GUSTAVO (continuación)
... había producido en Gustavo. Además, en aquel momento
estaba él demasiado lleno de su amor para dar abrigo a ninguna sospecha. Por
otra parte ¿qué cosa más natural que un Conde visitara a una Condesa?
Ufano, desvanecido, lleno de ventura y de orgullo, despreciando
íntimamente a cuantas personas se encontraba. Tan fuera de sí le tenían sus
venturas, que en vez de encaminarse directamente a su casa, como presumo que era su intención, torció la vía, y al cabo de algún rato
se encontró maquinalmente delante de los balcones de Elena. Estaba de Dios que
nunca el artista había de ser enteramente
feliz. Mudó de camino y se
dirigió a su casa; pero
la sombra de su hermanita pálida y triste caminaba a su lado.
Al entrar en su calle, encontrase casualmente con un criado de Elena;
preguntole por la familia, y oyó que la señorita estaba indispuesta.
Subió á su cuarto más triste todavía: entonces, para
colmo de desdicha, recordó que la hora en que había quedado citado con la Condesa era la misma en que
él solía visitar á Elena. ¿Cómo faltar precisamente la noche en que la
pobrecita estaba indispuesta? ¿Cómo no asistir a la primera cita amorosa de la Condesa ?
El joven estaba casi desesperado; pero como su
crítica posición era nacida del grande amor que dos mujeres hermosas le tenían,
a pesar de sus extremos de dolor, yo creo que el fondo de su corazón estaba en
aquel instante altamente satisfecho.
CAPÍTULO VI
El Convenio
— Adivino por vuestros ojos, hermosa Condesa, cual es la persona que
acaba de salir.
— Adivino por los vuestros, Sr. Conde, cual es la última mujer que
habéis visitado.
— ¡Oh! Pues entonces es mayor la
penetración de Vd. que la mía. ¿Qué dicen mis ojos, Condesa?
— Hay en ellos algo de fría desesperación.
— ¿Nada más?
— Algo de esperanza brilla en
ellos, pero la creo infundada. ¿Necesitaré deciros que habéis visto a Elena?
— ¡Oh! si yo fuera capaz de abrigar un pensamiento en contra de Vd.,
mientras quisiera reservarlo en mi pecho, no me atrevería a ponerme en su
presencia.
— Pero aun no me ha dicho Vd., el nombre que mis ojos le ha revelado.
— ¡Válgame Dios! ¿tan lleno de él está su corazón, que no quiere
apartarlo de la memoria ni un momento?
— Si; Conde; no quiero negarlo;
soy completamente feliz. Yo no tenía idea de un corazón como el de Gustavo.
— Le advierto a Vd., Condesa, que hace mucho tiempo que me ha conocido.
— En cuantos hombres me habían
brindado su amor, Vd., sabe que no he sido desgraciada, ni uno siquiera he
conocido completamente penetrado de la pasión que me ofrecía. La vanidad, el
orgullo, reinaban en el corazón de todos. Cuando Gustavo me mira, me muestra un
alma completamente penetrada de mi amor. ¡Oh! ¡Qué dulce es infundir tanta vida, inspirar tan grandes pensamientos
como reflejan las miradas de ese joven! Me he convencido, Conde, de que en
Madrid no se crían corazones, y es preciso que tratemos con dulzura a estos
lindos provincianos que vuelven a embalsamar nuestros salones con el perfume de
su alma virgen.
— ¿No basta la crueldad con que Vd. adivina que Elena me ha tratado?
— No, Conde: si esto es abrirle a Vd. el camino, para que ahora con toda
libertad desahogue su corazón describiéndome los encantos de su linda
provinciana.
— La linda provinciana ama a Gustavo.
— Lo sé.
— ¿Vd. la conoce?
— No.
— ¡Ah! pues entonces no me extraña que haya permanecido tranquila al
recordarla que ama a Gustavo.
— ¿Es tan temible?
— Cuando yo la he creído digna…
— ¿De su amor?
— No: de inspirarla a Vd. celos, me parece inútil hacer su elogio.
— Y yo casi empiezo a sentirlos al saber, no que ama a Gustavo, si no
que ha sabido hacerse amar de Vd.
— Es lisonja que no admito por la tardía.
— Bien: no me enojo.
— Difícil sería enojarla a Vd. hoy.
— ¿Por qué? dijo la
Condesa , queriendo insistir en el asunto que tanto le
halagaba.
— Me irrita tanta felicidad.
El Conde se levantó y empezó a pasearse. La Condesa como si no hubiera
oído sus últimas palabras empezó a pensar en Elena.
— Siempre tendré una grande ventaja sobre Elena.
— ¿Cuál?
Las circunstancias en que Gustavo me ha conocido.
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