jueves, 6 de junio de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA - 3


GUSTAVO (continuación)
Dividida estaba la concurrencia en diversas secciones, y en cada una de ellas se ventilaban diferentes asuntos. Unos tararea­ban con grande entusiasmo algunos trozos del nuevo spartito: otros escuchaban con interés a un joven condiscípulo de Gus­tavo, que, dándose mucha importancia, les refería algunas insul­sas aventuras de los primeros años del artista: aventuras de que nunca se hubiera acordado el impertinente narrador, si la cele­bridad del protagonista no se las hubiera traído a la memoria.
Gustavo, sentado en medio de sus dos predilectos condiscípulos, Moncada y Guillermo, parecía absorto en profundas medi­taciones sin embargo, Gustavo no meditaba: no hacía otra cosa que fijar su mirada analítica y penetrante en los diferentes cuadros que su exaltada imaginación le ofrecía. Las escenas de su vida de estudiante; las secretas y continuas turbulencias de su ambición de gloria; la prodigalidad con que la suerte parecía satisfacerla; la atmósfera de luz y de perfumes que respiraba de pronto su corazón sediento; todo lanzaba mil diversas imágenes a su desconcertada fantasía, y colocaba al pobre compositor en un estado imposible de describir. Imaginaba que en aquel momento debía ser completamente dichoso, y con ansia de pene­trar todos los secretos del corazón humano, quería, estudiándose a si mimo, formar una idea exacta de la dicha. ¡Pobre muchacho! El ignoraba que el único medio de ser feliz es no pensar en la felicidad; que no hay dicha que después de profundamente analizada lo sea; y que el inundo no puede satisfacer el deseo abrigado por mucho tiempo en el virgen corazón de un niño y en la insaciable mente de un artista. Gustavo, en el seno de sus venturas, se agitaba turbulento y ansioso; el exceso de vida producía en el fondo de su corazón los mismos efectos que suele producir el escepticismo: la ansiedad y el vacío.
— ¡Miserable naturaleza humana! — exclamó para sí, levantándose bruscamente de su asiento; — ¡tan fuerte para el dolor, tan débil para los placeres!
¿Dónde estás, felicidad? ¿Por qué yo no te siento halagar mi mente, ensanchar mi corazón y serpear por mis venas? ¡No hay duda; el hombre sólo es grande sufriendo! Cuando yo sentía todos mis nervios próximos a estallar de rabia y de vio-lenta desesperación, con sólo la idea de que nunca conseguiría mi ambicionada gloria, era más grande y más feliz que lo soy ahora: más grande, porque me sentía capaz de más violentas sensaciones: más feliz, porque el considerar que solamente en los corazones privilegiados se alimentaban mis extraños dolores, halagaba mi orgullo con un placer tan nuevo y tan intenso corto ellos mismos.
Esto diciendo, apuró una copa hasta el fondo.
Moncada, acostumbrado a leer en los expresivos ojos de Gus­tavo, aunque incapaz de adivinar los extravagantes pensamien­tos del artista conoció que distaba mucho de gozar la espon­tánea alegría que en todos los corazones reinaba.
Cogiole del brazo sin hablarle una palabra, y seguidos de Guillermo, atravesaron la sala de la orquesta y se pararon en medio de un elegante salón de descanso.
—          ¿Qué nueva impertinencia te se ha ocurrido? — dijo Gustavo sin incomodarse.
—  No se trata de mis impertinencias, — respondió Mon­cada, — sino de que tú pongas en olvido las tuyas; si hoy, que todos mimamos a porfía al niño recién nacido, nos pones esa cara avinagrada y feroce qué cara reservas para la noche que te silben?
— Es muy natural, — dijo el metafísico Guillermo, — que cuanto más contento esté un artista, ponga una cara más feroz.
— No entiendo eso.
—          Yo te lo explicaré: dejarse arrebatar de la alegría, es pro­pio de almas vulgares: cuanto mayor sea la alegría, más trabajo debe costar el disimulo: este esfuerzo descompone la fisonomía, luego...
— En fin, — Gustavo: ¿de dónde dimana ese aspecto tan melancólico, que no bastan a disiparlo el vino, la música y la amistad? Si amas, no comprendo que ninguna mujer pueda ser esquiva contigo.
— iYo sí! — dijo Guillermo; — es muy natural que una mujer sea más esquiva con el hombre que más le agrada, por muchas razones, pero me contento con deciros seis: la pri­mara, porque existiendo amor en su pecho, temen que la menor demostración venda su secreto, y este temor las hace más retraí­das que si no estuviesen enamoradas. La segunda, porque ellas saben que el desdén las engrandece, y quieren aparecer más grandes a los ojos del hombre que más les agrada. La tercera....
—          Suprime las restantes. Dime, Gustavo, ¿es ese el carácter de tu Elena?

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