jueves, 23 de diciembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 39


-«Pensaba invitarlas a comer un flan, pues en la carta me anunciaban que me lo mandarían, pero no sé quién me lo ha quitado.»
Y, dirigiéndose a la celadora, agregó:
-«¿Qué le parece a usted?»
La celadora no se inmutó.
-«Desde luego, hay gente para todo. A lo mejor la familia hasta había hecho un sacrificio por enviar alimentos a sus parientes.»
Mi madre y Matilde intercambiaron una mirada de inteli­gencia. No recuerdo si desde entonces las cestas llegaron más repletas, pero por lo menos lo intentaron.
Tuvimos tres celadoras, la tercera, que se llamada doña Pepita; era una persona muy educada.
Tiempo después, una nueva presa se sumó al pequeño grupo de rehenes. Se trataba de María O'Kean, la hermana de Victoria Kent bajo cuyo mandato había sido construida la Cárcel de Sevilla. Ella misma había supervisado los planos. María decía con buen humor:
-«Si Victoria hubiese sabido que yo iba a estar encarcelada aquí le hubiese puesto alfombras a la cárcel.»
Para María ya no quedaba un sitio más o menos «privile­giado» en la prisión, así que comía con nosotras y pasaba la mayor parte del tiempo en nuestra cocina-vivienda. Dormía en la nave adyacente. Fue la primera en ser puesta en libertad y gracias a ella recibimos el primer paquete desde el exterior.
Había también una viejecita muy salada y pulcra que usaba un jazmín de papel en el moño. Había tenido la humorada de bordar a punto de cruz sobre su delantal una hilera horizontal por cada semana que pasaba en la cárcel. Un día se lo enseñó a uno de los celadores y, al explicarle de qué se trataba, el guardia exclamó:
-«¡Qué cosas se le ocurren!»
La pobre mujer tuvo tiempo de bordar horizontal y verti­calmente todo el delantal.
Un día más y un día menos, era lo que nos repetíamos todos los días. Estuvimos presas tres meses. Tres meses se pasan en cualquier sitio. Lo peor es no saber que sólo se estará detenido ese tiempo.
Finalizó el mes de octubre y ya temíamos pasar el invierno, encarceladas, cuando un día mi madre fue citada al pequeño locutorio en el que se tomaba declaración. Fuimos con ella. A través de una ventanilla un señor mayor y simpático le dijo:
-«Señora, el General (el General por antonomasia era Quei­po de Llano) ha sabido que están ustedes aquí y quiere mejorar su situación. ¿No estarían mejor en un convento?»
Aparentemente, Queipo ignoró hasta entonces nuestro en­carcelamiento; el Comisario de Policía obraba por su cuenta y riesgo.
Mi madre pensó que las monjas la marearían hablándole de su marido que estaba junto a los ateos rojos y, con suavi­dad y diplomacia, insinuó:
-«¿Y no podría ser una pensión o un hotel?»
-«Lo consultaré.»
Al cabo de unos días nos fue comunicada la buena nueva de que el General accedía a nuestra petición; esto se nos informó el mismo día que recobramos la libertad. Nuestra tensión iba en aumento a medida que transcurrían las horas y no nos lla­maban. Llegó la noche. Aún no había sonado el toque de queda. Mi madre se puso su bata y empezó a rezar uno de aquellos rosarios suyos tan particulares entre los que intercalaba fra­ses dirigidas a nosotras:
-«María Luisa, ¿quieres traerme un pañuelo?... llena eres de gracia... Lolita, hija mía, ¿quieres entornar la ventana?... el Señor es contigo... »
Mi hermana se había acostado y yo, mientras no llegaba el toque de queda por el cual debíamos apagar las luces y guar­dar silencio, jugaba a ser un esquimal. Había rodeado mi carita morena con el «renard» de mi madre y, complacida, me miraba en el espejo colgado del escurreplatos. De pronto se abrió la puerta de la nave-dormitorio a la que daba nuestra cocina. Entró la celadora con otra mujer que no conocíamos gritando:
-«¡Libertad, libertad, doña Margarita!»

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