viernes, 5 de julio de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 16

GUSTAVO (continuación)

CAPÍTULO V
Fascinación

Enterado Gustavo de la circunstancia de haber sido el Tutor de Elena administrador de los bienes del Conde en Salamanca, desvaneciose la terrible sospecha que al escuchar su nombre había concebido. Volvió a creer a Elena tan pura como siempre, y volvió a sentir remordimientos porque no la amaba. Sin embargo, como los hombres de mucha imaginación no ven nunca las cosas bajo su verdadero punto de vista, Gustavo exageró al principio las fatales consecuencias que había de producir su desamor; desvanecidas luego las negras imágenes que su exaltación había producido, miró las cosas con más calma y se disgustó mucho, creyendo que su vanidad le había forjado males imaginarios: esta consideración bastó para traerle al extremo opuesto. Se figuró que, si bien Elena sentiría el desengaño, el tiempo y los muchos atractivos de de la corte irían desvaneciendo su pena, y hasta llegaría  un día en que le viera tranquila en los brazos de otra mujer. Esto pensando, se sentía más sereno, y más capaz de lanzarse al deslumbrante amor que le Condesa le prometía.
Durmió perfectamente una noche, y levantose muy bello al otro día. Mirose maquinalmente al espejo y su instinto de artista no pudo menos de quedar halagado y satisfecho al contemplar las bellas proporciones de su aguileña y morena fisonomía. Peinose su pelo negro como el ébano, que, dócil como nunca parecía que motu proprio se prestaba a aumentar la hermosura del artista. Tarareando un aria de su ópera, vistiose elegantísimamente sin el auxilio de ningún criado, tomó su sombrero, embozose en su gallarda capa, y siguiendo su tarareo y  sin pensar lo que hacía, llegó a las puertas de la Condesa y con la mayor tranquilidad agitó la campanilla y acabó muy de prisa de ponerse los guantes.
—  ¿Está la Señora?
—    Pase Vd. adelante.
Entró el compositor poeta en una elegante antesala. Descolgó la capota de sus hombros, quitose el sombrero, y, con apostura teatral, esperó el aviso del lacayo que había entrado a anunciar tu visita.
—  Entre Vd. caballero. -dijo el lacayo, Ievantando una cortina.
El artista se encontró en otra antesala más elegante que la primera, que daba paso a dos magníficos salones.
—  Por aquí. -dijo otro lacayo, levantando otra rica y pesada cortina de terciopelo.
Nuestro héroe pasó triunfante por debajo del pabellón.
Hallóse agradablemente sorprendido en medio de una estancia tan suntuosa como sencilla. Nada revelaba en ella la caprichosa mano de una mujer; todo parecía hijo del pensamiento de un artista. El pavimento estaba cubierto de una tersa alfombra, en cuyo centro con tanta propiedad estaba dibujado un hermoso mastín, que el artista de pronto retiró el pie, temeroso de despertarla. Las paredes, pintadas al fresco, representaban los pasajes más notables de la mitología. En el cielo raso, de que pendía una magnífica campana, estaba pintado, con un grande conocimiento de la perspectiva, el coro de las nueve hermanas, presidido de Apolo.

Tres mesas de brillante mármol de Carrara, sustentaban tres relojes, que todos marcaban la misma hora; prueba del grande esmero con que estaban asistidos. Pero lo que más hirió la ima­ginación del joven, fueron ocho colosales espejos de Venecia, que daban un aspecto solemne y deslumbrador a los cuatro frentes de la sala. Blandos y mullidos almohadones orientales, incitaban en torno al descanso y a la molicie: no se veía otra silla que una ancha y cariñosa butaca, colocada al lado de un elegante sofá forrado de terciopelo blanco, que indicaba el frente principal de la sala. Gustavo dio un paseo por toda ella y los ocho espejos reprodujeron mil veces su elegante figura.

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