Ni que decir tiene que la Iglesia , hermosa de suyo,
estaba engalanada, no siendo el menor de sus adornos las ricas colgaduras de
damasco rojo que recurrían sus muros. A la puerta estaba el bufete para recibir
limosnas y regalos, y lo mismo se depositaba el maravedí que la moneda de
plata; allí se quedaban alhajas y joyas, gallinas y queso, turrones y frutas;
cada uno dejaba lo que sus posibles le permitían a su devoción, y todo se
vendía después y reducía a dinero.
La función principal se celebraba el segundo día de
Pascua por el Clero de Santa María, y antes de ella se cantaba la misa que dejó
dotada perpetuamente D. Alonso Carrasco, el restaurador del Santuario.
La última tarde salía la procesión; en ella formaban
primero las mujeres, que llevaban en andas de plata el Niño Bellotero, y
después los hombres con la imagen de la Virgen en sus andas de plata también; desfile
triunfal en medio de aquella multitud devota y creyente, que mezclaba los
vítores con los suspiros, las alabanzas con las súplicas. Lentamente recorría
el cortejo la gran plaza que está delante del Santuario, siguiendo la acera
derecha de los portales, para volver por la izquierda, y de una costumbre de
entonces, aún quedan vestigios: al pasar por los puestos de confituras,
arrojaban puñados de ellas a las andas de la Virgen , sin que faltara quienes se apresuraran a
participar del obsequio, aun con alguna exposición de daño por la aglomeración
de gentes.
Deteníase el cortejo, antes de entrar en el templo, en la
margen del río, y colocábanse las andas de la Virgen en la peña de la aparición, siendo este el
momento de mayor entusiasmo para aquella abigarrada multitud, compuesta de
andaluces y extremeños, de traficantes de ganados y de aristócratas linajudos,
de damas engalanadas y de mozuelas alegres; de devotos cofrades y revoltosos
chicuelos; en donde se confundían el platero cordobés, que trajo para negociar
las más ricas y delicadas alhajas que producían los orfebres de la ciudad de
los califas, con el buhonero, que por todo negocio ganó unos reales vendiendo
muñecos de barro entre la gente menuda; el vendedor de refrescos y la pobre
mujer buñolera y el gañán que dejó el ganado en la vecina dehesa, con el rico
hacendado y el fijodalgo… Momento sublime ¡cuántas peticiones! ¡cuántas
lágrimas! ¡cuánto amor!… Desde las orillas del Guaditoca volvía la procesión al
templo, no sin detenerse para pujar los mástiles de las andas y tener la honra
de entrar sobre sus hombros las veneradas Imágenes en su Santa Casa.
Los últimos vivas a la Virgen eran el anuncio del desfile de aquella
multitud, que regresaba a sus hogares hasta el año siguiente.
Tal era la
Feria de Guaditoca.
¡Cuántas veces recorriendo aquellos lugares, en medio de
la tranquilidad y calma que en ellos se siente, contemplando los restos que respetó
la piqueta demoledora y la acción de los años, he recordado aquellos días de
gloria para el Santuario, y he querido rehacer en mi fantasía aquél cuadro!
II
Ocho
días antes de la feria de 1784 se había posesionado del cargo de Corregidor de
la villa D. Antonio Donoso de Iranzos, Abogado de los Tribunales de la Nación , honrado y probo
funcionario, amante del cumplimiento de sus deberes y deseoso de hacer el bien
y de favorecer los intereses de la villa; buenas cualidades que en parte
neutralizaban el desconocimiento del modo de ser del pueblo que le tocó
gobernar, y el recelo con que miraba cosas y personas.
Era Alférez mayor de la villa y
Patrono Administrador del Santuario D. Juan Pedro de Ortega, como heredero del
Marqués de San Antonio de Mira el Río, quien alcanzó de Felipe V ambos honrosos
cargos para sí y sus sucesores.
No existía la antigua Hermandad de la Virgen de Guaditoca, y la
defensa de sus derechos, la administración de su caudal y el fomento del culto
pertenecían, como consecuencia del aquel patronato, a D. Juan Pedro de Ortega.
No es ocasión de enjuiciar –porque lo hemos hecho en otra parte[1]- acerca de los bienes, o males, que
tal Patronato ocasionó al Santuario, a sus bienes y al culto de la Virgen ; pero sí conviene
aquí recordar que el tal patronato despertó recelos en la Villa , ambiciones en sus
Regidores, perjuicio y merma de los caudales, y a la postre cayó, no sin
llevarse como cosas propias, lo que no le pertenecía, dejando sin bienes al
Santuario y hasta sin ropas ni alhajas a la Señora.
Dado el rango social de D. Juan Pedro, pues pertenecía a
la rancia nobleza de la villa, y su cargo de Alférez, entró pronto en buena amistad
con el nuevo Corregidor, y de labios del aquel oyó éste ponderar lo grandioso
de las fiestas de Guaditoca, la importancia del ferial y lo hermoso de aquellos
lugares, y creció el Corregidor en deseos de asistir a las fiestas, ya que por
cumplir con su cargo, ya también por pasar unos días de honesto esparcimiento,
aceptando muy gustoso el hospedaje que le brindaba D. Juan Pedro en las casas
del Patrono, contiguas al Santuario, donde podía estar bien acomodados y
asistido durante su permanencia en Guaditoca, en aquellos días en que se
trasladaban los moradores de la
Villa a aquel sitio para asistir a las fiestas en honor de su
Patrona.
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