GUSTAVO (continuación)
CAPÍTULO V
Fascinación
Enterado Gustavo de la circunstancia de haber sido el Tutor
de Elena administrador de los bienes del Conde en Salamanca, desvaneciose la
terrible sospecha que al escuchar su nombre había concebido. Volvió a creer a
Elena tan pura como siempre, y volvió a sentir remordimientos porque no la
amaba. Sin embargo, como los hombres de mucha imaginación no ven nunca las
cosas bajo su verdadero punto de vista, Gustavo exageró al principio las
fatales consecuencias que había de producir su desamor; desvanecidas luego las
negras imágenes que su exaltación había producido, miró las cosas con más calma
y se disgustó mucho, creyendo que su vanidad le había forjado males
imaginarios: esta consideración bastó para traerle al extremo opuesto. Se
figuró que, si bien Elena sentiría el desengaño, el tiempo y los muchos
atractivos de de la corte irían desvaneciendo su pena, y hasta llegaría un día en que le viera tranquila en los
brazos de otra mujer. Esto pensando, se sentía más sereno, y más capaz de
lanzarse al deslumbrante amor que le Condesa le prometía.
Durmió perfectamente una noche, y levantose muy bello al otro día.
Mirose maquinalmente al espejo y su instinto de artista no pudo
menos de quedar halagado y satisfecho al contemplar las bellas proporciones de
su aguileña y morena fisonomía. Peinose su pelo negro como el ébano, que, dócil
como nunca parecía que motu proprio se prestaba a aumentar
la hermosura del artista. Tarareando un aria de su ópera, vistiose
elegantísimamente sin el auxilio de ningún criado, tomó su sombrero, embozose
en su gallarda capa, y siguiendo su tarareo y
sin pensar lo que hacía, llegó a las puertas de la Condesa y con la mayor
tranquilidad agitó la campanilla y acabó muy de prisa de ponerse los guantes.
— ¿Está la Señora ?
— Pase Vd. adelante.
Entró el compositor poeta en una elegante antesala. Descolgó la
capota de sus hombros, quitose el sombrero, y, con apostura teatral, esperó el
aviso del lacayo que había entrado a anunciar tu visita.
— Entre Vd. caballero. -dijo el lacayo, Ievantando una cortina.
El artista se encontró en otra antesala más elegante que la primera,
que daba paso a dos magníficos salones.
— Por aquí. -dijo otro lacayo, levantando otra rica y pesada cortina de
terciopelo.
Nuestro héroe pasó triunfante por debajo del
pabellón.
Hallóse agradablemente sorprendido en
medio de una estancia tan suntuosa como sencilla. Nada revelaba en ella la
caprichosa mano de una mujer; todo parecía hijo del pensamiento de un artista.
El pavimento estaba cubierto de una tersa alfombra, en cuyo centro con tanta
propiedad estaba dibujado un hermoso mastín, que el artista de pronto retiró el
pie, temeroso de despertarla. Las paredes, pintadas al fresco, representaban
los pasajes más notables de la mitología. En el cielo raso, de que pendía una
magnífica campana, estaba pintado, con un grande conocimiento de la
perspectiva, el coro de las nueve hermanas, presidido de Apolo.
Tres mesas de brillante mármol de
Carrara, sustentaban tres relojes, que todos marcaban la misma hora; prueba del
grande esmero con que estaban asistidos. Pero lo que más hirió la imaginación
del joven, fueron ocho colosales espejos de Venecia, que daban un aspecto solemne
y deslumbrador a los cuatro frentes de la sala. Blandos y mullidos almohadones
orientales, incitaban en torno al descanso y a la molicie: no se veía otra
silla que una ancha y cariñosa butaca, colocada al lado de un elegante sofá
forrado de terciopelo blanco, que indicaba el frente principal de la sala.
Gustavo dio un paseo por toda ella y los ocho espejos reprodujeron mil veces su
elegante figura.
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