jueves, 16 de diciembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 36


Cinco horas después de la entrada de Castejón en Badajoz lo hizo Yagüe. Castejón le comunicó que tenía en su poder a la mujer y a las hijas de Castelló. Yagüe era también amigo de mi padre, pero estaba indeciso sobre lo que convenía hacer con nosotras. Con firmeza, Castejón le dijo:


-«Me va usted a permitir que responda de ellas, mi Tenien­te Coronel, pues son mis prisioneras.»
Al fin, Yagüe acabó diciendo:
-«Haga usted lo que mejor le parezca.»
Más tarde Castejón le comunicó a Yagüe que nos había enviado a Sevilla con una carta para el General Queipo de Llano.
-«No me ha consultado usted» -le dijo Yagüe al enterarse.
-«¿No me había dicho que hiciera lo que mejor me pa­reciese? Pues me ha parecido que lo mejor era mandarlas para Sevilla.»
-«Bueno, si así lo ha hecho, bien hecho está.» Para cotejar mis recuerdos con los de Castejón, le pregunté cuándo había tenido lugar esa conversación.
-«El mismo día de la toma de la ciudad» -me respondió.
-«Pues nosotras estuvimos dos días allí antes de salir para Sevilla» -le comenté.
-«Entonces es posible que yo le hiciese creer a Yagüe que ya os habíais marchado.»
Nuestra salida debió coincidir con la de la columna para el frente.
Recuerdo un amanecer. Algún alboroto debió despertar a los chiquillas de la casa, nos asomamos a las ventanas, unos legionarios conducían a una hilera de prisioneros; iban atados por las muñecas y con los brazos en alto. Los chicos comenta­ron riendo: «los llevan a fusilar». Se reían de la muerte con la misma inconsciencia con la que antes se habían reído al con­tar las bombas que no sabían si caerían sobre sus cabezas. Yo no pude reírme. No, yo no he visto las matanzas que se dice tuvieron lugar en la Plaza de Toros, ni esos ríos de sangre que corrían por las calles. Sólo vi a esa hilera de milicianos, esos hombres a los que llevaban a la muerte y no se me ha podido olvidar la mirada de espanto de uno de ellos.
Ante la puerta de nuestra casa Castejón había puesto a un legionario. Este se encargó de borrar con su machete la cruz roja de la fachada.
-«Los machetes de la Legión sirven para todo» --decía. Los niños aprendimos con él los himnos de la Legión. Un día me regaló una pulserita de plata labrada. Mi madre se asomó al balcón preguntando el por qué de ese regalo:


-«Señora, puede usted poner tranquila la pulsera a la niña, se la ha regalado un legionario.»
Al atardecer del segundo día salimos para Sevilla acompa­ñadas por un oficial de confianza de Castejón que, pese a ello, aceptó y cumplió la orden a regañadientes, pues recuerdo per­fectamente la conversación que tuvo con mi madre a lo largo del camino. Ella le preguntó:
-«¿Cuál será mi suerte?»
-«Usted correrá la suerte de la mujer del General Villa­brile, que ha sido encarcelada» -le respondió.
-«¿Y eso por qué?»
-«Porque su marido ha hecho fusilar a varias familias de los nuestros.»

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