sábado, 8 de junio de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA - 4


GUSTAVO (continuación)

—   El carácter de Elena no sois vosotros capaces de compren­derlo. Yo voy formando un bajo concepto de mi mismo, porque siento que no hay en mi corazón todo el amor que ella se merece...
—   ¿Y en dónde conociste ese serafín?
En Salamanca.
—          ¿En Salamanca?
Moncada y Guillermo se miraron con sorpresa y malignidad.
¿Es blanca?
— Sí.
— ¿Ojos negros, lánguidos y suaves?
— Si.
— ¿Cabello negro y rizo...?
— Sí.
— ¿Estatura mediana?
—  Si.
—  ¿Delgada?
—  Sí.
—          ¡La misma exclamaron a un tiempo Moncada y Gui­llermo, soltando una carcajada que puso a punto de estallar todos los nervios del espantado artista.
¿Quién es? ¡respondedme!: ¿quién es?
¡La querida de mi catedrático!
¡Moncada!
La burladora de Enrique.
¡Guillermo!
Gustavo, con los ojos desencajados, pálido y temblándole la musculatura de la cara, cogió por las manos a sus dos condiscí­pulos y después de mirarles con fijeza:
¡Si es una broma, — dijo, — os juro por la sombra de mi madre!...
  ¡Nada de juramentos! — respondió Moncada tranquilamente; — te aseguro, bajo palabra de honor, que de ese nombre y de esas señas...
— ¡Es imposible, imposible!
  Nada más natural que una mujer perversa aparezca la mejor del mundo una mujer cándida y enamorada, segura de su inocencia, no se cuida de ciertas exterioridades que la malig­nidad del hombre antes las tiene por malicia, que por candi­deces; pero una mujer mala y de talento, puede formarse una idea exacta de la inocencia y representar su papel con más impiedad que la que es inocente de veras. A mí siempre que una mujer me parece buena, saco por consecuencia que debe ser mala; ahora, cuando me parece mala, saco por consecuencia que lo es.
Nunca hablan sido escuchadas de Gustavo las absurdas diser­taciones de Guillermo; sin embargo, como, ahora se trataba de amancillar la virtud de un ángel, todas sus palabras se gravaron profundamente en su corazón. — Estuvo un momento suspenso y como delante de la imagen de Elena, y al fin, sacudiendo bruscamente su cabeza:
  ¡Oh! ¡no es posible! —exclamó, con íntimo convenci­miento— no creo tampoco que mis mejores amigos, por vía de pasatiempo, se entretengan en atormentarme de esta suerte: todo debe ser hijo de alguna horrible casualidad.
  Por de pronto, repuso Moncada, te aconsejo que no cierres las puertas a esa ilustre Señora que tan generosamente te ha brindado con su amor
Oyeronse en este momento más estrepitosos los brindis y el estruendo de la orgía. Los dos estudiantes, cogiendo por los brazos a Gustavo:
— Mañana trataremos de este asunto —dijeron, precipitándose con él en medio de sus compañeros.
Gustavo, cuya ausencia ya se había extrañado, fue recibido con grandes voces y algazara por la acalorada concurrencia.
El pobre compositor retrocedió espantado ante el aspecto atronador y disforme que presentaba el salón. Le hizo el mismo efecto que le haría el verse rodeado de frenéticos principiantes que con destemplados instrumentos le desgarrasen los oídos.       Permanecer allí en el estado en que se encontraba, era un tor­mento espantoso; retroceder, era imposible.
Gustavo tomó el partido más prudente, que fue coger las dos primeras botellas que encontró llenas, y bebérselas de un trago como si fueran una sola copa.
Al cuarto de hora, el noble defensor de Elena lanzaba san­grientos sarcasmos contra su virtud, y forjaba grandes planes de seducción y de escándalo, de que pensaba hacer víctima a su enamorada Condesa.
Vosotras, amables y delicadas lectoras, nunca podréis conocer á fondo el corazón humano, porque nunca habéis asistido a una orgía.

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