sábado, 13 de julio de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 20

GUSTAVO (continuación)

—  Ser la primera mujer que él ha amado.
—  Pensáis que ese joven no ha amado nunca a Elena.
—  Así lo creo.
—  No alcanzo la razón.
—  Tiene Gustavo mucha imaginación para enamorarse de la primera mujer que encontraba en su provincia, cuando estaba soñando con venir a Madrid.
—  Sin haber herido la imaginación del artista, bien puede esa joven haber penetrado en su corazón. El afecto que sin duda la tiene, por menos violento es más seguro: ¿piensa Vd. que una pasión repentina, hija exclusivamente de la fantasía, podrá sofocarlo por mucho tiempo e impedirle que se convierta en amor verdadero?
—   ¡Oh! ¿Cómo evitarlo? Yo amo  a ese joven, y quiero que me ame exclusivamente; Vd. ¿cómo no ha logrado enamorar a Elena? ¡Qué torpeza! Una muchacha inocente, sin experiencia que en Madrid por primera vez, que a pesar suyo se habrá olvidado de lo pasado, embebecida en contemplar lo que la rodea. Vamos, no es Vd. tan temible como creía.
Estas palabras, pronunciadas con cierto desprecio,  acabaron de fijar los siniestros planes que en la mente del Conde se revolvían. La sentencia de Elena era irrevocable.
—  Pues bien, Condesa; a pesar de los muchos elementos de seducción que la nueva posición de Elena me ofrecía; a pesar de los muchos recursos propios con que yo cuento: (perdone Vd. que sea tan vano; Vd. en otro tiempo dijo que me amaba) a pesar de todo, me ha sido imposible fijar un instante su atención. Estoy seguro de que no le he merecido otro sentimiento que la constante violencia con que me recibe. Me parece, Condesa, que una niña hermosa y de este temple es temible rival.
—  ¡Oh! Tengo deseos de conocerla.
—  Haría Vd. mal
—  ¿Por qué?
—  Sería imposible que después no la devorasen los celos.
—  Conde, ese temor es muy poco galante.
—  Su tranquilidad y la mía me imponen el deber de hablarla con más verdad que galantería; Vd. según dice, ama a Gustavo. Yo, no si amo a esa joven pero sé de cierto que me ahogaría el despecho el día que la viese en otros brazos. A hora bien; hagamos un convenio de socorros mutuos: los mismos esencialmente son nuestros intereses: no puede haber sociedad más sincera que la nuestra.
—  Me parece, dijo la Condesa, queriendo en vano disimular sus celos, que es ofender a Gustavo abrigar temores de que pueda venderme.
              El Conde conoció desde luego la falsedad de estas palabras; sin embargo, por galantería se dispuso a contestarlas.
—  No ofenden los temores sino son nacidos de la violencia del amor... Tal vez suele ofenderse un amante de la demasiada confianza.
—  Y ¿cuáles son las condiciones de ese convenio?
—  Está Vd. ahora demasiado segura del amor del artista, para que yo me atreva a proponerle mis planes.
—  ¿Tan perversos son, Conde?
—  ¡Ps! No me paro en vanas calificaciones: lo que sé es que para que Vd. se mueva a secundarlos, será preciso que se sienta más agitada por los celos.
De suerte que hará Vd. porque Gustavo de motivo.

—  No trato de eso: Gustavo ha dado bastante: solo quiero que Vd. lo reflexione. Las miradas ardientes del artista están brillando todavía delante de sus ojos. Me retiro, Condesa. De que pasen dos horas, medite Vd.  con toda la calma que pueda, la conducta de Gustavo: recuerde         Vd. su lucha, sus remordimientos, sus ausencias inesperadas, y yo estoy seguro de que le ofrecerán  pasto abundarte para sus celos.

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