GUSTAVO (continuación)
En esto dieron
las seis, hora a que estaban citados Guillermo y Moncada: los tres amigos se
pusieron en la calle, separándose al poco tiempo, Gustavo con dirección al café
Suizo, y sus dos condiscípulos a la calle del Príncipe, donde su diputado los
aguardaba.
Al entrar en el café, se encontró Gustavo
con el conde de San Román. Ya daremos algunas explicaciones acerca de este
personaje: bástenos saber por ahora que los dos se saludaron muy cariñosamente
y como dando a entender que si bien hacía poco tiempo que se conocían, cada uno
ele ellos había formado empeño en ser amigo del otro.
— Si la natural agitación en que deben
tenerle sus muchos aplausos, no le sirviera de disculpa, tendría motivo para
acusarle de olvidar con facilidad a sus amigos.
— Me creo con
derecho para dirigirle a Vd. la misma acusación, Sr. Conde.
— Dos veces he estado en su casa, ¿su
gloria y sus amores no le dejan espacio ni aun para leer las tarjetas de los amigos?
— ¡Tanto honor!
— El genio siempre es buscado,
— La juventud es siempre animada por el
talento.
Durante este corto dialogo, el Conde
había conducido a Gustavo a una de las últimas habitaciones del café: tomaron
asiento en una mesa de las más apartadas, y permanecieron un instante
silenciosos. Un mozo se les puso delante: «lo de siempre» dijeron los dos, más
bien por señas que por palabras; volvió a continuar el mismo embarazoso
silencio, propio de dos personas que se han impuesto la obligación de no
decirse vulgaridades y que de pronto no les ocurre ningún asunto importante de
qué tratar.
— Y bien,
Gustavo: ¿que le parece: a Vd. el mundo, contemplado al través del prisma que
las circunstancias tan puesto delante de sus ojos?
— Mientras no
me falten amigos que con su noble afecto me animen, fuera un ingrato si no me
creyera en medio del paraíso.
— ¡Juventud y genio! ¡Oh! ¡Cuánto os
envidio, amigo Gustavo! ¡Quién poseyera un corazón tan virgen como el suyo,
para tener el placer de destrozarlo de nuevo!
Gustavo contempló al Conde con sorpresa,
y le siguió escuchando con más atención
— ¡Grandes días le aguardan de amores y
de felicidad! Va Vd. a verse rodeado de las mujeres más encantadoras del mundo.
Aproveche Vd. los momentos, amigo mío. Todos los instantes de la vida pueden
igualmente aprovecharse en beneficio de la virtud: los instantes del placer son
breves; huyen y nunca vuelven.
Gustavo redobló su atención.
— Nada de cálculos ambiciosos, nada de trabas de ninguna especie; no le
quite Vd. a la juventud el don que la hace más encantadora, la libertad. Desde
luego que uno se sujeta a más proyectos ambiciosos, a la moral o a la virtud,
no parece sino que entra de soldado en una compañía o de fraile en un convento,
donde tiene que vivir según reglas establecidas por otros hombres antes de que
él naciera: ¡vergonzosa esclavitud, indigna de un alma joven y valiente! Por
eso me ha gustado á mi siempre el libertinaje, porque es la única vida independiente
y libre, vida que uno mismo se crea sin tener en cuenta para nada lo que han
establecido los demás hombres, ni lo que piensa la estúpida multitud. ¡O
Gustavo! El amor abre de repente ante tus ojos las puertas de marfil
de sus cien jardines, poblados de bosques silenciosos y umbríos, mecidos por la
brisa embalsamada, regados por fuentes de mármol y alumbrados por la
melancólica luna. Hallarás mujeres encantadoras, que se dejarán gustosas
destrozar el alma, con tal que les consagres una melodía en tus óperas o un
remordimiento en tu corazón; otras, que arrebatadas de una mezcla
incomprensible de violenta lascivia y de sublime espiritualidad, estamparan
frenéticas sus rosados labios en tu frente, queriendo con el estruendo de sus
besos despertar en tu mente nuevos y vigorosos pensamientos. Otras, ¡oh
Gustavo! ¡Gustavo! ¡Quién tuviera otro corazón que entregarles!...
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