viernes, 24 de diciembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 40


Mi madre se quitó la bata y se puso rápidamente un vestido. Arregló sus cabellos y comenzó a recoger el equipaje. Mi her­mana, para ahorrar tiempo, encontró más práctico subirse los pantalones del pijama y ponerse encima un vestido. Pronto estuvimos dispuestas a partir.
-«Mucha suerte» -nos decían.
-«Escribid» -nos pedían.
Y nuevamente la antesala, en la que esta vez nos reintegraron el dinero que no habíamos gastado. Nuevamente mi casta­ñeteo de dientes; un coche con chófer y policía; las verjas que se abrían para volverse a cerrar tras nosotras; los patios que se sucedían; la puerta de entrada. Y la noche. Busqué en el cielo negra de otoño la estrella amiga y allí estaba, con sus guiños amistosos.
Volvimos al Hotel Biarritz cuyos dueños eran muy amables con nosotras. Un policía estaba permanentemente en la antesala. Solían ser buenas personas y hacían amistad con nosotras hasta el punto que solían subir a nuestra habitación a charlar y a jugar a las cartas con las tres. Había uno que al dar las seis de la tarde, miraba su reloj y decía:
-«Señora, es mi hora de merendar. Me voy a mi casa. Hasta luego. »
-«Y yo mientras tanto me escapo» -decía mi madre.
-«¡Como sé que usted no lo hará! »
Podíamos recibir visitas bajo la vigilancia del policía. Las primeras personas que vinieron a vernos fueron nuestras anti­guas compañeras de cárcel: María, Matilde. Creo que las Muñoz se marcharon de Sevilla. La más espectacular de todas las sa­lidas fue la de Matilde. Ella y su marido recobraron la libertad el mismo día. Eran recién casados, jóvenes, y llevaban varios meses sin verse. Todo el personal de la cárcel se reunió en la sala donde debían encontrarse para presenciar él reen­cuentro.
En ese tiempo ya intercambiábamos cartas con mi padre. Mi madre las enviaba a la suya, ésta les cambiaba el sobre y se las remitía a su yerno en la Embajada de Francia en Madrid. Mi madre se llamaba Pauline de segundo nombre y mi padre Enrique. Las cartas que ella escribía iban dirigidas a su que­rida prima «Henriette» y él contestaba «chére Pauline et en­fants».
Conservo como reliquias aquellas misivas en las que, en clave, mis padres se daban noticias de sus respectivas vidas. -«Aquí -escribía mi padre- la vida transcurre monótona y triste. Cuando recibo carta vuestra es para mí un día de sol. Lo que me cuentas del padrino de tu hija mayor es la lección más dura que me ha dado la vida. ¡Qué bien se están portando en cambio Paca y su hija!» (Paca era la suegra de Castejón.) «Las niñas crecen -contestaba mi madre- y son muy bue­nas conmigo. La mayor es ya una linda jovencita (la linda jo­vencita estaba en plena edad del pavo con su poquito de acné juvenil y llevaba unas gafitas que poco la favorecían, pero para su madre era eso: «una belle jeune fille»). No puedo enviarlas al colegio por ahora. El yerno de Paca trabaja en un laborato­rio en el que están a punto de descubrir un medicamento que creo que me curará de mi enfermedad.»
—¡Cuánto me reconforta lo que me dices de las niñas! Espero que tu médico, don Antonio, tenga buena mano contigo.» (El médico en cuestión era Castejón y la enfermedad nues­tra situación.)
Así pasaron los meses. Nosotras podíamos salir sin vigilancia; no así nuestra madre, que tenía que ser acompañada por el policía, razón por la cual no salió nunca.
María y Matilde nos sacaban de paseo, nos llevaban al cine, a merendar; particularmente María, quien vivía con su herma­no y un sobrino de mi edad llamado José María. Fue mi segun­do enamorado, porque ya en Badajoz había conquistado al hijo del dueño de la casa en cuyo sótano nos refugiábamos.
J osé Mari era mi único amigo. Años más tarde, siendo jó­venes veinteañeros, nos volvimos a ver.
-«Tú, de niño, estabas enamoradillo de mí» -le dije.
-«Algo de eso había.»
Y volvimos a ser excelentes amigos. Una vez necesité pedirle un favor. Me hacía falta dinero para la finca y él y su tío me lo prestaron. Cuando se lo devolví y le escribí dándole las gracias, me contestó con una carta gentilísima «Soy yo quien te está agradecido porque hayas recurrido a mí y te haya po­dido hacer un favor. De niño estuve enamorado de ti y no me atreví a confesártelo. Quizá ese sentimiento infantil no haya muerto del todo, así que cuando necesites algo de mí me tienes a tu disposición como un cadete.»

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