GUSTAVO (continuación)
Así un pintor, al acabar de trasladar al
lienzo la dulce y consoladora imagen de una virgen, en vez de adorar a la mujer
que le sirvió de modelo, se enamora exclusivamente de la pintura.
Por otra parte, Gustavo entraba por
primera vez en Madrid: su imaginación se había desencadenado, y su ambición de
gloria empezaba a satisfacerse, y él necesitaba representar en una mujer los
encantos y turbulencias de su nueva vida. La modesta Elena no podía representar
este papel.
Porque ¡cuán diferente era el amor de la
joven!; Si Elena hubiera conocido a Gustavo después de haber adquirido la
gloria que ya le circundaba, le hubiese admirado en el fondo de su corazón,
pero su natural modestia le hubiera impedido el amarlo; le conoció niño, y
aunque desde luego presintió su grandeza, entonces no le espantaba, porque
Gustavo se la hacía comunicable con la espontaneidad del niño.
Aquella mezcla encantadora de mancebo candoroso y de
hombre grande, despertó exclusivamente para el amor toda la adormecida
existencia de la niña; después de conocer a Gustavo, delante de otra cualquier
persona sentía muerta la mayor parte de su alma; sólo la luminosa mirada del
compositor poeta, que siempre revelaba algún grande pensamiento, lograba
infundirle vida. La peligrosa
franqueza con que Gustavo le comunicaba sus grandiosos planes, exaltaba su
virgen imaginación con las más dulces esperanzas, y lejos de despertar su
orgullo, manifestándole que ella era capaz de comprender sus grandes
pensamientos, sólo en ella veía una muestra de la bondad y modestia de su
amante; nuevo encanto que acrecentaba su amor. Elena se juzgó amada.
Ella había visto un lindísimo cuadro que
representaba un soberbio león a quien Cupido conducía a su antojo, sin otro
freno que una hebra de seda. La idea de que ella representaría en la brillante
existencia del compositor poeta el papel del niño alado, inundaba sus
ojos en lágrimas de ternura, de amor y felicidad.
Finalmente,
acostumbrada a vivir delante de los ojos de su amante, el día que de ella los
apartara, no sabría la pobre niña para qué pudiera servirle la existencia.
Pocos meses antes de salir Gustavo de
Salamanca, murió una anciana que había servido de aya a Elena: su tutor, con el
pretexto de aliviarla de la grave melancolía que esta desgracia le había
producido, vino a establecerse a Madrid; otro en realidad era su objeto; pero
más le valiera no haber salido nunca de Salamanca.
— ¡Nada me dices, Elena! —dijo
Gustavo, como dando
a entender que él había callado, no por otra cosa, sino por que
aguardaba a que ella hablase la primera– tu silencio me castiga más cruelmente
que pudieran hacerlo tus palabras.
— ¿De qué
sirven las quejas, Gustavo? Además, si tú tuvieras alguna disculpa
satisfactoria que darme, no esperarías a que yo me quejase: cuando tú me la
callas, más me valdrá no saberla.
— Elena, ¿de dónde nace la nueva
reserva con que me tratas? ¿Es acaso que tu orgullo no te consiente tratar con
igual franqueza al autor celebrado que al estudiante oscuro?
— ¡Mi orgullo, Gustavo! ¡no me insultes!
estudia tu corazón, y en él encontrarás la causa de mi reserva. En otro tiempo,
es verdad, no había secretos entre los dos: poco me importaría que tú
penetrases cuanto está pasando en un corazón; pero dime: ¿tú te atreverías a
manifestarme lo que pasa en el tuyo? No: no te atreverías, y yo te
lo agradezco. Ya lo ves, Gustavo, no hay miedo de que pierdas un afecto, pues
la misma razón porque otra dejaría de quererte, a mi me esfuerza a quererte
más. Quizás esto sería para ti una desgracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario