GUSTAVO (continuación)
Elena reprimió su llanto, no por otra
causa sino por el dolor que causaría a Gustavo el ver correr unas lágrimas que
no podía enjugar. Gustavo, que era joven y bueno, condolido de la penosa situación
de su hermanita, empezó a llorar; los ojos de Elena se convirtieron en dos
fuentes ¡Escena rara e incomprensible! Elena vertía lágrimas de dolor porque
no era amada, y Gustavo lloraba porque no podía amarla como él quisiera y ella.
— ¡Amar a otra mujer...!
— No será difícil: tú a cualquier mujer inspirarás
un amor digno de ser correspondido. Y, ¿quién sabe? Quizás me ames algún día,
pero me dice el corazón que será tarde. Pero... tu exaltada imaginación te saca
de ti mismo con mil fantasmas deslumbradores que te arrastran en pos de sí;
empiezas a sospechar que son mentidos; pero no tienes valor para resistir a la
tentación de someterlos a la experiencia; después de esa prueba ¿quién me
asegura que tu corazón quedará capaz de corresponder a un amor como el mío? ¡Ay
Gustavo! En tu grande imaginación yo no veía al principio más que una fuente Inagotable
de placeres para la mujer a quien amases: hoy en ella contemplo el enemigo
eterno de tu tranquilidad y de tu dicha. Por ti lo siento. ¡Qué vida tan
inquieta y azarosa te aguarda! Si alguna vez se apaga ese fuego voraz que te
consume, y que, lejos de alumbrarte, oscurece el camino de tu felicidad, no
sufras entonces de nuevo con el recuerdo de las penas que me has causado. ¡Yo
te las perdono de todo corazón y conozco sinceramente que no ha estado en tu
piano el evitarlas!... Además,
Gustavo, en el fondo de mis penas encuentro cierto placer melancólico que no deja de tener sus
encantos para un alma como la mía…Yo viviré con el recuerdo de lo pasado, de
los primeros años que nos conocimos. ¡Qué necia, Gustavo! ¡yo creí que habían
de venir otros años mejores!... me figuraré que tenía un amante tiernísimo que
se ha muerto, y que mi vida debe reducirse a pedirle al cielo que lo salve. Pero
tú... ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Elena levantó al cielo sus brillantes
ojos, que volvieron a inundarse de generosas lágrimas.
Gustavo no podía ya llorar: estaba
espantado de sí mismo, y maldecía mil veces su corazón, que en aquel instante
latía silencioso y frío.
— ¡Elena, por Dios, no me anonades más
con el peso de tu grandeza!... Hablas de mi asaltada imaginación, y es la tuya
la que perturba nuestra dicha. ¿Qué otra cosa es el autor que este afecto
tiernísimo que nos une? ¿Yo, no soy desgraciado, cuando tú sufres? Entonces
¿quién te asegura que no te amo?
— Mal comprendes el amor, Gustavo: nada
ganaría mi felicidad con que examinásemos el afecto que yo te inspiro. Reinó un instante de silencio.
— ¿Cuándo estrenan tu ópera?
Esta última frase era el candado del
corazón de Elena. Gustavo lo comprendió de este modo, y no quiso cometer la
crueldad de contestarla. Se levantó de su asiento y empezó á pasearse por la
sala.
Elena permaneció silenciosa y pensativa.
—¡Qué soledad me aguarda, aun en
presencia de Gustavo!
En este momento sonó la campanilla:
Gustavo tomó el sombrero.
— ¡Hasta mañana!, dijo, sin acordarse del
tutor. Elena no pudo contestarle.
—
EI Conde
de San Román — dijo un criado anunciando.
—
¡El
Conde aquí! murmuró Gustavo. Elena no pareció turbarse. Una sospecha horrible
brotó en el corazón del artista. El conde apareció en la puerta, y Gustavo se
retiró, después de saludarle ligeramente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario