GUSTAVO (continuación)
Dividida estaba la concurrencia en
diversas secciones, y en cada una de ellas se ventilaban diferentes asuntos.
Unos tarareaban con grande entusiasmo algunos trozos del nuevo spartito:
otros escuchaban con interés a un joven condiscípulo de Gustavo,
que, dándose mucha importancia, les refería algunas insulsas aventuras de los
primeros años del artista: aventuras de que nunca se hubiera
acordado el impertinente narrador, si la celebridad del protagonista no se las
hubiera traído a la memoria.
Gustavo, sentado en medio de sus
dos predilectos condiscípulos, Moncada y Guillermo, parecía absorto en
profundas meditaciones sin embargo, Gustavo no meditaba: no hacía otra cosa
que fijar su mirada analítica y penetrante en los diferentes cuadros que su
exaltada imaginación le ofrecía. Las escenas de su vida de estudiante; las
secretas y continuas turbulencias de su ambición de gloria; la prodigalidad con
que la suerte parecía satisfacerla; la atmósfera de luz y de perfumes que respiraba
de pronto su corazón sediento; todo lanzaba mil diversas imágenes a su
desconcertada fantasía, y colocaba al pobre compositor en un estado imposible
de describir. Imaginaba que en aquel momento debía ser completamente dichoso, y
con ansia de penetrar todos los secretos del corazón humano, quería,
estudiándose a si mimo, formar una idea exacta de la dicha. ¡Pobre muchacho! El
ignoraba que el único medio de ser feliz es no pensar en la felicidad; que no
hay dicha que después de
profundamente analizada lo sea; y que el inundo no puede satisfacer el deseo
abrigado por mucho tiempo en el virgen corazón de un niño y en la insaciable
mente de un artista. Gustavo, en el seno de sus venturas, se agitaba turbulento
y ansioso; el exceso de vida producía en el fondo de su corazón los mismos
efectos que suele producir el escepticismo: la ansiedad y el vacío.
— ¡Miserable naturaleza humana! —
exclamó para sí, levantándose bruscamente de su asiento; — ¡tan fuerte para el
dolor, tan débil para los placeres!
¿Dónde estás, felicidad? ¿Por qué
yo no te siento halagar mi mente, ensanchar mi corazón y serpear por mis venas?
¡No hay duda; el hombre sólo es grande sufriendo! Cuando yo sentía todos mis
nervios próximos a estallar de rabia y de vio-lenta desesperación, con sólo la
idea de que nunca conseguiría mi ambicionada gloria, era más grande y más feliz
que lo soy ahora: más grande, porque me sentía capaz de más violentas sensaciones: más feliz, porque el
considerar que solamente en los corazones privilegiados se
alimentaban mis extraños dolores, halagaba mi orgullo con un placer tan nuevo y
tan intenso corto ellos mismos.
Esto diciendo, apuró una copa hasta
el fondo.
Moncada, acostumbrado a leer en los
expresivos ojos de Gustavo, aunque incapaz de adivinar los extravagantes
pensamientos del artista conoció que distaba mucho de gozar la espontánea
alegría que en todos los corazones reinaba.
Cogiole del brazo sin hablarle una
palabra, y seguidos de Guillermo, atravesaron la sala de la orquesta y se
pararon en medio de un elegante salón de descanso.
— ¿Qué
nueva impertinencia te se ha ocurrido? — dijo Gustavo sin incomodarse.
—
No se trata de mis impertinencias, — respondió Moncada, — sino de que
tú pongas en olvido las tuyas; si hoy, que todos mimamos a porfía al niño
recién nacido, nos pones esa cara avinagrada y feroce qué cara reservas para la
noche que te silben?
— Es muy natural, — dijo el
metafísico Guillermo, — que cuanto más contento esté un artista, ponga una cara
más feroz.
— No entiendo eso.
— Yo
te lo explicaré: dejarse arrebatar de la alegría, es propio de almas vulgares:
cuanto mayor sea la alegría, más trabajo debe costar el disimulo: este esfuerzo
descompone la fisonomía, luego...
— En fin, — Gustavo: ¿de dónde
dimana ese aspecto tan melancólico, que no bastan a disiparlo el vino, la
música y la amistad? Si amas, no comprendo que ninguna mujer pueda ser esquiva
contigo.
— iYo sí! — dijo Guillermo; — es
muy natural que una mujer sea más esquiva con el hombre que más le agrada,
por muchas razones, pero me contento con deciros seis: la primara,
porque existiendo amor en su pecho, temen que la menor demostración venda su
secreto, y este temor las hace más retraídas que si no estuviesen enamoradas.
La segunda, porque ellas saben que el desdén las engrandece, y quieren aparecer
más grandes a los ojos del hombre que más les agrada. La tercera....
— Suprime
las restantes. Dime, Gustavo, ¿es ese el carácter de tu Elena?
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