GUSTAVO (continuación)
No era menester tanto para acalorar la
exaltable imaginación de Gustavo; sus ojos lanzaban rayos de inspiración; no ya
sueños de ambición y de gloria, sino la imagen de Lovelace y Tenorio dominaba
su fantasía: ansiaba en aquel momento ser el protagonista de mil dramas
desgarradores, y su sangre juvenil latía alborotada y sedienta de impuros y
deshonestos placeres. ¡Pobre joven! Creyéndose el hombre más independiente del
mundo, se hacía esclavo del primero que exaltaba su imaginación.
A poco sonó un reloj del café, y los dos
amigos se separaron.
Quisiera Gustavo verse en aquel momento
delante de la Con desa,
pero recordando que hacía dos días que no visitaba a Elena, mudó de propósito y
se encaminó a la casa de la segunda.
Además, deseaba tener una escena dramática
con su deslumbrante Señora, y quería meditar despacio los resortes de que
había de valerse.
Las palabras del Conde no dejaban de
resonar en sus oídos particularmente aquello de «Todos los instantes de la vida
pueden igualmente aprovecharse en beneficio de la virtud; los instantes del
placer son breves: huyen y nunca vuelven», le pareció de perlas, y pensó
decírselo a la primera mujer que se encontrara.
En esto llegó a la casa de Elena. Tiró de
la campanilla; abrieronle la puerta y sin preguntar por nadie entró en la
sala.
Figúrese el lector una sala bastante espaciosa y
adornada con más elegancia que lujo. El suelo está cubierto de una delicada estera
de junco.
Las flores de los fanales, y algunos
retratos de familia sacados en miniatura, recuerdan la habilidad de las lindas
manos de Elena. A la izquierda hay dos anchos balcones, cuyas puertas estar
cubiertas de pabellones blancos y encarnados: los visillos que cubren los
cristales, son chinescos, y dando paso a la luz, dibujan en la fachada de enfrente
sus caprichosas labores.
En el espacio que media entre los dos balcones, hay
una mesa cubierta de mil juguetes de China y de preciosas conchas y caracoles
de América. Sobre esta mesa está colocado el bellísimo retrato de una niña, que
empieza a ser mujer sin dejar de ser Ángel.
En el testero de enfrente hay blando sofá, rodeado
de cuatro elegantes butacas: sobre todo se ostenta una bellísima copia del
pasmo de Sicilia, y varios otros cuadros religiosos cubren el resto de las paredes, que, vestidas de un papel rojo, bordado de grandes
ramos negros, e imitando perfectamente el relieve del terciopelo,
reflejaba sobre los objetos una luz indecisa y agradable.
Gustavo miró en torno suyo, y hallándose solo se
dirigió al gabinete inmediato. Dio en la puerta dos golpecitos para anunciarse.
—¡Adelante!, dijo la conocida voz
del tutor de Elena.
Gustavo se halló en un gabinete sencillo, adornado
con dos estantes de libros y varios mapas. El tutor escribía delante de su
bufete,
—iTú por acá, Gustavo! dijo el tutor
soltando la pluma, quitándose los anteojos y alargándole la mano:
—¿Tanto tiempo hace ya que no nos
vemos, mi querido papá?
El tutor de Elena había sido condiscípulo del padre
de Gustavo: vivía en Salamanca con su pupila, cuando Gustavo empezó a estudiar
filosofía en aquella universidad. Como era natural, su padre lo recomendó
eficazmente a su antiguo amigo: éste cumplió tan bien con su encargo, que el
bondadoso artista no sabiendo de que manera recompensarle, le llamaba padre: a poco murió el suyo verdadero,
y sentía un placer melancólico
en darle este nombre al que fue su mejor amigo.
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