viernes, 21 de junio de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA - 8

GUSTAVO (continuación)

No era menester tanto para acalorar la exaltable imaginación de Gustavo; sus ojos lanzaban rayos de inspiración; no ya sueños de ambición y de gloria, sino la imagen de Lovelace y Tenorio dominaba su fantasía: ansiaba en aquel momento ser el protagonista de mil dramas desgarradores, y su sangre juvenil latía alborotada y sedienta de impuros y deshonestos placeres. ¡Pobre joven! Creyéndose el hombre más independiente del mundo, se hacía esclavo del primero que exaltaba su imagina­ción.
A poco sonó un reloj del café, y los dos amigos se separaron.
Quisiera Gustavo verse en aquel momento delante de la Con­desa, pero recordando que hacía dos días que no visitaba a Elena, mudó de propósito y se encaminó a la casa de la segunda.
Además, deseaba tener una escena dramática con su deslum­brante Señora, y quería meditar despacio los resortes de que había de valerse.
Las palabras del Conde no dejaban de resonar en sus oídos particularmente aquello de «Todos los instantes de la vida pueden igualmente aprovecharse en beneficio de la virtud; los instantes del placer son breves: huyen y nunca vuelven», le pareció de perlas, y pensó decírselo a la primera mujer que se encontrara.
En esto llegó a la casa de Elena. Tiró de la campanilla; abrie­ronle la puerta y sin preguntar por nadie entró en la sala.
Figúrese el lector una sala bastante espaciosa y adornada con más elegancia que lujo. El suelo está cubierto de una delicada estera de junco.
Las flores de los fanales, y algunos retratos de familia sacados en miniatura, recuerdan la habilidad de las lindas manos de Elena. A la izquierda hay dos anchos balcones, cuyas puertas estar cubiertas de pabellones blancos y encarnados: los visillos que cubren los cristales, son chinescos, y dando paso a la luz, dibujan en la fachada de enfrente sus caprichosas labores.
En el espacio que media entre los dos balcones, hay una mesa cubierta de mil juguetes de China y de preciosas conchas y caracoles de América. Sobre esta mesa está colocado el bellísimo retrato de una niña, que empieza a ser mujer sin dejar de ser Ángel.
En el testero de enfrente hay blando sofá, rodeado de cuatro elegantes butacas: sobre todo se ostenta una bellísima copia del pasmo de Sicilia, y varios otros cuadros religiosos cubren el resto de las paredes, que, vestidas de un papel rojo, bordado de grandes ramos negros, e imitando perfectamente el relieve del terciopelo, reflejaba sobre los objetos una luz indecisa y agradable.
Gustavo miró en torno suyo, y hallándose solo se dirigió al gabinete inmediato. Dio en la puerta dos golpecitos para anun­ciarse.
—¡Adelante!, dijo la conocida voz del tutor de Elena.
Gustavo se halló en un gabinete sencillo, adornado con dos estantes de libros y varios mapas. El tutor escribía delante de su bufete,
—iTú por acá, Gustavo! dijo el tutor soltando la pluma, quitándose los anteojos y alargándole la mano:
—¿Tanto tiempo hace ya que no nos vemos, mi querido papá?

El tutor de Elena había sido condiscípulo del padre de Gus­tavo: vivía en Salamanca con su pupila, cuando Gustavo empezó a estudiar filosofía en aquella universidad. Como era natural, su padre lo recomendó eficazmente a su antiguo amigo: éste cumplió tan bien con su encargo, que el bondadoso artista no sabiendo de que manera recompensarle, le llamaba padre: a poco murió el suyo verdadero, y sentía un placer melancólico en darle este nombre al que fue su mejor amigo.

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