lunes, 20 de diciembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 38


En la celda que ocupaban las Naranjo, además de la cama incrustada en la pared habían puesto otra para la madre; los celadores trajeron unos colchones de paja para nosotras y los colocaron sobre el suelo.
Mi hermana y yo nos echamos a llorar desconsoladamente abrazadas a nuestra madre. No sé si logramos dormir o no. Temprano empezó el bullicio de las presas. La cárcel era un moderno edificio que había sido construido cuando la diputada Victoria Kent era Directora General de Prisiones. La parte des­tinada a las mujeres constaba de un gran patio a cuyos costa­dos estaban las naves; una comprendía la sala de declaración y el locutorio; la otra, las salas de costura, las duchas y el co­medor del cual partían las escaleras del piso superior. Allí ha­bía dos grandes habitaciones que en épocas normales servían de dormitorios, las celdas de castigo y la enfermería, que tenía comedor y cocina propias. Pero aquélla no era una época nor­mal. La cárcel estaba más que completa, pues además de las presas comunes estaban las «presas políticas», aunque muchas de esas mujeres presas por «cuestiones políticas» se habrían limitado a gritar U.H.P. sabiendo apenas el significado de esta sigla. Estas presas dormían en lo que antes habían sida las salas de costura. Los dormitorios del piso superior los ocupaban los hombres, que durante el día eran llevados a la parte destinada para ellos. Su regreso en fila por las noches constituía todo un acontecimiento para las mujeres.
Cuando llegó la celadora se planteó otra vez el problema de nuestro alojamiento.
-«¿Dónde las meto yo a ustedes? Esto está de bote en bote. Creo que donde mejor estarán es con las cuases.»
Mi madre, intranquila, se informó a quiénes denominaban con tal apelativo: eran las ladronas y las asesinas. Ocupaban la antigua enfermería. Mi madre, camino del lugar, se fijó en la cocina.
-«¿Y esta cocina? ¿Quién la ocupa?»
-«Nadie, no se utiliza ahora.»
-«¿Por qué no me alojan en ella?»
-«¿Quiere usted alojarse en una cocina?»
-«¿Por qué no? Creo que así estaremos más indepen­dientes.»
-«Bueno, como quiera; ordenaré que la limpien.»
Así lo hizo. Pensando que las camas estarían llenas de chin­ches, mi madre no quiso más que tres colchones sobre el suelo. La cárcel no suministraba sábanas a las presas, sino que las traían sus familiares. Pero aún en una cárcel hay maneras de adquirir lo que hace falta y tener algunas comodidades; inclu­so conseguimos que nos lavaran la ropa. Unas presas nos presta­ron unas sábanas muy decentes bordadas a punto de cruz. Los colchones de paja tenían muy buena- pinta, eran altos y pare­cían bien rellenos. Simple ilusión óptica, en cuanto nos acos­tábamos en ellos se reducían a unos centímetros. Los colocába­mos de noche frente a la ventana. Ante mí, cuando me acosta­ba, veía siempre la, misma estrella. Una estrella menuda que parecía hacerme guiños, como si quisiera darme esperanzas, decirme que pronto saldríamos de allí.
Durante el día, salvo en las horas de la siesta, las presas tenían que estar en el patio. No sé en qué ocupábamos el largo día. Charlábamos, paseábamos; yo solía jugar con alguno de los niños que allí estaban.
El padrino de mi hermana no vino a vernos en todo el tiem­po que estuvimos encarceladas, no envió una sala carta, ni un paquete, para su ahijada que cumplió catorce años en la cár­cel. Según nos comentaron unos amigos suyos, parece que le daba mucha pena vernos entre rejas. Deduzco que le daría mucha pena pensar que sus cartas las leeríamos tras las rejas y sus manjares los comeríamos de igual manera.
Mi madre recibió carta de un pariente de mi padre, Enrique Castelló. En ella le contaba cómo habían asesinado a su cuñado José: «Quise llevármelo a Sevilla. Estuvimos discutiendo varias horas, con mi coche parado ante su puerta, pero se negó a aban­donar Guadalcanal. Yo no sé cómo puede estar Luis al lado de esa gentuza que es la mayor canalla que ha podido nacer.»
A través de él supo también mi madre que las fincas de José Castelló, que a su muerte había heredado mi padre, esta­ban confiscadas por los nacionales.
Mi madre logró enviarle noticias a mi padre por medio de la Embajada de Francia, a través de la inglesa, vía Gibraltar. Para ello sobornó a la celadora.
-«¿No había entregado usted toda su dinero?»
-«Entregué los billetes grandes pero me quedó algo.»
La mujer aceptó el dinero y no dijo nada. En su mensaje mi madre pudo comunicarle, en clave, dónde estábamos y el asesinato de su hermano.
Llevábamos un tiempo en prisión cuando, una tarde, metie­ron a una joven en nuestra habitación. Era una rehén como nosotras; su padre desempeñaba un cargo político en Madrid. Su marido -estaban recién casados- fue encarcelado poco después. Vestía de negro por un luto reciente. Tenía veinticinco años, era rubia y muy mona. Se apoyó contra el poyete de la cocina llorando. Mi madre se dirigió a ella con palabras ca­riñosas:
-«Mujer, no llores, aquí no se está tan mal. Somos un grupo de rehenes, podemos charlar y las celadoras no nos dan mal trato.»
Matilde, que así se llamaba, se hizo traer una cama en vista de lo cual mi madre, en el mes de septiembre, cuando la temperatura comenzó a descender, decidió también pedir camas. Estas fueron debidamente desinfectadas en el patio. Aquella noche, al acostarnos, mi madre y mi hermana lanzaron un sus­piro de satisfacción:
-«¡Qué diferencia con el suelo! ¿Por qué no habremos hecho antes el pedido?»
-«Pues yo no encuentro diferencia alguna» -manifesté.
-«¿Cómo puede ser?» -preguntaron.
La respuesta era sencilla: me había correspondido dormir en el medio sobre los dos barrotes laterales de las camas. Gracias a Matilde nuestra cena mejoró. Ella recibía paque­tes de su familia y nos invitaba a cenar ricos filetes de carne, pescado empanado y guisos perfectamente condimentados. A cambio de la cena, nosotras la invitábamos a almorzar. Lo malo era que las cestas de comestibles eran previamente revi­sadas por los celadores. Posteriormente, por si el registro no había sido lo suficientemente escrupuloso, la celadora les echa­ba un vistazo y, como resultado, los alimentos bailaban un tanto en las cestas cuando éstas llegaban a manos de su des­tinataria. Mi madre ideó un plan y así un día Matilde nos dijo delante de la celadora:

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