jueves, 27 de junio de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 11

GUSTAVO (continuación)

Elena reprimió su llanto, no por otra causa sino por el dolor que causaría a Gustavo el ver correr unas lágrimas que no podía enjugar. Gustavo, que era joven y bueno, condolido de la penosa situación de su hermanita, empezó a llorar; los ojos de Elena se convirtieron en dos fuentes ¡Escena rara e incompren­sible! Elena vertía lágrimas de dolor porque no era amada, y Gustavo lloraba porque no podía amarla como él quisiera y ella.
—  ¡Amar a otra mujer...!
—    No será difícil: tú a cualquier mujer inspirarás un amor digno de ser correspondido. Y, ¿quién sabe? Quizás me ames algún día, pero me dice el corazón que será tarde. Pero... tu exaltada imaginación te saca de ti mismo con mil fantasmas deslumbradores que te arrastran en pos de sí; empiezas a sospe­char que son mentidos; pero no tienes valor para resistir a la tentación de someterlos a la experiencia; después de esa prueba ¿quién me asegura que tu corazón quedará capaz de corresponder a un amor como el mío? ¡Ay Gustavo! En tu grande imagina­ción yo no veía al principio más que una fuente Inagotable de placeres para la mujer a quien amases: hoy en ella contemplo el enemigo eterno de tu tranquilidad y de tu dicha. Por ti lo siento. ¡Qué vida tan inquieta y azarosa te aguarda! Si alguna vez se apaga ese fuego voraz que te consume, y que, lejos de alumbrarte, oscurece el camino de tu felicidad, no sufras entonces de nuevo con el recuerdo de las penas que me has causado. ¡Yo te las perdono de todo corazón y conozco sinceramente que no ha estado en tu piano el evitarlas!... Además, Gustavo, en el fondo de mis penas encuentro cierto placer melancólico que no deja de tener sus encantos para un alma como la mía…Yo viviré con el recuerdo de lo pasado, de los primeros años que nos conocimos. ¡Qué necia, Gustavo! ¡yo creí que habían de venir otros años mejores!... me figu­raré que tenía un amante tiernísimo que se ha muerto, y que mi vida debe reducirse a pedirle al cielo que lo salve. Pero tú... ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Elena levantó al cielo sus brillantes ojos, que volvieron a inundarse de generosas lágrimas.
Gustavo no podía ya llorar: estaba espantado de sí mismo, y maldecía mil veces su corazón, que en aquel instante latía silencioso y frío.
— ¡Elena, por Dios, no me anonades más con el peso de tu grandeza!... Hablas de mi asaltada imaginación, y es la tuya la que perturba nuestra dicha. ¿Qué otra cosa es el autor que este afecto tiernísimo que nos une? ¿Yo, no soy desgraciado, cuando tú sufres? Entonces ¿quién te asegura que no te amo?
— Mal comprendes el amor, Gustavo: nada ganaría mi feli­cidad con que examinásemos el afecto que yo te inspiro.            Reinó un instante de silencio.
— ¿Cuándo estrenan tu ópera?
Esta última frase era el candado del corazón de Elena. Gus­tavo lo comprendió de este modo, y no quiso cometer la crueldad de contestarla. Se levantó de su asiento y empezó á pasearse por la sala.
Elena permaneció silenciosa y pensativa.
—¡Qué soledad me aguarda, aun en presencia de Gustavo!
En este momento sonó la campanilla: Gustavo tomó el som­brero.
— ¡Hasta mañana!, dijo, sin acordarse del tutor. Elena no pudo contestarle.
—                     EI Conde de San Román — dijo un criado anunciando.

—                     ¡El Conde aquí! murmuró Gustavo. Elena no pareció turbarse. Una sospecha horrible brotó en el corazón del artista. El conde apareció en la puerta, y Gustavo se retiró, después de saludarle ligeramente.

No hay comentarios: