-«¡Luis!» -exclamó mi madre. Se levantó de su silla como impulsada por un resorte y, con los brazos abiertos, corrió a su encuentro. Los cuatro nos abrazamos llorando y riendo a la vez. Mi padre, para disimular la emoción que la embargaba, lo único que se le ocurrió fue sacar una fotografía suya en la que aparecía con barba:
-«¡Mirad! Con esta cara he salido de España.»
Luego llevó aparte al oficial que nos había acompañado y le preguntó:
-«¿Por qué no se me avisó?»
-«Mi General, no hubo tiempo.»
Por lo visto, el asesinato de Calvo Sotelo había precipitado los acontecimientos.
López Guerrero le solicitó a mi padre que por medio de la Embajada de Francia hiciera lo posible para localizar a su familia que había quedado en Madrid. Mi padre habló con el Embajador y se pudo encontrar a su familia en un sótano de la calle San Bernardo, tras lo cual fue trasladada a la zona nacional.
Ya estábamos juntos otra vez para emprender una nueva etapa de nuestras vidas, aunque no sabíamos cómo iba a ser ni cuánto iba a durar.
Pasamos aquel verano en Vic-le-Comte, en casa de nuestra abuela. Después fijamos nuestro domicilio en San Juan de Luz, donde había muchos refugiados españoles. La mayoría de ellos eran amigos nuestros.
Al comienzo alquilamos una casa puesta sin gracia, pero situada en un buen sitio. Conservábamos aún costumbres burguesas: teníamos una asistenta que venía una vez por semana a limpiar a fondo la casa y lavar la ropa; los domingos alquilábamos una silla y un reclinatorio en la iglesia y luego comprábamos una tarta. Con el tiempo suprimimos la tarta, alquilamos una sola silla en la iglesia, la asistenta vino cada quince días y finalmente prescindimos de ella.
De aquella primera casa nos echaron las pulgas. Nos mudamos a otra en pleno centro, aunque el alquiler era el mismo. San Juan de Luz era una ciudad muy bonita, con ambiente de pequeña capital. Tuvo su época de esplendor en la llamada «Belle époque», en que los ingleses, españoles y rusos iban los primeros en primavera, los segundos en verano y los terceros en otoño. Muchos veraneantes tenían allí sus villas. Había habitantes que, sin ser de la ciudad, residían allí todo el año. La pequeña burguesía lugareña vivía en el centro (rue Gametta, rue Sopite) y la población pesquera habitaba cerca del puerto. Eran como tres colonias que no se mezclaban.
El invierno era muy húmedo. Pese a los rompeolas, éstas saltaban y caían sobre el paseo de la playa. Los niños nos divertíamos esquivando las que rompían con furia sobre la barandilla.
La casa de la rue Gambetta acabó resultándonos cara. Buscamos otro piso más económico y lo encontramos en una gran villa frente al mar; la dueña nos alquiló tres habitaciones. Una de ellas, que tenía una cama turca y das butacas, nos servía de cuarto de estar; la segunda era el dormitorio de nuestros padres, y la tercera, mediante una pequeña cocina de butano, servía a la vez de cocina y comedor. Podíamos utilizar el baño, es decir, alquilarlo. También podíamos pagar por el salón y allí recibir con cierto honor a nuestras amistades. La casa era alegre y llena de luz, y estaba mecida día y noche por el murmullo del mar.
Naturalmente, íbamos al colegio. Un colegio que ya no existe. Estaba instalado en una de las villas de la «Belle époque». La directora se llamaba Mlle. du Luc; era una buenísima persona pero carecía de autoridad, por lo que profesoras y alumnas hacían lo que querían. Mi clase estaba en lo que antes había sido el salón principal. ¿Quién estudiaba allí teniendo a la izquierda un gran ventanal que abría sobre una terraza que daba a su vez al paseo de la playa y a la derecha un enorme espejo que abarcaba desde el suelo al techo? Había buenas profesoras, pero lo que no había era disciplina. Las españolas éramos las más alborotadoras. Como compañeras teníamos niñas inglesas y alguna que otra norteamericana.
Entre las profesoras había una de matemáticas, rancia y fea pero excelente. Yo no comprendía los quebrados. Me tomó aparte, me los explicó, los entendí y aún los recuerdo. Cuando pasé de curso me tocó en suerte la espantosa señorita Galaret, el terror del colegio y también profesora de matemáticas.
Uno de sus castigos consistía en echar a la alumna fuera de clase. También enseñaba latín. Recuerdo a una compañera recitando la declinación de «rosa, rosae». y luego el silencio... -«Salga usted de clase» -ordenaba.
Y como esto ocurría todos las días, la niña no pasó de «rosa, rosae».
Durante una época fue nuestra vigilante de estudios. Mientras paseaba entre los pupitres y sin que viniese a cuento ni nos interesara, nos contaba pasados esplendores de su carrera. Había estado en todas partes, lo había visto todo, había pasado por todo. Si estallaba una tormenta y una de las alumnas gritaba asustada, decía:
-«Se asustan ustedes por nada, ¡si hubiesen visto como yo un terremoto en Méjico!»
Nuestra profesora de geografía, historia y literatura era muy alta y delgada. Tenía la costumbre de preguntarnos qué nota creíamos merecer. Cuando una contestaba modestamente;
-«Ocho... »
-«¿Ocho? Yo le habría puesto diez, pero usted sabrá el trabajo que se ha tomado en estudiar» -contestaba.
Si decíamos «nueve» era peor.
-«¡Nueve, qué descaro! Siete como mucho; en vista de eso, le pongo cinco.»
Carmen Soler nunca aprendía las lecciones, salvo las retahílas de versos que recitaba con pésimo acento. Cuando las francesas se reían, Mlle. Grenier las reprendía.
-«Me gustaría verlas a ustedes recitando un párrafo de un clásico español en verso.»Yo obtenía buenas calificaciones en geografía e historia, aceptables en matemáticas, muy malas en álgebra y gramática y decentes en geometría. No destacaba en física y química y me apasionaban la literatura y la mitología. Siempre me gustó el dibujo, pero lo que me enseñaron en el colegio lo sabía ya por intuición.
-«¡Mirad! Con esta cara he salido de España.»
Luego llevó aparte al oficial que nos había acompañado y le preguntó:
-«¿Por qué no se me avisó?»
-«Mi General, no hubo tiempo.»
Por lo visto, el asesinato de Calvo Sotelo había precipitado los acontecimientos.
López Guerrero le solicitó a mi padre que por medio de la Embajada de Francia hiciera lo posible para localizar a su familia que había quedado en Madrid. Mi padre habló con el Embajador y se pudo encontrar a su familia en un sótano de la calle San Bernardo, tras lo cual fue trasladada a la zona nacional.
Ya estábamos juntos otra vez para emprender una nueva etapa de nuestras vidas, aunque no sabíamos cómo iba a ser ni cuánto iba a durar.
Pasamos aquel verano en Vic-le-Comte, en casa de nuestra abuela. Después fijamos nuestro domicilio en San Juan de Luz, donde había muchos refugiados españoles. La mayoría de ellos eran amigos nuestros.
Al comienzo alquilamos una casa puesta sin gracia, pero situada en un buen sitio. Conservábamos aún costumbres burguesas: teníamos una asistenta que venía una vez por semana a limpiar a fondo la casa y lavar la ropa; los domingos alquilábamos una silla y un reclinatorio en la iglesia y luego comprábamos una tarta. Con el tiempo suprimimos la tarta, alquilamos una sola silla en la iglesia, la asistenta vino cada quince días y finalmente prescindimos de ella.
De aquella primera casa nos echaron las pulgas. Nos mudamos a otra en pleno centro, aunque el alquiler era el mismo. San Juan de Luz era una ciudad muy bonita, con ambiente de pequeña capital. Tuvo su época de esplendor en la llamada «Belle époque», en que los ingleses, españoles y rusos iban los primeros en primavera, los segundos en verano y los terceros en otoño. Muchos veraneantes tenían allí sus villas. Había habitantes que, sin ser de la ciudad, residían allí todo el año. La pequeña burguesía lugareña vivía en el centro (rue Gametta, rue Sopite) y la población pesquera habitaba cerca del puerto. Eran como tres colonias que no se mezclaban.
El invierno era muy húmedo. Pese a los rompeolas, éstas saltaban y caían sobre el paseo de la playa. Los niños nos divertíamos esquivando las que rompían con furia sobre la barandilla.
La casa de la rue Gambetta acabó resultándonos cara. Buscamos otro piso más económico y lo encontramos en una gran villa frente al mar; la dueña nos alquiló tres habitaciones. Una de ellas, que tenía una cama turca y das butacas, nos servía de cuarto de estar; la segunda era el dormitorio de nuestros padres, y la tercera, mediante una pequeña cocina de butano, servía a la vez de cocina y comedor. Podíamos utilizar el baño, es decir, alquilarlo. También podíamos pagar por el salón y allí recibir con cierto honor a nuestras amistades. La casa era alegre y llena de luz, y estaba mecida día y noche por el murmullo del mar.
Naturalmente, íbamos al colegio. Un colegio que ya no existe. Estaba instalado en una de las villas de la «Belle époque». La directora se llamaba Mlle. du Luc; era una buenísima persona pero carecía de autoridad, por lo que profesoras y alumnas hacían lo que querían. Mi clase estaba en lo que antes había sido el salón principal. ¿Quién estudiaba allí teniendo a la izquierda un gran ventanal que abría sobre una terraza que daba a su vez al paseo de la playa y a la derecha un enorme espejo que abarcaba desde el suelo al techo? Había buenas profesoras, pero lo que no había era disciplina. Las españolas éramos las más alborotadoras. Como compañeras teníamos niñas inglesas y alguna que otra norteamericana.
Entre las profesoras había una de matemáticas, rancia y fea pero excelente. Yo no comprendía los quebrados. Me tomó aparte, me los explicó, los entendí y aún los recuerdo. Cuando pasé de curso me tocó en suerte la espantosa señorita Galaret, el terror del colegio y también profesora de matemáticas.
Uno de sus castigos consistía en echar a la alumna fuera de clase. También enseñaba latín. Recuerdo a una compañera recitando la declinación de «rosa, rosae». y luego el silencio... -«Salga usted de clase» -ordenaba.
Y como esto ocurría todos las días, la niña no pasó de «rosa, rosae».
Durante una época fue nuestra vigilante de estudios. Mientras paseaba entre los pupitres y sin que viniese a cuento ni nos interesara, nos contaba pasados esplendores de su carrera. Había estado en todas partes, lo había visto todo, había pasado por todo. Si estallaba una tormenta y una de las alumnas gritaba asustada, decía:
-«Se asustan ustedes por nada, ¡si hubiesen visto como yo un terremoto en Méjico!»
Nuestra profesora de geografía, historia y literatura era muy alta y delgada. Tenía la costumbre de preguntarnos qué nota creíamos merecer. Cuando una contestaba modestamente;
-«Ocho... »
-«¿Ocho? Yo le habría puesto diez, pero usted sabrá el trabajo que se ha tomado en estudiar» -contestaba.
Si decíamos «nueve» era peor.
-«¡Nueve, qué descaro! Siete como mucho; en vista de eso, le pongo cinco.»
Carmen Soler nunca aprendía las lecciones, salvo las retahílas de versos que recitaba con pésimo acento. Cuando las francesas se reían, Mlle. Grenier las reprendía.
-«Me gustaría verlas a ustedes recitando un párrafo de un clásico español en verso.»Yo obtenía buenas calificaciones en geografía e historia, aceptables en matemáticas, muy malas en álgebra y gramática y decentes en geometría. No destacaba en física y química y me apasionaban la literatura y la mitología. Siempre me gustó el dibujo, pero lo que me enseñaron en el colegio lo sabía ya por intuición.
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