lunes, 1 de julio de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 13

GUSTAVO (continuación)

— ¡Cuánta crueldad con el hombre que se arrepiente, y que sólo implora que le ayuden, para no apartarse nunca del bien! ¡Cuánta dulzura con el insensato que a pesar de vuestro amor se lanza al precipicio! Si amara a Vd. menos, creería que obraba sólo movida de su  caprichosa voluntad, y no del impulso de la justicia.
—Y ¿quien le ha dicho a Vd. que abrigo la pretensión de ser el premio de la virtud sobre la tierra? Y aunque fuese tan vana, ¿Vd. se figura que así saldría más ventajoso?
Mucho sufriría el orgullo del conde al ver la debilidad de las redes en que pensaba enredar a Elena. Gozaba fama de terrible seductor y así era la verdad; pero nunca había tenido que habérselas con alma semejante a la de Elena. La indomable independencia con que siempre la niña le había tratado, le iba tratado, le iba haciendo formar un bajo concepto de sí mismo, y empezaba a sufrir un agudo tormento desconocido. Casi empezaba a convencerse de que existía la virtud, y esta idea le desesperaba.
El tutor de Elena había sido el administrador, de los bienes que poseía en Salamanca: vino a la corte, y como era natural entraron en relaciones. Prendose el Conde de la lozana  juventud y fresca hermosura de Elena, y según su antigua costumbre, empezó a entretenerse en enamorarla. A medida que fue conociendo el alma enérgica e indomable de la niña, se iba cam­biando su inclinación en un firme y decidido propósito: conoció después el terrible rival que se le oponía y desde entonces el asunto se hizo cuestión de orgullo: el orgullo de un libertino acos­tumbrado a vencer, no habrá cosa que no intente en contra de la infeliz que ha tenido la desgracia de irritarlo. Además, el Conde daba por disculpa de sus inconstancias y perfidias, la poca o ninguna virtud de las mujeres: una mujer virtuosa era por lo tanto una eterna acusación contra él, y ya trataba de perderla, no sólo por el íntimo placer que le resulta a un libertino de pervertir a un alma, sino para justificar de este modo su opi­nión y su escandalosa conducta.
Elena conoció por instinto que el conde valía muy poco, y embebida en los amores del compositor ni aun se tomó la molestia de estudiarlo. Las afinas grandes son como una piedra de toque en que de pronto se conoce la calidad de las almas que las rodean.
Otra joven hubiera necesitado mucho tiempo para conocer, quizás demasiado tarde, lo que a Elena le dijo su instinto en la segunda visita que el Conde la hizo. Una de las cosas que más irritaban al Conde era la facilidad con que Elena se daba inme­diatamente cuenta de la poca verdad de sus palabras.
Aquella mirada tan inocente como penetrante, helaba su corazón y le impedía el ser tan buen actor como él acostum­braba a serlo en semejantes ocasiones. Apenas le restaba medio ninguno que ensayar y sin embargo le era imposible retroceder.
— Pienso, Señora, dijo el Conde, respondiendo a las últimas palabras de Elena, que Vd. no debe pertenecer a la multitud de esas mujeres vulgares que se imponen la obligación de ridi­culizar los afectos que no admiten. El ridículo es un arma tan vil, que nunca esperaba ya verla en vuestras manos inocentes.
— ¿Teme Vd. al ridículo, Señor Conde? Ese temor indica que debe Vd. estar muy fuera de su centro cuando habla de enmienda y de sublimes amores.

El conde quiso mentir con entusiasmo; Elena le miró y permaneció silencioso. Sufría horriblemente, porque en aquel momento se creía estúpido. 

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