-"No quiero desilusionarte, hija mía -me decía Paco-, pero he de advertirte que aquello en esta época del año es muy frío, luego se torna muy caluroso; esos paseos que piensas dar vamos a ver si lo consigues, aquel terreno es muy abrupto; dices que quieres escribir, pues de noche se ve muy mal a la luz de un quinqué."
Algo similar me habían dicho mis amigos de Madrid.
-"Te veremos de regreso en un mes."
Un día, mi padre y yo fuimos a la finca. Quiso empezar, como buen militar, a dar las órdenes para mi instalación.
-"Tú déjame a mí."
-"¿Qué cama le preparamos, señorita?"
-"Un sommier al que le pondrán cuatro patas" (pensaba convertirlo en cama turca).
Durante los días que permanecí en el pueblo compré cretonas y botes de pintura; había encargado que pusiesen en la casa los diecisiete cristales que faltaban. Adquirí ropa de cama, cacharros de cocina, quinqués de petróleo. Me buscaron una chica joven como yo, sobrina de Josefa, la mujer de Rafael. Yo tenía veintiséis años, muchas ilusiones en el alma y muchos bríos. Aquella noche, a la luz del quinqué, en la enorme habitación que iba a servirme de dormitorio, sala de estar y comedor, amueblada con el sommier, una vieja camilla sin faldas, un diván muy bonito de asiento de anea, dos viejas mecedoras y una silla que me servía de mesilla, escribí a mi padre: «Ya hay luz en el cortijo, ya hay dueño en San Miguel.»
Ya había vida, luego abrí la ventana y me asomé al balcón. Era una fría noche de primavera sin luna. En el cielo intensamente negro lucían las estrellas. Busqué en él aquel lucero que veía desde la cárcel de Sevilla. Aún recuerdo el frío contacto de la barandilla de hierro, que de tan fría parecía húmeda. Fue uno de los momentos de emoción más intensa que sentí en mi vida. El huerto, los montes, el gran nogal, eran sólo sombras. Silencio absoluto. Paz inmensa de la naturaleza. Quizá tan sólo cantasen los grillos, croase alguna rana en el estanque invisible. Sobre mi cabeza, en el palomar, el leve arrullo de unas palomas. Había realizado mi sueño. Levanté los ojos al cielo y yo, que no me he puesto de acuerdo conmigo misma para decidir si creo o no en Dios, dije: «Gracias. Gracias por haberme permitido realizar este sueño, gracias por esta paz, gracias por mis ilusiones, gracias por la nueva finalidad que voy a darle a mi vida.»
Un sueño, un bello sueña que con los años se derrumbaría pero que fue la razón de mi vida durante mucho tiempo. Luego fue como aquel cuento bobo que se les relata a los niños: «éste puso un huevo, éste lo coció... ». Todos contribuimos a arreglar la casa. Yo tan pronto cogía una aguja para hacer colchas y cortinas como una brocha para pintar puertas y ventanas. Antonio, el hijo menor de nuestro encargado, era quien me ayudaba en este trabajo. Hicimos incluso de carpinteros con una sierra prehistórica y un martillo que parecía hecho para clavar estacas. Antonio me acompañaba en mis paseos, pues Josefa y Rafael tenían miedo de que me pasase algo si iba sola. Sufría unos despistes tremendos.
-"¿Dónde estamos?" -me preguntaba Antonio.
-"¿Dónde?"
-"Sí, ¿dónde está el cortijo?"
-"Hacia allí."
El chico se echaba a reír:
-"Vuélvase usted" -señalaba.
Y detrás de mí aparecía, muy cercano, el cortijo. Caminábamos, trepábamos los cerros, incansables. Años más tarde tuvimos caballos y abandonamos la gloriosa infantería. Recordábamos entonces con cierta nostalgia.
-"¿Te acuerdas cuando trepábamos los cerros sin cansarnos? ¡Cuánto paseábamos!"
-"¿Somos aún capaces de hacer lo mismo?"
-" ¡Ya lo creo! "
Algo similar me habían dicho mis amigos de Madrid.
-"Te veremos de regreso en un mes."
Un día, mi padre y yo fuimos a la finca. Quiso empezar, como buen militar, a dar las órdenes para mi instalación.
-"Tú déjame a mí."
-"¿Qué cama le preparamos, señorita?"
-"Un sommier al que le pondrán cuatro patas" (pensaba convertirlo en cama turca).
Durante los días que permanecí en el pueblo compré cretonas y botes de pintura; había encargado que pusiesen en la casa los diecisiete cristales que faltaban. Adquirí ropa de cama, cacharros de cocina, quinqués de petróleo. Me buscaron una chica joven como yo, sobrina de Josefa, la mujer de Rafael. Yo tenía veintiséis años, muchas ilusiones en el alma y muchos bríos. Aquella noche, a la luz del quinqué, en la enorme habitación que iba a servirme de dormitorio, sala de estar y comedor, amueblada con el sommier, una vieja camilla sin faldas, un diván muy bonito de asiento de anea, dos viejas mecedoras y una silla que me servía de mesilla, escribí a mi padre: «Ya hay luz en el cortijo, ya hay dueño en San Miguel.»
Ya había vida, luego abrí la ventana y me asomé al balcón. Era una fría noche de primavera sin luna. En el cielo intensamente negro lucían las estrellas. Busqué en él aquel lucero que veía desde la cárcel de Sevilla. Aún recuerdo el frío contacto de la barandilla de hierro, que de tan fría parecía húmeda. Fue uno de los momentos de emoción más intensa que sentí en mi vida. El huerto, los montes, el gran nogal, eran sólo sombras. Silencio absoluto. Paz inmensa de la naturaleza. Quizá tan sólo cantasen los grillos, croase alguna rana en el estanque invisible. Sobre mi cabeza, en el palomar, el leve arrullo de unas palomas. Había realizado mi sueño. Levanté los ojos al cielo y yo, que no me he puesto de acuerdo conmigo misma para decidir si creo o no en Dios, dije: «Gracias. Gracias por haberme permitido realizar este sueño, gracias por esta paz, gracias por mis ilusiones, gracias por la nueva finalidad que voy a darle a mi vida.»
Un sueño, un bello sueña que con los años se derrumbaría pero que fue la razón de mi vida durante mucho tiempo. Luego fue como aquel cuento bobo que se les relata a los niños: «éste puso un huevo, éste lo coció... ». Todos contribuimos a arreglar la casa. Yo tan pronto cogía una aguja para hacer colchas y cortinas como una brocha para pintar puertas y ventanas. Antonio, el hijo menor de nuestro encargado, era quien me ayudaba en este trabajo. Hicimos incluso de carpinteros con una sierra prehistórica y un martillo que parecía hecho para clavar estacas. Antonio me acompañaba en mis paseos, pues Josefa y Rafael tenían miedo de que me pasase algo si iba sola. Sufría unos despistes tremendos.
-"¿Dónde estamos?" -me preguntaba Antonio.
-"¿Dónde?"
-"Sí, ¿dónde está el cortijo?"
-"Hacia allí."
El chico se echaba a reír:
-"Vuélvase usted" -señalaba.
Y detrás de mí aparecía, muy cercano, el cortijo. Caminábamos, trepábamos los cerros, incansables. Años más tarde tuvimos caballos y abandonamos la gloriosa infantería. Recordábamos entonces con cierta nostalgia.
-"¿Te acuerdas cuando trepábamos los cerros sin cansarnos? ¡Cuánto paseábamos!"
-"¿Somos aún capaces de hacer lo mismo?"
-" ¡Ya lo creo! "
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