GUSTAVO (continuación)
CAPÍTULO VII
La tarjeta
Las ocho menos cuarto acaban de sonar en los tres
relojes del magnífico salón de la condesa. Las cien luces de araña reflejadas
en los soberbios espejos, prestan nuevo realce á todos los objetos. Las
pinturas al fresco producen un efecto sorprendente. Apolo ha recobrado toda su
gravedad, y las nueve hermanas toda su hermosura y toda su gracia.
La hermosa Reina de aquella deslumbrante mansión, había cambiado su voluptuosa
bata por un vestido de terciopelo negro. Está desdeñosamente reclinada y medio tendida
sobre el sofá. Una mano sostiene su hermosa cabeza, y la otra parece una blanca
paloma que se ha posado entre los pliegues de su traje. Su pecho late agitado:
el menor ruido la sobresalta: sus ojos se fijan con avidez en la puerta de
entrada: a pesar de las palabras del Conde, espera a Gustavo. Suenan pasos en
la antesala vecina. Levantase radiante de esperanza y de amor: un lacayo
levanta la cortina de damasco y apareció el Conde.
— Siento infinito causarle a Vd. tan desagradable sorpresa
— En verdad que yo también me encuentro sorprendido, porque, a pesar de
cuanto dije, esperaba hallar a su lado al venturoso artista.
— ¿Creo que ya no tendrá Vd. inconveniente en anunciarme sus planes?
— Aún no han dado las ocho.
— Muy malos han de parecerme Conde.
— ¿Por qué razón?
— Porque
no hay cosa que después de esperada tanto tiempo parezca buena.
— Por de pronto, están reducidos a que Vd. me entregue una tarjeta suya
despidiéndose para Francia.
— ¡Despidiéndome para Francia!
— O para Alemania.
— ¿Quiere Vd. desterrarme, Conde?
— ¡Oh! no quiero yo tan mal a la sociedad de la corte.
— Y ¿con qué objeto?
— Para estregársela yo mañana
a Gustavo. Con ella le haré ver
que resentida de su conducta trata de vengarse saliendo de Madrid.
— ¡Humillarme hasta ese punto! ¡Oh! ¡nunca!
— En este momento dieron las ocho. El Conde, que aun no se había
sentado, empezó a pasearse. La
Condesa se figuró oír ruido de pisadas. Y no pudo disimular
un movimiento de repentina y profunda atención.
— No; no es nadie: dijo el Conde con una sonrisa sardónica que hizo estremecer todos los nervios de la
inquieta Condesa.
Reinó un momento de silencio.
— Además, ¿piensa Vd. que ese
medio había de producir un resultado favorable?
San Román conoció que estas palabras querían
decir que debía darse prisa a convencerla pero él estaba muy embebido en sus
perversas meditaciones y quiso ahorrarse este trabajo. Siguió paseándose. Sin
embargo, sufría más que su compañera de angustias y fatigas.
Cada uno tenía en aquel momento delante de sus ojos
a Gustavo y a Elena.
San Román se sentía ahogado por llamaradas de
orgullo, de rabia y de celos. Era hombre de profundo talento y por su desgracia había comprendido el carácter de Elena. Sólo una mujer
sublime había encontrado en el mundo, y esa le despreciaba. Esta idea era un
demonio que se había introducido
en sus sesos y en sus venas. Conquistarse
el aprecio de esa mujer era imposible; no le quedaba otro arbitrio para recobrar
su calma que romper el fanal misterioso que la cubría. En el semblante de la Condesa se mostraban la
inquietud y los celos, sin muestra alguna de la fría desesperación del Conde;
como su amor era nacido de causas, había en él algo de verdad.
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