GUSTAVO (continuación)
— El carácter de Elena no sois vosotros
capaces de comprenderlo. Yo voy formando un bajo concepto de mi mismo, porque
siento que no hay en mi corazón todo el amor que ella se merece...
— ¿Y en dónde conociste ese serafín?
En Salamanca.
— ¿En Salamanca?
Moncada y Guillermo
se miraron con sorpresa y malignidad.
¿Es blanca?
— Sí.
— ¿Ojos
negros, lánguidos y suaves?
— Si.
— ¿Cabello
negro y rizo...?
— Sí.
— ¿Estatura
mediana?
— Si.
— ¿Delgada?
— Sí.
— ¡La misma exclamaron a un tiempo
Moncada y Guillermo, soltando una carcajada que puso a punto de estallar todos
los nervios del espantado artista.
¿Quién es?
¡respondedme!: ¿quién es?
¡La querida de
mi catedrático!
¡Moncada!
La burladora
de Enrique.
¡Guillermo!
Gustavo, con
los ojos desencajados, pálido y temblándole la musculatura de la cara, cogió
por las manos a sus dos condiscípulos y después de mirarles con fijeza:
¡Si es una
broma, — dijo, — os juro por la sombra de mi madre!...
— ¡Nada de juramentos! — respondió Moncada tranquilamente; — te aseguro,
bajo palabra de honor, que de ese nombre y de esas señas...
— ¡Es imposible, imposible!
— Nada más natural que una mujer perversa
aparezca la mejor del mundo una mujer cándida y enamorada, segura de su
inocencia, no se cuida de ciertas exterioridades que la malignidad del hombre
antes las tiene por malicia, que por candideces; pero una mujer mala y de
talento, puede formarse una idea exacta de la inocencia y representar su papel
con más impiedad que la que es inocente de veras. A mí siempre que una mujer me
parece buena, saco por consecuencia que debe ser mala; ahora, cuando me parece
mala, saco por consecuencia que lo es.
Nunca hablan sido escuchadas de Gustavo
las absurdas disertaciones de Guillermo; sin embargo, como, ahora se trataba
de amancillar la virtud de un ángel, todas sus palabras se gravaron
profundamente en su corazón. — Estuvo un momento suspenso y como delante de la
imagen de Elena, y al fin, sacudiendo bruscamente su cabeza:
— ¡Oh! ¡no es posible! —exclamó, con íntimo
convencimiento— no creo tampoco que mis mejores amigos, por vía de pasatiempo,
se entretengan en atormentarme de esta suerte: todo debe ser hijo de alguna
horrible casualidad.
— Por de pronto, repuso Moncada, te
aconsejo que no cierres las puertas a esa ilustre Señora que tan generosamente
te ha brindado con su amor
Oyeronse en este momento más estrepitosos
los brindis y el estruendo de la orgía. Los dos estudiantes, cogiendo por los
brazos a Gustavo:
— Mañana trataremos de este asunto —dijeron,
precipitándose con él en medio de sus compañeros.
Gustavo, cuya ausencia ya se había
extrañado, fue recibido con grandes
voces y algazara por la
acalorada concurrencia.
El pobre compositor retrocedió espantado ante el
aspecto atronador y disforme que presentaba el salón. Le hizo el mismo efecto
que le haría el verse rodeado de frenéticos principiantes que con destemplados
instrumentos le desgarrasen los oídos. Permanecer allí en el estado en que se encontraba,
era un tormento espantoso; retroceder, era imposible.
Gustavo tomó el partido más prudente, que
fue coger las dos primeras botellas que encontró llenas, y bebérselas de un
trago como si fueran una sola copa.
Al cuarto de hora, el noble defensor de
Elena lanzaba sangrientos sarcasmos contra su virtud, y forjaba grandes planes
de seducción y de escándalo, de que pensaba hacer víctima a su enamorada
Condesa.
Vosotras, amables y delicadas lectoras,
nunca podréis conocer á fondo el corazón humano, porque nunca habéis asistido a
una orgía.
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