GUSTAVO (continuación)
CAPÍTULO IV
Bandera negra.
— En ese gabinete está mi tutor, dijo Elena, sin aguardar
a que el Conde dijese una palabra.
— No seré yo por cierto quien le
distraiga de sus ocupaciones, y más cuando sé de seguro que todas ellas
redundan en beneficio de su pupila, dijo, sentándose en la misma butaca que
había ocupado Gustavo. ¿Le ha dicho a Vd. algo el compositor poeta de su
duelo?
—¡Gustavo un duelo! —Elena se puso pálida
como la muerte— ¿Cuándo? ¿Por qué? dijo, levantándose de su asiento, y presta a
precipitarse en la estancia donde estaba su tutor.
— !Por una mujer!...
— ¡Por una mujer! ¿Dice Vd. verdad, Señor
Conde?
— ¡Elena!
—
¿Por
una mujer?
Elena se contuvo, sospechando que el
Conde pudiera tener alguna mira interesada en engañarla.
— Al menos de ese modo se cuenta.
— ¡Oh! ¡yo no puedo...! — dijo, volviendo a
su cruel incertidumbre y queriendo de nuevo llamar a su tutor.
— Deténgase Vd., señora: así se ha contado,
pero todo ha sido exageración.
Elena respiró.
— ¡Cuánto interés! ¡cuánto amor! increíble
parece que tantas perfecciones engendren en Vd. tan poco orgullo. ¿Es por
ventura el amor silencioso y desdeñado digno del corazón de Elena?
—
¿Vd. me
asegura bajo palabra de honor que no es cierto el duelo de que me hablaba?
Apenas pudo el soberbio Conde disimular
su despecho.
— Señora, no
le amenaza otro duelo que el que Vd. podrá proporcionarle si exagera un punto
más el rigor con el que me trata.
— Y Vd. Señor Conde, que me hablaba de
orgullo, ¿podrá admitir la condescendencia con que le escucho, cuándo sabe que
la debo al amor que le profeso a otro hombre?
— Espero que esa condescendencia, que hoy
debo a tan odiosa causa, ha de llegar un día que la alcance por mí mismo. De
otra suerte, esté Vd. segura de que no la admitiría.
— Vd. dice que me conoce y que por eso me
ama; ¿no encuentra Vd. en mi carácter algo inmutable, algo que destruya
esperanza tan ilusoria?
— El carácter de Elena es justo y bondadoso, y yo fundo mi esperanza en
su bondad y en su justicia. No es posible que Vd. se resigne por más tiempo a
ver que se marchitan sin fruto las virtudes de su pecho por la ingratitud de un
solo hombre. El alma en quien Dios ha depositado tantos dones, tiene deber muy
santos que cumplir sobre la tierra y Vd. …
— ¿Irá Vd. a sacar por consecuencia, señor
conde, que mi deber es amarle?
Esta ironía hizo palidecer al conde de
rabia.
—
Elena, si hubiera un hombre que hubiera dudado del amor, de la virtud y
de la eternidad; si hubiera un hombre sumido en las tinieblas, sediento de luz
y fundando la esperanza de su regeneración en el amor de una mujer; ¿no fuera
egoísta y criminal esa mujer, si le dejase sumido en el abismo, por no iluminar
su alma con una parte siquiera del amor que tributa al hombre que al
despreciarla se aparta de la virtud y de la fe?
— Y esa mujer ¿seguiría siendo tan sublime
a los ojos de ese hombre, después que se enamorase de un licencioso? Y ese
hombre ¿si de las primeras muestras de su arrepentimiento, exigiendo la
perfidia de una mujer?
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