viernes, 10 de diciembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 33


Cuando llegaron los días trágicos, el día de la muerte de Calvo Sotelo, anatemizó ante la Comisión Permanente con palabras, al parecer, sinceras. El 18 de julio mantuvo una conversación con los Jefes de las Di­visiones Orgánicas y decidió formar un Gobierno con la inten­ción de hacer una posible coalición con los militares. ¿Obraba de buena fe? ¿Era una celada que le tendía a Mola para hacerlo venir a Madrid? Lo efímero de aquel Gobierno, que cayó por la presión popular de Largo Caballero, hace suponerlo. Cabe deducir que el pueblo estaba aguardando este movimiento de derechas para lanzarse a la revolución armada. ¿Qué hubiese sucedido si al formar gobierno Martínez Barrios se hubiese declarado el Estado de Guerra? Al ser legal, ¿lo habrían apo­yado los elementos armados con Guardia Civil, Asalto y Carabi­neros? ¿Se hubiese conseguido implantar el orden? ¿El núme­ro de muertos que ello hubiese costado habría llegado al mi­llón? ¿Los estragos en la economía, las tierras, los edificios, podrían haberse evitado?. He de confesar que, por ausencia del Embajador, el Cónsul Mr. Neville y todo el personal de la Embajada me recibió muy bien. Me destinaron un pequeño pabellón y, para que no estu­viera solo, vinieron conmigo los hermanos Espinosa de los Mon­teros, Eugenio y Fernando. Todos los días me visitaban Morel y el Teniente Coronel Ungría.
Unas trescientas personas estaban refugiadas en la Embaja­da. Una mañana Morel me contó:
-"Esto es una vergüenza, algunos de estos señoritos aquí refugiados han robado los relojes de los coches y la otra noche asaltaron la despensa y se dieron un festín de comida y bebida. Bien sabe usted que aquí se da una comida decorosa, pues los víveres vienen de Francia."
Mi estancia allí data del 15 de noviembre. Un mes antes, por mediación también de la Embajada, me entregaron la pri­mera carta de mi mujer.
El 8 de junio de 1937 el Embajador ordenó que la próxima valija fuera llevada por mí. Al emprender la marcha, a media­noche, me encontré con una caravana de coches que seguían al mío.
Compartí el coche con la viuda y los dos hijos desertores del conde de Santa Engracia. En los otros vehículos iban el Coronel Muñoz Grandes, el Capitán Batalla con su familia y otros militares con las suyas.
Muñoz Grandes había sido sometido a un Consejo de Gue­rra y el fiscal había solicitado para él treinta años. El Coronel hizo ante el Tribunal protestas fervientes de republicanismo y fue sentenciado a doce años. El General Miaja tomó el nombre de todos los generales republicanos y pidió el indulto al Go­bierno. Este accedió y el Coronel se refugió en una Embajada y luego pasó a la Embajada de Francia para evadirse. Embarcamos en Alicante. En las afueras de la población me esperaba el Cónsul de Francia, que era el hermano del Cónsul de Madrid. Se acercó a mi coche y me dijo:
-"Estoy aterrado, pues me he enterado de que usted ha sido Gobernador Militar de Alicante y puede que lo reconoz­can. Veremos cómo conseguimos subir al barco."
La entrada del barco era controlada por dos carabineros y el Capitán. La pasarela estaba rodeada de milicianos. Subí y en muy buen francés les di los buenos días.
-"Es un buen compatriota" -dijo el Cónsul.
Y les dimos unos cigarrillos. Descendimos a las bodegas del barco, a una habitación que estaba destinada a despensa. El Capitán me encerró en ella y me dijo:
-"De aquí no se mueve usted hasta que yo dé tres golpes en la puerta, porque todos los días los milicianos registran el barco antes de que zarpe."
Eran las nueve de la mañana; hasta las cuatro de la tarde no oí los golpes. Cuando salí estaba desfallecido. Se presentó nuevamente el Capitán:
-"Por ser Comendador de la Legión de Honor, durante los tres días que dure la travesía comerá en mi mesa y tendrá una cabina independiente."
Esto indignó a muchos de los que viajaban en la bodega.
-"¿Hay alguno de ustedes que sea Comendador de la Le­gión de Honor" -les preguntó el Capitán.
-"Yo soy oficial de dicha Orden" -contestó uno de los presentes, y para él también hubo trato especial.
Todos los que viajábamos en el barco llevábamos pasaporte francés. Yo, como muchos otros, me había dejado crecer la barba para evitar ser reconocido.
Al llegar a Marsella la viuda del conde de Santa Engracia y sus dos hijos me abrazaron. Me dieron las manos personas que no conocía, menos Muñoz Grandes y Fernández Pérez.
«El Embajador había dado orden de que se me trasladase a San Juan de Luz. En la estación me recibió un emisario suyo, quien me informó que, por cuenta de la Embajada, sería hospe­dado en el Hotel Miramar.»
Julio de 1936, Badajoz. El nombramiento de Ministro del General Castelló no fue recibido con agrado por parte de mi madre, pues de inmediato comprendió la enorme responsabi­lidad que ese cargo suponía en aquellas circunstancias.
Recuerdo a todos los oficiales de la Comandancia rodeán­dola.
-«Señora, antes de que a usted le toquen un pelo de la ropa tendrán que pasar sobre nuestros cadáveres.»
No sé cuántos días permanecimos en nuestra residencia. Una tarde la abandonamos en un coche con las iniciales U.H.P. de gran tamaño pintadas en los cristales y con sólo algunos enseres. Ignoro lo que ocurriría en Badajoz. Seguramente ya habrían empezado las detenciones y los encarcelamientos. Le oí contar a mi madre que muchas noches se asomaba con di­simulo a las ventanas que daban a la plaza y veía a un miliciano que apuntaba continuamente con su fusil a los balcones de una casa cuyos moradores eran sospechosos.
Aquella noche dormimos en una pensión y al día siguiente nos trasladamos a la casa de unos familiares de Matallana. Muy pronto el piso se convirtió en una especie de campamento. Se habían instalado también allí la mujer de Matallana, su hijo Alberto, de catorce años, gran amigo nuestro, y otro hijo de la dueña de la casa que era de derechas y que vino a refugiarse con su mujer y su niño ya que suponía que como allí estaba la mujer del Ministro de la Guerra no irían a detenerlo.

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