-«Mi marido es incapaz de hacer una cosa así, y suponiendo que lo hubiese hecho sería obedeciendo las órdenes de un gobierno.»
-«Un gobierno de canallas y sinvergüenzas.»
-«Al cual ha servido usted» -respondió mi madre.
-«Sí, pero cuando nos hemos dado cuenta de lo que eran nos hemos sublevado.»
Entonces yo, que había charlado y reído con el legionario que nos custodiaba, comprendí que aquéllos eran nuestros enemigos. Me quité la pulsera y la arrojé por la ventanilla del coche.
Llegamos a Sevilla de noche. La ciudad ardía en una bulliciosa euforia. Todos creían que la guerra sería cuestión de cuatro o cinco días. Ya estaban preparadas las iluminaciones en la Plaza Nueva para festejar la toma de Madrid. Las terrazas de los cafés estaban repletas de gente que charlaba y reía animadamente. Las calles eran cruzadas por camiones con falangistas y requetés cantando. Fuimos conducidas al Gobierno Militar. Mi hermana y yo permanecimos en el coche mientras nuestra madre se entrevistaba con el General Queipo de Llano. Este la recibió amablemente y le comunicó que iba a quedar detenida en un hotel con un policía en la puerta. Aquella noche interrumpió una de sus famosas charlas y envió un mensaje a mi padre: «Luis, Margarita y las niñas están bien.» Mi padre lo recibió y debió suspirar aliviado al saber que al menos estábamos con vida.
Tres días estuvimos en el hotel. En la tarde del tercer día el policía subió a nuestra habitación y le comunicó a mi madre que tenía órdenes de llevarla a la Comisaría.
-«¿Y mis hijas?» -preguntó angustiada.
-«De las niñas no me han hablado» -recibió por respuesta.
-«Pues yo no me separo de ellas» -dijo resuelta.
-«Que vengan entonces.»
En la Comisaría nos recibió un comisario que, fríamente, le comunicó a mi madre que sería encarcelada.
-«Pero esta niña -dijo refiriéndose a mí- es demasiado pequeña para ir a la cárcel. ¿Tiene usted parientes o amigos en Sevilla a quien confiársela?
-«Parientes no, pero sí el padrino de mi hija mayor que es como un hermano para mi marido.»
Este señor, amigo desde la juventud de mi padre, además de la amistad que los unía, había sido objeto de un gesto muy solidario: mientras pasaba una temporada en Madrid cayó enfermo de gravedad, aunque él creía que se trataba de anginas. Así se lo hizo también creer mi padre, quien lo cuidó aun sabiendo por el médico que se trataba de un caso de difteria. Al restablecerse y enterarse de lo que había padecido le dijo a mi padre:
-«Luis, ¿has sido capaz de venir a cuidarme sabiendo lo que tenía y estando tu mujer embarazada? Quiero pedirte un favor, deseo ser el padrino de ese hijo que va a nacer.»
-«Iba a serlo mi hermano, pero lo serás tú» -fue la respuesta de mi padre.
Mientras le avisaban nos hicieron pasar a una sala. Allí empecé a llorar y a patalear rogándole a mi madre que no me obligase a separarme de ella.
-«Mira, hija mía, que estarás muy mal en la cárcel.»
-«No importa, yo quiero irme contigo.»
-«Estaremos entre rejas comiendo pan negro y bebiendo agua.»
-«Pues con pan negro y agua -lloraba y rogaba- me voy contigo.»
-«Bueno, no te pongas así, hija mía. Te vendrás conmigo.»
Al fin nos anunciaron que J. P. Ll. había llegado. Pertenecía a una de las más distinguidas y aristocráticas familias de Sevilla. Poseía una gran fortuna y era, naturalmente, de ultraderecha, lo cual no le impedía estar temblando de miedo en aquella circunstancia.
-«Ya sé de qué se trata, Margarita, y con mucho gusto me haré cargo de la pequeña.»
-«Juan Pedro, perdóneme, pero mientras usted venía, Lolita me ha suplicado que no me separase de ella.»
-«Lo que puede usted hacer -intervino el Comisario- es mandarle a la cárcel a esta señora todo lo que pueda necesitar.»
-«¿Me puedo retirar?» -preguntó mi madre.
-«Sí.»
-«¿Y dónde cenaremos?»
-«En el hotel, pero de prisa, de prisa.»
Al entrar en el hotel el policía se humanizó y dijo:
-«Tarden en cenar el tiempo que necesiten.»
Los dueños del hotel y los camareros quedaron profundamente conmovidos y consternados al saber que seríamos encarceladas. Por lo que a mí se refiere, apenas probé la cena. Luego el coche, un largo trayecto, y la fachada oscura de la Cárcel Provincial. Una gran puerta se abrió, pasó el coche y la puerta se cerró tras él, luego un patio, una verja que se abrió y cerró tras nosotras; otro patio, otra verja. Así muchas veces. Una sensación angustiosa embargaba nuestras almas. ¿Comparé entonces aquella sensación de estar cayendo a un pozo sin fondo o lo hago ahora desde este presente que se funde en el pasado? No lo sé.
No nos registraron; tomaron, eso sí, nuestras huellas digitales. Recuerdo que mis dientes castañeteaban pero no lloraba ni tenía excesivo miedo. Le preguntaron a mi madre si traía dinero, porque en ese caso debía entregarlo. A cambio de él -dijeron- se le darían unos bonos para poder con ellos comprar cosas en el economato. Al ser puestas en libertad -aseguraron- le reintegrarían el sobrante. Mi madre reflexionó y sólo entregó una parte del dinero. Tras estas gestiones se les planteó el problema de dónde instalarnos, pues la cárcel estaba abarrotada. Decidieron finalmente que por aquella noche estaríamos mejor con las Naranjo, una familia constituida por la madre, casi ciega, y las dos hermanas de un capitán que estaba en zona republicana. A pesar de que las rehenes teníamos trato de favor, como las únicas celdas individuales eran las de castigo éstas pasaron a ser las de privilegio pues, además de la independencia que suponía estar en ellas, tenían lavabo y retrete, cama de hierro y una mesa incrustada en la pared. Las celdas eran dos. En la otra estaban las Muñoz, la madre y las dos hermanas del Director General de Seguridad de Madrid. Ante estas dos celdas había un pasillo, con lo cual, al cerrarse las puertas, quedaban completamente alejadas del resto de las dependencias y nadie podía acercarse a hablar con las incomunicadas. Sin embargo, al estar la cárcel abarrotada de presas, las mujeres y los niños (las que tenían niños pequeños les permitían tenerlos con ellas) dormían en el pasillo sobre colchones de paja.
-«Un gobierno de canallas y sinvergüenzas.»
-«Al cual ha servido usted» -respondió mi madre.
-«Sí, pero cuando nos hemos dado cuenta de lo que eran nos hemos sublevado.»
Entonces yo, que había charlado y reído con el legionario que nos custodiaba, comprendí que aquéllos eran nuestros enemigos. Me quité la pulsera y la arrojé por la ventanilla del coche.
Llegamos a Sevilla de noche. La ciudad ardía en una bulliciosa euforia. Todos creían que la guerra sería cuestión de cuatro o cinco días. Ya estaban preparadas las iluminaciones en la Plaza Nueva para festejar la toma de Madrid. Las terrazas de los cafés estaban repletas de gente que charlaba y reía animadamente. Las calles eran cruzadas por camiones con falangistas y requetés cantando. Fuimos conducidas al Gobierno Militar. Mi hermana y yo permanecimos en el coche mientras nuestra madre se entrevistaba con el General Queipo de Llano. Este la recibió amablemente y le comunicó que iba a quedar detenida en un hotel con un policía en la puerta. Aquella noche interrumpió una de sus famosas charlas y envió un mensaje a mi padre: «Luis, Margarita y las niñas están bien.» Mi padre lo recibió y debió suspirar aliviado al saber que al menos estábamos con vida.
Tres días estuvimos en el hotel. En la tarde del tercer día el policía subió a nuestra habitación y le comunicó a mi madre que tenía órdenes de llevarla a la Comisaría.
-«¿Y mis hijas?» -preguntó angustiada.
-«De las niñas no me han hablado» -recibió por respuesta.
-«Pues yo no me separo de ellas» -dijo resuelta.
-«Que vengan entonces.»
En la Comisaría nos recibió un comisario que, fríamente, le comunicó a mi madre que sería encarcelada.
-«Pero esta niña -dijo refiriéndose a mí- es demasiado pequeña para ir a la cárcel. ¿Tiene usted parientes o amigos en Sevilla a quien confiársela?
-«Parientes no, pero sí el padrino de mi hija mayor que es como un hermano para mi marido.»
Este señor, amigo desde la juventud de mi padre, además de la amistad que los unía, había sido objeto de un gesto muy solidario: mientras pasaba una temporada en Madrid cayó enfermo de gravedad, aunque él creía que se trataba de anginas. Así se lo hizo también creer mi padre, quien lo cuidó aun sabiendo por el médico que se trataba de un caso de difteria. Al restablecerse y enterarse de lo que había padecido le dijo a mi padre:
-«Luis, ¿has sido capaz de venir a cuidarme sabiendo lo que tenía y estando tu mujer embarazada? Quiero pedirte un favor, deseo ser el padrino de ese hijo que va a nacer.»
-«Iba a serlo mi hermano, pero lo serás tú» -fue la respuesta de mi padre.
Mientras le avisaban nos hicieron pasar a una sala. Allí empecé a llorar y a patalear rogándole a mi madre que no me obligase a separarme de ella.
-«Mira, hija mía, que estarás muy mal en la cárcel.»
-«No importa, yo quiero irme contigo.»
-«Estaremos entre rejas comiendo pan negro y bebiendo agua.»
-«Pues con pan negro y agua -lloraba y rogaba- me voy contigo.»
-«Bueno, no te pongas así, hija mía. Te vendrás conmigo.»
Al fin nos anunciaron que J. P. Ll. había llegado. Pertenecía a una de las más distinguidas y aristocráticas familias de Sevilla. Poseía una gran fortuna y era, naturalmente, de ultraderecha, lo cual no le impedía estar temblando de miedo en aquella circunstancia.
-«Ya sé de qué se trata, Margarita, y con mucho gusto me haré cargo de la pequeña.»
-«Juan Pedro, perdóneme, pero mientras usted venía, Lolita me ha suplicado que no me separase de ella.»
-«Lo que puede usted hacer -intervino el Comisario- es mandarle a la cárcel a esta señora todo lo que pueda necesitar.»
-«¿Me puedo retirar?» -preguntó mi madre.
-«Sí.»
-«¿Y dónde cenaremos?»
-«En el hotel, pero de prisa, de prisa.»
Al entrar en el hotel el policía se humanizó y dijo:
-«Tarden en cenar el tiempo que necesiten.»
Los dueños del hotel y los camareros quedaron profundamente conmovidos y consternados al saber que seríamos encarceladas. Por lo que a mí se refiere, apenas probé la cena. Luego el coche, un largo trayecto, y la fachada oscura de la Cárcel Provincial. Una gran puerta se abrió, pasó el coche y la puerta se cerró tras él, luego un patio, una verja que se abrió y cerró tras nosotras; otro patio, otra verja. Así muchas veces. Una sensación angustiosa embargaba nuestras almas. ¿Comparé entonces aquella sensación de estar cayendo a un pozo sin fondo o lo hago ahora desde este presente que se funde en el pasado? No lo sé.
No nos registraron; tomaron, eso sí, nuestras huellas digitales. Recuerdo que mis dientes castañeteaban pero no lloraba ni tenía excesivo miedo. Le preguntaron a mi madre si traía dinero, porque en ese caso debía entregarlo. A cambio de él -dijeron- se le darían unos bonos para poder con ellos comprar cosas en el economato. Al ser puestas en libertad -aseguraron- le reintegrarían el sobrante. Mi madre reflexionó y sólo entregó una parte del dinero. Tras estas gestiones se les planteó el problema de dónde instalarnos, pues la cárcel estaba abarrotada. Decidieron finalmente que por aquella noche estaríamos mejor con las Naranjo, una familia constituida por la madre, casi ciega, y las dos hermanas de un capitán que estaba en zona republicana. A pesar de que las rehenes teníamos trato de favor, como las únicas celdas individuales eran las de castigo éstas pasaron a ser las de privilegio pues, además de la independencia que suponía estar en ellas, tenían lavabo y retrete, cama de hierro y una mesa incrustada en la pared. Las celdas eran dos. En la otra estaban las Muñoz, la madre y las dos hermanas del Director General de Seguridad de Madrid. Ante estas dos celdas había un pasillo, con lo cual, al cerrarse las puertas, quedaban completamente alejadas del resto de las dependencias y nadie podía acercarse a hablar con las incomunicadas. Sin embargo, al estar la cárcel abarrotada de presas, las mujeres y los niños (las que tenían niños pequeños les permitían tenerlos con ellas) dormían en el pasillo sobre colchones de paja.
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