GUSTAVO (continuación)
— Ser la primera mujer que él ha amado.
— Pensáis que ese joven no ha amado nunca a Elena.
— Así lo creo.
— No alcanzo la razón.
— Tiene Gustavo mucha imaginación para enamorarse de la primera mujer
que encontraba en su provincia, cuando estaba soñando con venir a Madrid.
— Sin haber herido la imaginación del artista, bien puede esa joven
haber penetrado en su corazón. El afecto que sin duda la tiene, por menos
violento es más seguro: ¿piensa Vd. que una pasión repentina, hija
exclusivamente de la fantasía, podrá sofocarlo por mucho tiempo e impedirle que
se convierta en amor verdadero?
— ¡Oh! ¿Cómo evitarlo? Yo
amo a ese joven, y quiero que me ame
exclusivamente; Vd. ¿cómo no ha logrado enamorar a Elena? ¡Qué torpeza! Una
muchacha inocente, sin experiencia que en Madrid por primera vez, que a pesar suyo se habrá olvidado de lo
pasado, embebecida en contemplar lo que la rodea. Vamos, no es Vd. tan temible
como creía.
Estas palabras, pronunciadas con cierto
desprecio, acabaron de fijar los
siniestros planes que en la mente del Conde se revolvían. La sentencia de Elena
era irrevocable.
— Pues bien, Condesa; a pesar de los muchos elementos de seducción que
la nueva posición de Elena me ofrecía; a pesar de los muchos recursos propios
con que yo cuento: (perdone Vd. que sea tan vano; Vd. en otro tiempo dijo que
me amaba) a pesar de todo, me ha sido imposible fijar un instante su atención.
Estoy seguro de que no le he merecido otro sentimiento que la constante
violencia con que me recibe. Me parece, Condesa, que una niña hermosa y de este
temple es temible rival.
— ¡Oh! Tengo deseos de conocerla.
— Haría Vd. mal
— ¿Por qué?
— Sería imposible que después no la devorasen los celos.
— Conde, ese temor es muy poco galante.
— Su tranquilidad y la mía me imponen el deber de hablarla con más
verdad que galantería; Vd. según dice, ama a Gustavo. Yo, no sé si amo a esa
joven pero sé de cierto que me ahogaría el despecho el día que la viese en
otros brazos. A hora bien; hagamos un convenio de socorros mutuos: los mismos
esencialmente son nuestros intereses: no puede haber sociedad más sincera que
la nuestra.
— Me parece, dijo la
Condesa , queriendo en vano disimular sus celos, que es
ofender a Gustavo abrigar temores de que pueda venderme.
El Conde conoció
desde luego la falsedad de estas palabras; sin embargo, por galantería se
dispuso a contestarlas.
— No ofenden los temores sino son nacidos de la violencia del amor...
Tal vez suele ofenderse un amante de la demasiada confianza.
— Y ¿cuáles son las condiciones de
ese convenio?
— Está Vd. ahora demasiado segura del amor del artista, para que yo me
atreva a proponerle mis planes.
— ¿Tan perversos son, Conde?
— ¡Ps! No me paro en vanas calificaciones: lo que sé es que para que Vd. se mueva a secundarlos, será preciso que se
sienta más agitada por los celos.
De suerte que hará Vd. porque Gustavo de motivo.
— No trato de eso: Gustavo ha dado bastante: solo quiero que Vd. lo
reflexione. Las miradas ardientes del artista están brillando todavía delante
de sus ojos. Me retiro, Condesa. De que pasen dos horas, medite Vd. con toda la calma que pueda, la conducta
de Gustavo: recuerde Vd. su lucha,
sus remordimientos, sus ausencias inesperadas, y yo estoy seguro de que le
ofrecerán pasto abundarte para sus
celos.
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