lunes, 6 de diciembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 31


A los pocos minutos pasó ante nosotros la camioneta que conducía a Madrid el cadáver de Cuervo. El General Castelló obligó a la tropa a formarse y se cuadró militarmente ante el féretro. Después llamó a varios cabecillas de la F.A.I. y les dijo:
-"Tengo en mi poder el acta de Consejo de Guerra con los nombres de los que condenaron a muerte. Sé también quiénes sois todos vosotros. El Teniente Coronel Cuervo ha muerto como un heroico militar republicano, como lo que realmente era, haciendo frente al enemigo y si alguien vuelve a hablar de este desdichado asunto, aunque se esconda debajo de la tierra, lo fusilo."
La voz del Ministro de la Guerra era dura y no admitía ré­plica. Los milicianos de la F.A.I. lo escuchaban atemorizados, con la cabeza baja.»
Su indignación y las duras palabras pronunciadas a los mi­licianos estaban de acuerdo con su carácter y me recuerdan dos anécdotas contadas por él.
Durante la guerra de Marruecos se enteró de que unos ca­milleros habían abandonado a unos heridos en pleno campo debido a un repliegue. Abandonarlos suponía dejarlos a merced de los moros y, como consecuencia, la muerte. Mi padre les echó una terrible bronca.
-«No podemos abandonar a los heridos, es una cobardía -les dijo-. Tenemos que llevarlos con nosotros aunque nues­tra marcha se haga más lenta. El abandono de los heridos des­moralizaría, además, a la tropa.»
Como castigo, sacó su sable y, dándoles de plano con él, les propinó una paliza. Todo el regimiento lo aplaudió.
Otro día, en época de paz, visitó los calabozos del cuartel. A sus oídos llegaron unos alaridos espantosos de dolor. Dos sol­dados castigados a unos días de encierro habían discutido; uno de ellos había cogido un brasero ardiente y lo había arrojado a la cara del otro. Mi padre, indignado, hizo lo mismo que en África.
-« ¡ Cobarde ! -le gritó--. Si quieres pelearte tienes tus puños para ello.»
Fueron las únicas veces que pegó a sus hombres.
«Otro día que llevé a cabo una visita de inspección, tras hablar con las tropas, di cuenta a Giral del estado de las fuer­zas; allí no había los 10.000 hombres que creía el Gobierno. Sólo contaban con una Compañía de Aviación, otra de la Guar­dia Civil y 500 milicianos; el resto se iba a dormir a Madrid.
-"Es preciso recuperar el Puerto» -consideró Giral.
Los hombres de Mola habían ocupado el Puerto abandonado y cuando vieron el avance de las escasas fuerzas que trataban de recuperarlo empezó el fuego de cañones y ametralladoras. Además, dos aviones tiraban sobre la columna que huía. Traté de detener aquella huida y un miliciano que venía en un coche me gritó:
-"¡Quítese del medio porque si no lo arrollamos!»
Me dirigí al Ministerio. Di cuenta a Giral de lo que había presenciado. Aquello le produjo a Saravia muy mala impresión y yo le di a conocer mi opinión:
-"Como no encuadren ustedes a esa fuerza de milicianos con tropas dirigidas por oficiales de carrera, estos batallones políticos no darán resultado."
Una vez publicada mi dimisión, me nombraron General de la División de Madrid sin mando de tropas. Los Jefes eran los generales Pozas y Riquelme. Al General Pozas lo habían desig­nado Ministro de Gobernación.
En los últimos días de agosto me llamó por teléfono el Director de la Cárcel Modelo para decirme:
-"Mi General, los presos comunes han incendiado las leñe­ras que están al lado de las habitaciones. He avisado al Parque de Bomberos y le aviso a usted para que envíe soldados con palas y picos."
Di las órdenes al Cuartel de Infantería más próximo y, acom­pañado de mi ayudante Matallana, fui personalmente a ver qué sucedía. Desde que había recibido la llamada del Director de la prisión hasta que llegué habrían transcurrido cuarenta minu­tos. La Plaza de la Moncloa estaba totalmente ocupada por mi­licianos armados. Había, además, dos o tres camiones repletos de municiones y bombas de mano. Esto me hizo sospechar que el incendio había sido provocado. Cuando quise abrirme paso entre aquel gentío, cuatro milicianos con pistolas en las manos se subieron a los estribos del coche y me preguntaron quién era.
-"El Gobernador Militar» -respondí.
-"Pues nos vienes muy a tiempo -exclamaron-; estos cochinos fascistas que están en la cárcel capitaneados por Ruiz de Alda son los que han ocasionado el incendio con el fin de escaparse. Es preciso que tú nos des la orden para que la guar­dia exterior nos deje entrar."
Les respondí que la guardia, en efecto, la había nombrado yo, pero que desde el momento en que tomaba posesión pasaba a depender del Director de la cárcel y éste a su vez de la Di­rección General de Seguridad.
-"Pues nos vas a dar la orden firmada» -exigieron.
En ese momento un sargento de la Guardia de Asalto se acercó a mi coche y me preguntó qué pasaba. Expliqué la pre­tensión de los que estaban en el estribo.
-"El general tiene razón, bajad inmediatamente -dijo. Y, dirigiéndose a mi chófer, añadió-: Dé marcha atrás."
Así, por verdadero milagro, pude llegar vivo a la calle de la Princesa y de allí a la Capitanía. Cogí el teléfono y hablé con Saravia, quien no sabía nada de lo ocurrido.
-"Es preciso que le diga usted al General Pozas que envíe una Compañía de Guardias de Asalto para evitar que tomen la Cárcel Modelo."
Media hora después envié a mi chófer para constatar si se había cumplido la orden y me informó que sí y que la Plaza de la Moncloa estaba casi desierta, pero que un grupo de milicia­nos estaba en las azoteas de las casas. Pasé la noche en vela, recostado en la cama de la Capitanía. Al amanecer entró mi chófer y, al comentarle que no había podido dormir, me dijo:
-"Yo tampoco, por eso hace una hora fui a ver cómo esta­ba la situación en la Cárcel Modelo. Comprobé que la Compañía de Guardias de Asalto se había retirado y que los milicianos, al enterarse, la asaltaron. Parece que ha habido una matanza horrible. Los presentes, contemplando la fila de cadáveres, los Iban identificando: "Este es Melquíades Álvarez, éstos los ge­nerales Villegas y Capaz, éste el Almirante Salas, éste el Doctor Albiñana, y otros más que no recuerdo. Había un coche de la embajada inglesa y un oficial de uniforme tomaba nota de los nombres."

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