GUSTAVO (continuación)
Todos los placeres del mundo hablaban a Gustavo por la fresca y rosada
boca de aquella encantadora; volvió a levantarse la imagen de Elena, pero
Gustavo no tuvo valor para renunciar a la vida: arrebatado de una fuerza
irresistible, cogió la blanca y delicada mano de la Condesa y estampó en ella
sus labios temblorosos.
— ¡Gustavo!
— Háblame del amor y de la vida: yo estaba
dormido, me cansa mi sueño: yo quiero despertar.
— ¡Oh! ¡Gracias, Gustavo! Hasta hoy no he conocido toda la inmensa
ventura que cabe en la pobre existencia humana. Mi corazón, también dormido, se
agitaba sediento de vida en medio de su pesado sueño: despierta a tu voz y
despierta exclusivamente para amarte. ¿Qué fue mi vida hasta hoy? ¿Cuál sería
hoy, si no te hubiera conocido? ¡Oh! ¡Gustavo! ¡Cuánto te adoro!
Gustavo puso la mano de la condesa sobre su corazón.
—
Pero ¿es cierto cuanto nos pasa?
He soñado contigo tantas veces antes de conocerte, que me parece a cada momento
que voy a despertar de este sueño delicioso. ¡Es posible que apenas nos hemos
visto seis veces y ya frenéticamente nos amamos!
— Hace
mucho tiempo que nuestras almas suspiraban por encontrarse. ¡Oh! me horroriza
la idea de que pude perder mi juventud y mi hermosura en medio de los hombres
que rodeaban y sin haberte conocido. ¡Qué estéril hubiera sido entonces mi
vida, y que pobre concepto hubiera formado de la existencia humana!
— iOh!
Jamás había concebido en mis sueños de felicidad que pudiera escuchar unas
palabras tan halagüeñas. Hoy el gran día de mi existencia: hoy empiezo a crear
un alma de artista poeta, cuando a mi voz despierta tu corazón para
amarme. Tu amor será siempre la mejor creación de mi genio. ¡Oh! ¡qué feliz
soy!
— Si;
Gustavo; si bastan los encantos del amor más ardiente para hacer a un hombre
feliz, yo te juro que lo serás. ¡Oh! la idea de que los cielos han puesto tu
ventura en mis manos engrandece mi espíritu y me hace formar una alto concepto
de mis mi misma.
Gustavo estaba completamente fascinado: las dulcísimas palabras de
aquella mujer arrebatadora, conmovían su alma con mil nuevas sensaciones que
nunca su genio había podido imaginarlas.
— Ya
es tiempo de que pensemos despacio en nuestra felicidad. De aquí en adelante me
será imposible vivir sin verte un solo día. Después de haber escuchado tus
palabras de amor, no habrá en el mundo armonías que halaguen mi corazón lejos
de ti. ¡Cuánto he sufrido estos días! Estaba
celosa de todo Madrid: de tu gloría, de las actrices... cuidado que no dejes
de verme ni un solo día.
— Tengo
que comunicarte los pensamientos de mis nuevas obras.
— ¡Oh!
¡Gustavo! ¡cuántas horas de felicidad me prometen esas palabras! ven a verme a
las ocho: estaré sola y concertaremos
la hora de vernos todos los días.
— El Señor Conde de San Román: dijo un lacayo
anunciando.
— Que
pase a la otra sala.
—
¡Siempre el Conde! -dijo para sí Gustavo.
— Te
espero a las ocho.
— Adiós:
no faltaré.
El acento de profunda ternura con que
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