GUSTAVO (continuación)
CAPÍTULO III
Elena
…. Su alegría,
es el nacer del Sol; si
mira triste,
es la tristeza, con que
muere el día.
(Selgas.)
Antes de haber escuchado los saludables
consejos del Tutor, con mucho recelo se hubiera presentado Gustavo delante de
Elena, temeroso de que hubiera conocido en sus ojos la verdadera causa de su
ausencia, y aunque él todavía no sabía darse cuenta de cuál había sido, por el
conato que instintivamente ponía en ocultarla, debemos sospechar que no era muy
buena. Pero se hallaba en este momento tan poseído de las sublimes máximas del
tutor que conociendo que en su flexible fisonomía debía reflejarse lo que pasaba
en su alma, no temía ya la mirada de la niña, esa terrible mirada de la mujer
que nos ama y que lee en nuestros ojos el secreto más íntimo del corazón.
Ostentando en su frente los nobles
sentimientos que le dominaban, como pudiera una corona de laurel, se adelantó
Gustavo a recibir á su hermanita, como él solía llamarla.
— ¡Perdón,
Elena!: —la dijo, tomándole cariñosamente la mano.
— Mal
empiezas, Gustavo; —respondió la niña, sonriendo con tristeza y dulzura— pues
tu primera palabra indica que me has ofendido.
— ¡Ofenderte,
Elena! ¡Grande deberá ser el castigo del que te ofenda!
— Mal demuestras que así lo crees,
cuando tan poco cuidado pones en evitarlo. En fin, siéntate, si es que no estás
deprisa.
Estas últimas palabras, después de dos días de
ausencia, encerraban toda la crueldad de que era capaz el corazón de Elena.
Sentaronse los dos: Elena en el sofá y Gustavo en la
butaca más inmediata.
Reinó un momento de silencio, que
entristeció profundamente el corazón de Elena. «Gustavo no sabía qué decirla»;
esta idea helaba la sangre de la joven.
Mil veces en Salamanca había presenciado
tranquila las profundas y silenciosas meditaciones de Gustavo: «Después me dirá
lo que piensa», solía decirse; y halagaba dulcemente su orgullo el considerar
que a su presencia concibiese el artista sus mejores pensamientos.
Hoy le observaba pensativo, y la pobre
niña no se atrevía a preguntarle cuál era el objeto de sus meditaciones. «Rompiose la celeste armonía que
reinaba en nuestras almas, y Gustavo y yo ya no somos una misma cosa», dijo
para sí, apoyando sobre una mano su cabeza, llena de melancólica hermosura.
Gustavo quería consolarla, pero era
incapaz de mentir, y no podía pronunciar la palabra que Elena necesitaba para
salir de su profunda tristeza,
Gustavo nunca había amado a Elena; si
acaso, la había querido como a una hermana. La conoció antes de ser célebre, y
entonces era imposible que él hubiese amado a ninguna mujer. Explicaremos
esto. El hombre que ha concebido la ambición de la gloria, no puede concebir
ninguna otra pasión secundaria; la satisfacción de todas la remite al día en
que consiga satisfacer la principal; no quiere entonces exigir el amor de
ninguna mujer, por que se figura que no ha de inspirarlo tan intenso, tan entusiasta,
tan sublime, como el día que lo exija con la frente ceñida de laureles; se le
figura que entonces no existe o consiste, sino que está trabajando para nacer,
y no quiere gastar su corazón, para entregarlo virgen a las grandes emociones
que su gloria satisfecha ha de proporcionarle. Nunca Gustavo hubiera sentido
dentro de su alma melodías tan dulces y melancólicas, si antes no hubiera
conocido el sublime carácter de Elena. No puede un genio, por inspirado que
sea, conocer en la soledad y por
sí solo el corazón humano. Elena era un libro precioso donde el artista leía
diariamente todos los misterios, todos los encantos, toda la grandeza de un
alma sublime y enamorada; muchos cantos, de su ópera no eran otra cosa que la
sencilla expresión de los sentimientos de Elena: todo su mérito consistía en
haber sabido interpretar sus miradas; pero el insolente artista imaginaba que
todos sus pensamientos eran hijos exclusivamente de su genio, y que Elena no
era más que la casualidad que se los desarrollaba.
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