GUSTAVO (continuación)
— ¡Cuánta crueldad con el hombre que se
arrepiente, y que sólo implora que le ayuden, para no apartarse nunca del bien!
¡Cuánta dulzura con el insensato que a pesar de vuestro amor se lanza al
precipicio! Si amara a Vd. menos, creería que obraba sólo movida de su caprichosa voluntad, y no del impulso de la
justicia.
—Y ¿quien le ha dicho a Vd. que abrigo la
pretensión de ser el premio de la virtud sobre la tierra? Y aunque fuese tan
vana, ¿Vd. se figura que así saldría más ventajoso?
Mucho sufriría el orgullo del conde al
ver la debilidad de las redes en que pensaba enredar a Elena. Gozaba fama de
terrible seductor y así era la verdad; pero nunca había tenido que habérselas
con alma semejante a la de Elena. La indomable independencia con que siempre la
niña le había tratado, le iba tratado, le iba haciendo formar un bajo concepto
de sí mismo, y empezaba a sufrir un agudo tormento desconocido. Casi empezaba a
convencerse de que existía la virtud, y esta idea le desesperaba.
El tutor de Elena había sido el
administrador, de los bienes que poseía en Salamanca: vino a la corte, y como
era natural entraron en relaciones. Prendose el Conde de la lozana juventud y fresca hermosura de Elena, y según
su antigua costumbre, empezó a entretenerse en enamorarla. A medida que fue
conociendo el alma enérgica e indomable de la niña, se iba cambiando su inclinación
en un firme y decidido propósito: conoció después el terrible rival que se le
oponía y desde entonces el asunto se hizo cuestión de orgullo: el orgullo de un
libertino acostumbrado a vencer, no habrá cosa que no intente en contra de la
infeliz que ha tenido la desgracia de irritarlo. Además, el Conde daba por
disculpa de sus inconstancias y perfidias, la poca o ninguna virtud de las
mujeres: una mujer virtuosa era por lo tanto una eterna acusación contra él, y
ya trataba de perderla, no sólo por el íntimo placer que le resulta a un libertino
de pervertir a un alma, sino para justificar de este modo su opinión y su escandalosa
conducta.
Elena conoció por instinto que el conde
valía muy poco, y embebida en los amores del compositor ni aun se tomó la
molestia de estudiarlo. Las afinas grandes son como una piedra de toque en que
de pronto se conoce la calidad de las almas que las rodean.
Otra joven hubiera necesitado mucho
tiempo para conocer, quizás demasiado tarde, lo que a Elena le dijo su instinto
en la segunda visita que el Conde la hizo. Una de las cosas que más irritaban
al Conde era la facilidad con que Elena se daba inmediatamente cuenta de la
poca verdad de sus palabras.
Aquella mirada tan inocente como
penetrante, helaba su corazón y le impedía el ser tan buen actor como él
acostumbraba a serlo en semejantes ocasiones. Apenas le restaba medio ninguno
que ensayar y sin embargo le era imposible retroceder.
— Pienso,
Señora, dijo el Conde, respondiendo a las últimas palabras de Elena, que Vd. no
debe pertenecer a la multitud de esas mujeres vulgares que se imponen la
obligación de ridiculizar los afectos que no admiten. El ridículo es un arma
tan vil, que nunca esperaba ya verla en vuestras manos inocentes.
— ¿Teme Vd. al
ridículo, Señor Conde? Ese temor indica que debe Vd. estar muy fuera de su
centro cuando habla de enmienda y de sublimes amores.
El conde quiso mentir con entusiasmo;
Elena le miró y permaneció silencioso. Sufría horriblemente, porque en aquel
momento se creía estúpido.
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