domingo, 7 de julio de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 17

GUSTAVO (continuación)

Abriose una pequeña puerta sin ruido y apareció la Condesa.
La hermosura deslumbrante de esta mujer, estaba en perfecta armonía con el adorno del salón. Contaba apenas 25 años: sus formas redondas y perfectamente desarrolladas, están cubiertas de una finísima bata de seda, que presta un encanto irresistible a su elevado seno y a su flexible y voluptuoso talle. Su tez es blanquísima y pálida; sus ojos no pueden llamarse grandes, pero en, ellos brilla un fuego eterno y reconcentrado: cuando los cierra un poco, se convierten en rayos: sus labios finísimos están continuamente rebosando gracia, sarcasmos o voluptuosi­dad.
Alargó al artista con seductora familiaridad su fina y transparente mano y muellemente se dejó caer sobre el sofá, que gimió de placer al sentir sobre sí tan hermosa carga. Sacó su lindo pie, adornado de una zapatilla blanca bordada de oro, y lo puso sobre un almohadón de terciopelo que había delante. Gustavo tomó asiento en la butaca. ¡Pobre Elena!
—  ¿Me atreveré a pedirle á Vd. cuenta del tiempo que hace que no nos hemos visto?
—  ¿Seré yo tan dichoso, Señora, que Vd. me la pida?
—  Siempre son interesantes las primeras emociones de un joven que entra por primera vez en Madrid y yo tengo curiosi­dad porque Vd. me describa las suyas.
—  Es imposible describirlas cuando se están sintiendo; son tantas y tan vehementes, que las unas borran la imagen de las otras, pero yo se que si transcurrido algún tiempo quiero recor­darlas, un solo objeto será en mi mente la representación de todas ellas.
—  ¿Un solo objeto podrá representar emociones tan diversas?
—  El corazón humano, a pesar de su grandeza, no puede contener aisladas muchas sensaciones: todas adquieren vida de una sola y esa...
—  Esa, si no me engaño, es el amor que inspira una mujer. Hábleme Vd. de sus amores, Gustavo. El haber sido la primera que le ha brindado su amistad en Madrid, juzgo que me da derecho a ser su confidente.
—  ¿Si esta mujer no me amara? -dijo para sí Gustavo.
—  Muy feliz debe llamarse la que consiga agitar con su amor el corazón y la mente del nuevo y celebrado artista.
Gustavo respiró.
—  ¡Oh! Cuanta sería mi ventura y mi orgullo, si pudiera convencerme de que tengo en mi mano la ventura de esa mujer.
— Un corazón capaz de sentir una pasión tierna y arrebatada; una mente inspirada y fecunda capaz de describirla con las imágenes más dulces y encantadoras; una frente coronada de laurel…¿qué otra causa puede exigir una mujer para ser feliz?
Estas eran las mismas palabras que Gustavo había pensado mil veces de decirle a  la escondida deidad con que soñaba: al oírlas en boca de la Condesa, se figuró que la tenía delante y estuvo a punto de caer de rodillas. La imagen de Elena cruzó por su mente y lo contuvo.
—  ¿Y esa mujer a quien más que amor incita hoy la curiosidad de penetrar en los misterios del alma de un artista, ya llegará un día en que, abrumada por la grande, por la inmensa pasión que ha inspirando, fatigada del sublime papel que el artista la hace representar a sus ojos, anhele la calma y se arroje, buscando reposo, en brazos del hombre más vulgar?

—     ¡Mal conoce el músico poeta al corazón de una mujer!  No es la violencia de la pasión que inspiramos la que engendra en nosotras el cansancio; esa, por el contrario, a cada instante nos rejuvenece con nueva vida. Además, Gustavo; hay en el corazón de un artista un vago e insaciable deseo que cada día acrecienta el amor de la mujer amada, ansiosa de satisfacerlo. ¡Oh, Gustavo! ¡la unión del genio y del amor es una  fuente de las mayores venturas de la vida! 

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