GUSTAVO (continuación)
CAPÍTULO II
Los cuatro consejos
Han pasado algunos días después de las escenas que
dejamos descritas.
Las sombras que habían engendrado en la
mente del artista las imprudentes palabras de sus dos amigos, habíanse
desvanecido enteramente ante la victoriosa presencia de Elena. Ni aun quiso
pedir explicaciones.
Gustavo estaba persuadido de que Elena
era la mujer más digna de ser amada, y su arrogante Condesa la mujer más deslumbradora
del mundo. La idea de ser el dueño de ambos corazones, circundaba su frente de
una aureola de orgullo y de felicidad. Imaginaba, después de examinar su nueva
posición, que debía ser completamente
feliz, y comenzaba a serlo de veras.
Una de las cosas que más eficazmente contribuían á su presente dicha, era
el recuerdo de la noble sinceridad con que todo el mundo le había manifestado
su entusiasmo la referida noche de la orgía. De donde puede colegirse que las
dichas no se conocen hasta después de pasadas, ó que las primeras palabras de
Gustavo sólo manifiestan el indomable orgullo del hombre, que se goza en
creerse superior a las felicidades humanas.
Sea de esto lo que quiera, lo cierto y
seguro es que nuestro joven, se paseaba por las calles de Madrid con muestras
de muy ufano, gallardo y venturoso caballero. El sol iluminaba su alegría, según
el hermoso verso de Espronceda. Si al pasar por delante de alguna soberbia
fachada, llegaba a sus oídos el armonioso acento de algún piano, él se daba a
entender que debía expresar el pensamiento amoroso de la bella que con delicada
mano lo pulsaba, y se dejaba enternecer dulcemente por su agradable melodía.
Las aéreas y gentiles mujeres que
descendían al Prado en sus gallardas carretelas forradas de seda blanca y
arrastradas por fogosos y espumantes corceles, representaban en
su mente la verdadera imagen de la madre del amor, apareciendo en su concha de
plata en medio de las espumas del mar; y finalmente, hasta la inarmónica murga
que solía encontrar en las calles, marcaba en su fisonomía la expresión del
entusiasmo, la ternura o la ira, según la tocata que sus mugrientos músicos se
empeñaban en destrozar, tal era el estado, la exquisita sensibilidad en que sus
venturas le habían puesto! ¡Oh breves y venturosos instantes! ¡Quién pudiera
haceros eternos sobre la frente del joven Gustavo!
Embebido en éstas y en otras semejantes
emociones, después de haber dado algunas vueltas por el Retiro, entró Gustavo
en su casa, y paseando tranquilamente por sus dos habitaciones estudiantiles,
halló a sus dos predilectos é inseparables amigos. Cruzaron algunas palabras
indiferentes, que en nada hacían relación a la contienda de la orgía; pues
conociendo ambos el mal efecto que sus palabras habían producido, y teniendo
presente que el artista era bastante conocedor del corazón humano para tener a
una aventurera por un ángel, convinieron tácitamente en que todo era efecto de
una funesta casualidad, y no se volvió a tratar más del asunto.
Gustavo agitó una campanilla y se
presentó un criado.
— Coméis conmigo.
— No; estamos
convidados para comer con el diputado de nuestro distrito.
Entonces no insisto, porque nada ganarías
en el cambio. Ponte la mesa, muchacho.
— Sabrás que nos batimos, dijo Moncada.
— ¿Quiénes?
— Tú y yo.
— No lo entiendo.
— Así a lo menos se dice por Madrid.
— Y ¿cuál ha sido la ocasión de esa
mentira?
— Los gritos que tú diste en el salón de
descanso y el aspecto desencajado y amenazante que llevabas cuando de nuevo apareciste
en la orgía.
— De suerte
que todas las gacetillas de la capital hablarán del lance.
— Indudablemente.
— La infecundidad de los gacetilleros es el tormento de las personas
conocidas.
Ya estaba puesta la mesa, y Gustavo
empezó a comer con admirable apetito.
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