sábado, 5 de febrero de 2011

UN CUENTO QUE TRANSCURRE EN GUADALCANAL


UN CUENTO BREVE, PUBLICADO EN 1932, CUYA ACCIÓN TRANSCURRE EN GUADALCANAL
Prólogo, edición y
notas de Quimiófilo

Es de justicia agradecer a dos empresas periodísticas veteranas, la editora de La Vanguardia de Barcelona y a Prensa Española de Madrid, que hayan puesto en Internet de un modo totalmente gratuito sus publicaciones en el formato pdf. La pequeña historia de cada día, de los últimos ciento treinta años, no sería posible recuperarla sin la labor acometida por estas dos empresas que han tenido la idea de escanear todos sus fondos, de modo que podemos, con un simple golpe de ratón, tener delante de nuestros ojos millones de páginas, que de otro modo serían imposible de consultar. Al digitalizar los periódicos completos, nos enteramos no sólo de relevantes hechos que ya son parte de los libros de Historia, sino de detalles tan aparentemente insignificantes como la marca de un jabón o las películas que se proyectaban en España en uno cualquiera de los miles de días en los que puntualmente aparecieron los periódicos. Hechos que ocurrieron en nuestra niñez y de los que tenemos recuerdos borrosos e incompletos pueden ser reconstruidos en su totalidad y contextualizadas las circunstancias en que se fueron desarrollando nuestras vidas a medida que íbamos creciendo, asombrándonos, asqueándonos, emocionándonos …., de eso tan irrepetible que se denomina la vida humana.

En el caso de nuestro pueblo no es la primera vez que hago uso de esta hemeroteca, de la que no se si admirar más su enormidad o su asombrosa facilidad de acceso. A este respecto es de justicia citar, entre los amigos y paisanos más jóvenes que están explotando este inmenso yacimiento documental, a dos entre otros de los que nos ilustran con sus hallazgos. Me refiero a Ignacio Gómez Galván y a Manolo Rincón con sus respectivos blogs Benalixa y El Escaparate. De este último recomiendo especialmente seguir su serie «Guadalcanal S. XX» de la que en el momento que pergeño estas líneas ha aparecido su entrega número 114

Sirvan las líneas que anteceden para poner en suerte al texto que hoy traigo ante la vista del curioso lector, publicado cuatro años antes de la guerra cainita, en cuyos años posteriores se maceró nuestra infancia y adolescencia. Se trata de un texto con cierta gracia, de cuyo autor, un popular periodista madrileño de la primera mitad del S. XX, doy una breve reseña en las notas que siguen al texto que paso seguidamente a transcribir:

TIENE LA CULPA..… AQUELLA SEMANA SANTA

(Cuento publicado en la página 54 de la Revista Blanco y Negro de 20 de marzo de 1932)

Un buen amigo me pregunta con curiosidad que le agradezco:
-¿Cómo te lanzaste tú a escribir?¿Cómo? Pues tiene la culpa… aquella Semana Santa.
La del fatídico año 1914. Acababa yo de heredar unos olivares en Guadalcanal y un cortijo en la ex ladrona sierra Morena. Los renteros invitaron al flamante propietario para que se diese una vueltesita por sus fincas. ¡Con los deseos que yo tenía - después de ocho años de internado en un colegio y prisionero los sucesivos de academias - de echarme a rodar por el mundo!.
Decidí aceptar la invitación. Iba a conocer, al fin, las famosas procesiones de Sevilla. Andalucismo – andaluces todos mis mayores – habían respirado los veinte años de mi existencia.
Era yo el único en mi casa que pronunciaba bien las “ces”. Y Sevilla - para los míos, unos de Écija y otros de Osuna – era palabra mágica compuesta de muchachas de ojos agarenos, cielo azul, ambiente tibio, azahares, patios entoldados, la Giralda, la Torre del Oro, el Guadalquivir, Santa Cruz y Triana, la calle Sierpes, morena y perfumada con donaires, claveles sentados al pie de peinetas de filigrana e incienso en estos días, en los que yo iba a vivir de cerca toda la gracia fina y todo el encanto que en ella habían puesto mi madre, mi tía, y mi abuela…, que al hablar de los idilios en la rejas aún suspiraban por su Sevilla del alma.
El hijo, sobrino y nieto de las que hacía cuarenta años que no veían a su adorada Sevilla adquirió una maleta, un guardapolvos y un hongo, y salió de Madrid para sus “posesiones” un Viernes de Dolores, con objeto de visitar Sevilla en plena Semana Santa.
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En Guadalcanal contemplé mis olivares. Mientras corría el tren yo había soñado en una extensión como la de los montes de El Pardo, totalmente cubierta de arbolado. ¡Mis olivares! El rentero, en un llanito como el que rodea a la estatua de Colón, me dijo señalando una docena de arbolitos:
-Esos son sus olivares señorito.
- ¿Todos? – le pregunté entre zumbón y amoscado.
-¡Tiene grasia er niño der babi! – exclamó mi rentero mirando, socarrón, mi guardapolvo y mi honguito - ¿Pues de quién va a ser, sino de osté?
A la mañana siguiente, jinete con mi babi y mi hongo en un caballejo, emprendí la marcha hacia el cortijo, cuatro horas a través de Sierra Morena. “¿Dónde estará mi cortijo?”, pensaba yo en tanto la caballería bajaba extensamente extensos pizarrales o subía estrecha senda al filo de tajante precipicio.
El guía exclamó al fin:

- ¿Ve zeñorito aquella casa parda? Pues aquel es el cortijo de los Álamos.
Yo había oído hablar a mis familiares de los cortijos enjabelgados, blancos como palomas en medio de los campos, y alegres, rientes…; pero, ¡si, si! Mi cortijo era pardo, desteñido, sucio.
- No, no entre osté, señorito – advirtió una vieja mujer, del rentero – las paredes están enchinchadas. ¿No ve osté que esto no puede usarse más que para guardá serdos? A Malcosinao, que es el pueblo más cerca, se tardan dos horas… Esto no es para osté señorito. Me se ha sentao a mí er cuadrí que el cortijo nos lo debía osté vendé…
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El Miércoles Santo entré en Sevilla, lloviendo y con un frío que los sevillanos no recordaban haber sentido nunca.
El desfile de las Cofradías resultó deslucidísimo. Las saetas salían de los porches de la plaza de San Francisco. Ni mujeres, ni flores ni cielo azul…, y, si hubo cielo azul, flores y mujeres , el pobre heredero defraudado no los vió!.
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Regresé a Madrid y escribí a los renteros, que aceptaron la compra de los olivaritos y del cortijo.

En cuanto me gasté los cuartos que me dieron, comencé a escribir… hasta hoy. He aquí por qué molesto a ustedes con tanta frecuencia. Tiene la culpa… aquella Semana Santa. La del fatídico año de 1914.
R. Ortega Lissón
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Notas.

I. Sobre el autor. Rafael Ortega Lissón (Madrid 1890 – Madrid 24-03-1962) fue un periodista muy popular en la vida madrileña desde la segunda década del siglo XX hasta su muerte en 1962 cuando contaba 72 años. A veces no hay más remedio de repetir el tópico que en este caso es la manoseada expresión «fue un periodista de raza», pero no se me ocurre otra mejor de un profesional de la pluma o la tecla, del que en una de sus necrológicas se dijo: «Tan fiel [a su profesión] que en el último periodo de su gravísima dolencia, Ortega Lissón se obstinaba en seguir cumpliendo como informador municipal, hasta el extremo de que en la última ocasión que asistió a un pleno del Ayuntamiento [de Madrid] para «hacer la sesión» como se dice en el oficio tuvo que ser trasladado en un ambulancia víctima de un colapso
[1].
Su trayectoria profesional abarcó desde los famosos «Lunes del Imparcial» hasta el Diario «Pueblo» donde hizo muy popular su sección «Arco de Cuchilleros» pasando por «Estampa», «Crónica», «La Nación», «ABC», «Hoja del Lunes de Madrid» y «Blanco y Negro», siendo uno de los primeros periodistas que en 1939 se incorporaron a la recién creada Agencia EFE. Recibió varias condecoraciones entre ellas la Orden de Cisneros y la Cruz del Mérito Civil. Fue Cronista Oficial de la Villa de Madrid, y perteneció a la Junta Directiva de la Asociación de la Prensa. Obviamente, era un hombre de ideas conservadoras, lo que en mi opinión no menoscaba su excelente perfil humano y profesional del que se hicieron eco sus compañeros.

II. Sobre el cuento. Carezco de datos suficientes que me permitan afirmar que el texto tenga cierto carácter autobiográfico, aunque la alusión a sus veinte años cuadra con el fatídico año 1914, en el que contaba 24 años. Su primer apellido Ortega tiene solera en Guadalcanal, con nuestro famoso personaje del S. XVI descubridor de la isla del Pacífico. Los que tengan un buen conocimiento del término municipal, lo que no es mi caso, podrán dictaminar si en el nordeste de la villa, en dirección a Malcocinado existió alguna vez, un predio denominado Los Álamos, y un terreno pizarroso con senda al borde de un precipicio. Si no fuera así, estaríamos en el caso de una narración imaginada, situada en unas poblaciones de toponimia verosímil.
Poco tengo que decir, desde el punto de vista lingüístico, del empleo de andalucismos, recurso al que no tengo nada que objetar. Solamente añadir que jamás he oído o leído la expresión: «Me se ha sentao a mí er cuadrí» y que según el Diccionario de la vecina población de Valverde de Llerena (http://www.valverdedellerena .com/diccionario.htm) cuadrí es «cadera, preferentemente en la mujer».
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[1]De la necrológica publicada en La Vanguardia, 25 de marzo de 1962, página 7. Puede leerse otro obituario de este autor en ABC de Madrid, 25 de marzo de 1962, página 096.

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