommandantur y, por baja que se pusiese, era fácil reconocer la emisión debido al taca-taca-taca de las clavijas censuradoras.
Nenette no escuchaba siempre la audición porque yo, que era una vaga de siete suelas, cuando no sabía solucionar un problema de matemáticas cogía libros y cuadernos y aprovechando que Mlle. Souroste tenía la carrera de magisterio pedía que me echase una mano.
-«Sí, sí, papá, todo eso está muy bien pero preferiría que me ayudases a resolver los problemas de Lolita.»
Seguía la guerra, la ocupación y nuestras filigranas para vivir. En esa época nos dieron una receta para fabricar jabón a base de sebo, de yedra y otros ingredientes que ya no recuerdo. Mi padre, lleno de un entusiasmo digno de elogio, se puso manas a la obra. Consiguió una pasta blancuzca que sacó a la ventana para que se secase, pero por muchos soles y vientos que le dieron aquello no adquiría la solidez deseada. Al fin desistió y optó por servirse de la pasta tal cual estaba. Cogía un pegote de aquello y lavaba afanosamente las sábanas que quedaban más o menos igual que antes del lavado. Nuestras costumbres burguesas de tener una asistenta para lavar la rapa habían pasado a la historia. Mi padre iba al mercado, hacía colas con frío y nieve y se hernió al tratar de cargar un saco de carbón. Aquel día no había carretilla milagrosa que incautar.
No era tan fácil para un militar encontrar trabajo; unas traducciones, unas lecciones de español era todo la que podía buscar, y ya muchos lo hacían. No todos tenían el arrojo y la fortaleza física de José Eduardo Villalba, que estuvo trabajando de fogonero en un barco echando todo el día paletadas de carbón a la máquina. Mi padre optó por reducir gastos y, por amor a sus hijas, cargó con trabajos duros. Era un hombre muy desenvuelto; cuando alguien necesitaba jabón, tabaco u otras cosas acudía a él, pues se las ingeniaba para proporcionar lo que le pedían. Más o menos de este modo vivíamos todos, aunque creo que nosotros éramos los más parias de los refugiados. Todos, eso sí, hacían alguna que otra filigrana para vivir conservando al mismo tiempo ciertas pudores burgueses. Así Aguinaga, antiguo diplomático, por no llevar en la mano el paquete de chuletas que iba a comprar para ayudar a su mujer, prefería metérselo en el bolsillo de su gabán.
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