Por Annie Baert
Se empezó a instalar un campo español en tierra, los futuros colonos levantaron sus «casas», pero la crueldad del maese de campo y algunos de sus seguidores para con los isleños -hasta mataron al bueno de Malope para provocar una rebelión indígena que condujera a abandonar la isla-- se convirtió en la preparación de un motín, castigada por la ejecución de tres de los asesinos. Las fiebres provocaron la muerte de numerosos hombres, entre ellos el mismo adelantado, y doña Isabel, ya gobernadora, decidió por fin levar anclas el 18 de noviembre, para ir a Filipinas a reclutar nueva gente y regresar a poblar «sus» islas.
En Santa Cruz habían fallecido 50 personas, y fallecieron otras tantas en la larga travesía de dicha isla a Manila, que llevó a cabo el excelente Pedro Fernández de Quirós, sin mapa alguno, y durante la que se apartaron la galeota y la fragata -perdida ésta para siempre. A Filipinas llegó sola la capitana, el 11 de febrero de 1596: doña Isabel fue recibida como « la reina de Sabá de las islas Salomón», se volvió a casar con «un caballero mozo», don Fernando de Castro, un lejano pariente de Mendaña, y sobrino del gobernador Gómez Pérez de las Mariñas. Aderezada la San Jerónimo, los recién casados se hicieron de nuevo a la mar: el fiel piloto mayor los condujo a Nueva España, a donde llegaron tras cuatro meses de un penoso tornaviaje, con «increíbles trabajos y tormentas».
Esta expedición, que difiere de las demás en el carácter privado de su organización, fue un fracaso en lo humano -fallecieron las tres cuartas partes de los pasajeros- y en lo político -no hubo asentamiento español en las islas Salomón-. Pero quedan en su haber la proeza náutica de la travesía hasta Manila y el descubrimiento de dos archipiélagos, las Marquesas y Santa Cruz, que han conservado los nombres que se les dieron, y han despertado la curiosidad de los siguientes navegantes europeos.
III - El descubrimiento de Vanuatu
Tras conducir a su gobernadora a Acapulco, Pedro Fernández de Quirós regresó al Perú con el proyecto de conseguir un despacho para continuar los descubrimientos. No pudiendo -o no queriendo- dárselo el virrey Velasco, aquel incansable caminante se fue para España, y de allí a Roma, a donde no llegó antes del verano de 1600. Expuso sus planes -«la salud y conservación de infinitas almas»- al Papa Clemente VIII, quien le concedió «muchas gracias y jubileos» para la jornada y le recomendó al rey Felipe III. Volvió pues a España: fue recibido en junio de 1602 por el monarca, que le dio finalmente el deseado despacho.
Se embarcó de nuevo para el Perú, que alcanzó en marzo de 1605, y se dedicó sin demora a los preparativos de la nueva expedición: el 21 de diciembre, levaron anclas dos naos -la capitana, San Pedro, y la almiranta, San Pedro y San Pablo-, y una nave más pequeña, patache o zabra, Los Tres Reyes Magos, en las que embarcaban unos 160 hombres y ninguna mujer, puesto que ya no se trataba de poblar. Destacaremos la presencia a bordo de personas de primer plano: once franciscanos, entre ellos el vicario Fray Martín de Munilla, autor de un relato de la jornada; varios entretenidos sin sueldo, entre ellos don Diego de Prado y Tovar, autor asimismo de un relato acompañado de mapas y pinturas de las islas visitadas; Luis Váez de Torres, nombrado primero almirante y luego maese de campo, que fue el primer europeo en navegar por el peligroso canal que separa Australia de Nueva Guinea; o el poeta sevillano Luis de Belmonte Bermúdez, secretario del capitán.
El propósito de Quirós era descubrir el Continente Austral, por lo que se dirigió primero hacia el suroeste, hasta alcanzar los 26°, donde el mal tiempo impuso mudar el rumbo al noroeste. Entonces descubrió, y nombró, varias islas pequeñas, aparentemente inhabitadas, y en las que no se detuvo, pasando gran escasez de agua -que trató de paliar con un prototipo de desalinizador. El 10 de febrero de 1606, las naves llegaron a Hao, que fue llamada La Conversión de San Pablo: desembarcaron algunos hombres para buscar agua -en vano-, estableciendo así con los habitantes de este archipiélago un primer contacto pacífico.
Se empezó a instalar un campo español en tierra, los futuros colonos levantaron sus «casas», pero la crueldad del maese de campo y algunos de sus seguidores para con los isleños -hasta mataron al bueno de Malope para provocar una rebelión indígena que condujera a abandonar la isla-- se convirtió en la preparación de un motín, castigada por la ejecución de tres de los asesinos. Las fiebres provocaron la muerte de numerosos hombres, entre ellos el mismo adelantado, y doña Isabel, ya gobernadora, decidió por fin levar anclas el 18 de noviembre, para ir a Filipinas a reclutar nueva gente y regresar a poblar «sus» islas.
En Santa Cruz habían fallecido 50 personas, y fallecieron otras tantas en la larga travesía de dicha isla a Manila, que llevó a cabo el excelente Pedro Fernández de Quirós, sin mapa alguno, y durante la que se apartaron la galeota y la fragata -perdida ésta para siempre. A Filipinas llegó sola la capitana, el 11 de febrero de 1596: doña Isabel fue recibida como « la reina de Sabá de las islas Salomón», se volvió a casar con «un caballero mozo», don Fernando de Castro, un lejano pariente de Mendaña, y sobrino del gobernador Gómez Pérez de las Mariñas. Aderezada la San Jerónimo, los recién casados se hicieron de nuevo a la mar: el fiel piloto mayor los condujo a Nueva España, a donde llegaron tras cuatro meses de un penoso tornaviaje, con «increíbles trabajos y tormentas».
Esta expedición, que difiere de las demás en el carácter privado de su organización, fue un fracaso en lo humano -fallecieron las tres cuartas partes de los pasajeros- y en lo político -no hubo asentamiento español en las islas Salomón-. Pero quedan en su haber la proeza náutica de la travesía hasta Manila y el descubrimiento de dos archipiélagos, las Marquesas y Santa Cruz, que han conservado los nombres que se les dieron, y han despertado la curiosidad de los siguientes navegantes europeos.
III - El descubrimiento de Vanuatu
Tras conducir a su gobernadora a Acapulco, Pedro Fernández de Quirós regresó al Perú con el proyecto de conseguir un despacho para continuar los descubrimientos. No pudiendo -o no queriendo- dárselo el virrey Velasco, aquel incansable caminante se fue para España, y de allí a Roma, a donde no llegó antes del verano de 1600. Expuso sus planes -«la salud y conservación de infinitas almas»- al Papa Clemente VIII, quien le concedió «muchas gracias y jubileos» para la jornada y le recomendó al rey Felipe III. Volvió pues a España: fue recibido en junio de 1602 por el monarca, que le dio finalmente el deseado despacho.
Se embarcó de nuevo para el Perú, que alcanzó en marzo de 1605, y se dedicó sin demora a los preparativos de la nueva expedición: el 21 de diciembre, levaron anclas dos naos -la capitana, San Pedro, y la almiranta, San Pedro y San Pablo-, y una nave más pequeña, patache o zabra, Los Tres Reyes Magos, en las que embarcaban unos 160 hombres y ninguna mujer, puesto que ya no se trataba de poblar. Destacaremos la presencia a bordo de personas de primer plano: once franciscanos, entre ellos el vicario Fray Martín de Munilla, autor de un relato de la jornada; varios entretenidos sin sueldo, entre ellos don Diego de Prado y Tovar, autor asimismo de un relato acompañado de mapas y pinturas de las islas visitadas; Luis Váez de Torres, nombrado primero almirante y luego maese de campo, que fue el primer europeo en navegar por el peligroso canal que separa Australia de Nueva Guinea; o el poeta sevillano Luis de Belmonte Bermúdez, secretario del capitán.
El propósito de Quirós era descubrir el Continente Austral, por lo que se dirigió primero hacia el suroeste, hasta alcanzar los 26°, donde el mal tiempo impuso mudar el rumbo al noroeste. Entonces descubrió, y nombró, varias islas pequeñas, aparentemente inhabitadas, y en las que no se detuvo, pasando gran escasez de agua -que trató de paliar con un prototipo de desalinizador. El 10 de febrero de 1606, las naves llegaron a Hao, que fue llamada La Conversión de San Pablo: desembarcaron algunos hombres para buscar agua -en vano-, estableciendo así con los habitantes de este archipiélago un primer contacto pacífico.
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