lunes, 13 de diciembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 34


Se instalaron camas de campaña donde se pudo. Pasábamos el día en una casa situada enfrente, al otro lado de la calle. Era una hermosa casa extremeña, con patio, habitaciones abo­vedadas y sótano. Las viviendas provistas de sótanos tenían la obligación de pintar una cruz roja en la fachada para servir de refugio en caso de bombardeo. A los críos nos enviaban allí a jugar durante el día con el fin de que no entorpeciésemos el paso de las escaleras cuando sonara la alarma dada por tres campanadas de la Catedral, que nadie oía. La verdadera alarma era el barullo que metía la gente que, al grito de «¡El avión! ¡El avión! », corría a refugiarse en los sótanos, pues era un solo avión el que venía. A veces se daban falsos avisos de bombar­deo, como un día que, tras correr hacia el refugio, no se pro­dujo el ataque; estábamos perplejos y a la espera de que suce­diera cuando apareció el dueño de la casa:
-«Señores, ¿saben ustedes lo ocurrido? El burro del pa­nadero se escapó y la gente corría detrás para atraparlo.»
A veces tenían lugar en el sótano escenas de verdadera his­teria colectiva. Había un señor, pariente de los dueños de la casa, que no se cansaba de predicar «Serenidad, mucha sere­nidad», lo cual tenía la virtud de poner nervioso a todo el mun­do. Un día echó del sótano a uno de sus sobrinos. El crío, como los demás chiquillos varones, se dedicaba a contar las bombas que caían y a imitar el ruido de las ametralladoras:
-«La juventud debería estudiar historia de España. No se da cuenta de los dramáticos momentos que estamos viviendo» -declamaba. Otro día echó a su propia mujer que, junto con otras señoras, formaba un coro sollozante y rezador que mo­lestaba mucho menos que sus pretendidas llamadas a la calma.
No sé por qué, pero tenía la seguridad, igual que mi madre, de que ninguna bomba nos caería encima. Pese a ello, mi cas­tañeteo de dientes y mi miedo eran permanentes. Más de una vez me tuvieron que dar agua de azahar.
El sótano tenía una pequeña ventana bastante alta. Para taparla habían colocado delante un colchón apoyado vertical­mente sobre una mesa, para sujetarlo había un palo y para su­jetar a éste, una silla. Todo aquel frágil equilibrio pretendía protegernos contra bombas, balas y cascotes.
Así pasaron los días hasta que se tomó Badajoz. La víspera de la entrada de las tropas nacionales la pasamos en el refugio. A los niños nos dieron un huevo duro y una taza de chocolate. Al saber que los suyos estaban a las puertas de la ciudad las personas de derechas que habían logrado ocultar armas las sa­caron y toda la ciudad fue un tiroteo entre derechistas y mili­cianos. Alberto Matallana, jugándose la vida, fue a ver a su anciana abuela, que aguantaba estoicamente el bombardeo en su casa sin moverse de su butaca. De paso trajo algunos co­mestibles.
-«¿A qué hora entrasteis en Badajoz, Antonio?» -le pre­gunté en cierta ocasión a Castejón.
-«Entre las doce y la una» -me contestó.
Nosotros habíamos perdido la noción del tiempo. Aquella mañana el famoso avión sobrevoló muy bajo la ciudad. «¡Viva Queipo de Llano!», gritaban por los altavoces, « ¡Viva la Legión! ¡Arriba España! ¡Bandera blanca! ¡Ríndansel» Recuerdo el caos que se desató en el sótano:
-«¡A ver! ¡Las llaves del armario para sacar las sábanas, que hay que poner bandera blanca! ¡Que si no, nos achicharrarán! » -gritaban.
Al rato los clarines de la Legión sonaron en la calle y todos los ocupantes de la casa, llevando un brazalete blanco, salieron a ovacionar, brazo en alto, a la tropa.
Tres columnas sitiaron la ciudad, la de Yagüe que se había llevado toda la artillería, la de Asensio y la de Castejón. Esta última fue la primera que ocupó Badajoz. Primero tomaron el Cuartel del Menacho. Allí se parapetó y mandó tapar las venta­nas con fundas que hizo rellenar de arena entre las cuales podía la tropa disparar perfectamente hacia el vecino Cuartel de la Bomba. Este, que no había tomado las mismas precauciones, estaba en situación desventajosa. Un foso separaba los dos cuarteles.
Un día, un grupo de oficiales del Cuartel de la Bomba, sin armas, se pasó a los nacionales. Entre ellos había un conocido de Castejón, pues había sido compañero de promoción.
-«¿Por dónde habéis pasado?»
-«Aprovechando un descuido, hemos cruzado un puente luego de haber salido por una puerta lateral» -respondió.
-«Y esa puerta ¿adónde comunica?» -preguntó muy inte­resado Castejón.
-«A un pasadizo que conduce al patio central.»
Al saber esto Castejón decidió poner en práctica un plan que le posibilitó tomar la ciudad. Guiados por el oficial, él y sus soldados armados con metralletas entraron en el pasadizo. Mientras tanto, las tropas que quedaban en el Menacho hacían fuego contra el cuartel para distraer la atención de los milicia­nos. Así llegaron al patio donde estaba el Regimiento sin la ofi­cialidad. La puerta del pasadizo estaba disimulada tras unas anchas columnas que bordeaban el patio. Aunque parezca in­creíble, estando el patio lleno de soldados, aquel grupo de hom­bres pudo entrar sin ser visto. Rápidamente se apostaron tres hombres detrás de cada columna. Entonces Castejón se dirigió a los soldados enemigos:
-«¡Manos arriba todos! ¡Tirad las armas, poneos de cara a la pared y os prometo que no dispararemos! Si no, estamos armados con metralletas y no quedáis ni uno!»
La tropa, totalmente desconcertada y sin mando, obedeció.
-«¿Dónde está la oficialidad? -preguntó. Se enteró de que estaban tomando café en el Cuarto de Banderas. Algún sargen­to, quizá, logró escabullirse sin ser visto y subió a avisarles. Los oficiales aparecieron tras la balaustrada del piso superior disparando con sus pistolas. Las metralletas de Castejón esta vez sí dispararon y se tomó el cuartel.
Castejón encontró a un oficial herido cuando recorría el cuartel.
-«¿Cuándo ha sido usted alcanzado?» -lo interrogó.
-«En el tiroteo que tuvimos ayer contra ustedes.»
-«¿Es usted republicano?»
-«Sí, ¿es un delito?»
-«No, usted; como militar y como republicano, se bate por unos ideales como yo por los míos. No se preocupe, voy a poner a su lado a un enfermero para que lo cuide y a das legionarios de mi confianza para que nadie lo moleste.»
Más tarde le permitió a su mujer quedarse a su lado. Luego supo que, tras su partida, había sido fusilado.

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