domingo, 21 de julio de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 24

GUSTAVO (continuación)

Como estas palabras encerraban mucha verdad, produjeron un grande efecto; sin embargo, la Condesa procuró disimularlo.
Dieron las ocho y media. Hasta este momento había conser­vado una esperanza remota, Decidiose, pues, a entregarle al Conde la tarjeta que le pedía, pero procurando darle a todo aquello un carácter de poquísima importancia. Así pensaba que sufriría menos su orgullo, si aquel ardid no producía el efecto esperado.
Tomó una tarjeta, y con su linda mano escribió en ella que se despedía para el extranjero.
— ¡Pero aun no me ha impuesto Vd. en los pormenores de sus ingeniosos ardides! dijo, alargándole la tarjeta.
— No corre prisa; por de pronto, yo le aseguro a Vd. que esta tarjeta le proporcionará una deliciosa entrevista con el com­positor.
Despidiose San Román, después de una breve conversación, ajena del principal asunto, como para mostrar la poca impor­tancia que le daban, y quedose sola la Condesa.
Nunca el tiempo le pareció una carga más pesada; no sabía qué hacerse ni a donde ir. El teatro le parecía una prisión fatigosa; las visitas una comedia insoportable, en que tendría que repre­sentar el papel de protagonista. Resolviose en fin a entrar en su coche; salió de Madrid, y a todo escape empezó á correr por los paseos más solitarios.



CAPÍTULO VIII
La carta

¡Adiós, ínclito maestro!
 — Me alegro infinito de que hayáis venido; en este momento me disponía para salir a buscaros.
— Es muy natural que así lo hicieras, pues sabiendo que todas las mañanas venimos a verte, salir a buscarnos era el medio mejor de no vernos en todo el día.
— Tienes los ojos brillantes y la tez pálida; ¿has pasado la noche en alguna orgía?
— Tomad asiento y escuchadme con juicio, que tengo un asunto muy importante que consultaros.
Ya habrá sospechado el lector que estamos en casa de Gus­tavo, y que Moncada y Guillermo le acompañan. Figúrese una habitación cuadrada, vestida de un papel de bastante mal gusto; un balcón a la izquierda; una cama de acero en el frente a su izquierda, una mesa llena de libros revueltos, manuscritos y comedias; encima de la mesa, y formando una cruz, un juego de floretes, pendiente de un clavo; dos guantes y dos caretas, rodando por el suelo; una vela caída a los pies de la cama; una percha vacía, y unas sillas y un sofá llenos de ropa, y tendrá una idea exacta del lugar de la escena.
Moncada y Guillermo tomaron asiento en el sofá, después de trasladar á la cama la ropa que lo ocupaba. Gustavo tomó una silla y se sentó delante de los dos.
Con que dinos, Gustavo.
Habéis de saber que estoy perdidamente enamorado…
¿De Elena?
— No, De la Condesa; pero Elena está perdidamente enamo­rada...
¿De su tutor?.., dijo Guillermo,
—  De mí.
—  ¿Y bien?
—  ¿La Condesa te corresponde?
—  Con un amor inmenso,
—  Entonces, ¿de qué dimana el grave dolor que manifiestas?
Del amor que Elena me tiene, que me obliga a ser ingrato con un Ángel.
— Vaya, chico, dijo Guillermo, tú quieres hacer alarde del amor que has inspirado á esa joven, y para disculpar tu vanidad exageras tu pena. Habla francamente y no seas hipócrita…

—         Os juro por lo más sagrado, que diera seis años de vida…           

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