GUSTAVO (continuación)
Como estas palabras encerraban
mucha verdad, produjeron un grande efecto; sin embargo, la Condesa procuró disimularlo.
Dieron las ocho y media. Hasta
este momento había conservado una esperanza remota, Decidiose, pues, a
entregarle al Conde la tarjeta que le pedía, pero procurando darle a todo
aquello un carácter de poquísima importancia. Así pensaba que sufriría menos su
orgullo, si aquel ardid no producía el efecto esperado.
Tomó una tarjeta, y con su
linda mano escribió en ella que se despedía para el extranjero.
— ¡Pero aun no
me ha impuesto Vd. en los pormenores de sus ingeniosos ardides! dijo, alargándole
la tarjeta.
— No corre
prisa; por de pronto, yo le aseguro a Vd. que esta tarjeta le proporcionará una deliciosa entrevista con el
compositor.
Despidiose San Román, después
de una breve conversación, ajena del principal asunto, como para mostrar la
poca importancia que le daban, y quedose sola la Condesa.
Nunca el tiempo le pareció una
carga más pesada; no sabía qué hacerse ni a donde ir. El teatro le parecía una
prisión fatigosa; las visitas una comedia insoportable, en que tendría que representar el
papel de protagonista. Resolviose en fin a entrar en su coche; salió de Madrid,
y a todo escape empezó á correr por los paseos más solitarios.
CAPÍTULO
VIII
La carta
1ª
— ¡Adiós,
ínclito maestro!
— Me alegro infinito de que hayáis venido; en
este momento me disponía para salir a buscaros.
— Es muy natural que así lo hicieras, pues
sabiendo que todas las mañanas venimos a verte, salir a buscarnos era el medio
mejor de no vernos en todo el día.
— Tienes los
ojos brillantes y la tez pálida; ¿has pasado la noche en alguna orgía?
— Tomad
asiento y escuchadme con juicio, que tengo un asunto muy importante que
consultaros.
Ya habrá sospechado el lector
que estamos en casa de Gustavo, y que Moncada y Guillermo le acompañan.
Figúrese una habitación cuadrada, vestida de un papel de bastante mal gusto; un
balcón a la izquierda; una cama de acero en el frente a su izquierda, una mesa
llena de libros revueltos, manuscritos y comedias; encima de la mesa, y
formando una cruz, un juego de floretes, pendiente de un clavo; dos guantes y
dos caretas,
rodando por el suelo; una vela caída a los pies de la cama; una percha vacía, y unas sillas y
un sofá llenos de ropa, y tendrá una idea exacta del lugar de la escena.
Moncada y Guillermo tomaron asiento en el sofá,
después de trasladar á la cama la ropa que lo ocupaba. Gustavo tomó una silla y
se sentó delante de los dos.
Con que dinos, Gustavo.
Habéis de saber que estoy perdidamente enamorado…
¿De Elena?
— No, De la Condesa ; pero Elena está
perdidamente enamorada...
¿De su tutor?.., dijo Guillermo,
— De mí.
— ¿Y bien?
— ¿La Condesa
te corresponde?
— Con un amor inmenso,
— Entonces, ¿de qué dimana el grave dolor que manifiestas?
Del amor que Elena me tiene, que me obliga a ser ingrato con un Ángel.
— Vaya, chico, dijo Guillermo, tú quieres hacer alarde del amor que
has inspirado á esa joven, y para disculpar tu vanidad exageras tu pena. Habla
francamente y no seas hipócrita…
—
Os juro por lo más
sagrado, que diera seis años de vida…
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