Por José Mª Álvarez Blanco
El advenimiento de los procesadores de textos en modo
alguno ha supuesto la erradicación de las erratas, esos errores que comparten,
con los roedores con los que se diferencia en una letra, su presencia molesta y
desagradable. Podría pensarse que estas faltas que tanto afean un texto impreso
son propias de escritores no profesionales que han aprendido a manejar el PC
por su cuenta, y que, por no haber adquirido habilidad mecanográfica por un
método ciego, tienen que confiar la calidad final de sus escritos al programa
de revisión del procesador de textos, que a veces suele jugar malas pasadas.
Estas líneas pretenden demostrar e ilustrar, con la ayuda
de esa maravilla de la electrónica ―que es la fotografía digital, ¡quién se
acuerda ya del revelado químico! ―, que no solo los escribidores aficionados
son presa de estos errores, sino que también potentes grupos editoriales, que
editan bajo varios sellos y que usan el soporte más moderno, el libro
electrónico (llamado e-book o ebook en la lengua imperial), sufren en
sus voluminosas tiradas/descargas las garras de estos duendes, ahora
electrónicos.
Los dos párrafos anteriores vienen a cuento por lo
siguiente. A caballo entre los meses de mayo y junio pasado el ciudadano
Ignacio Gómez Galván, y en menor grado el firmante de estas líneas, fueron
responsables de la forma, no del contenido, del texto final de la obra: La Encajera. Vivencias de una familia, de Rafael Rodríguez Jiménez e Ignacio Gómez, que
se puso a la venta el 28 de julio pasado en Guadalcanal, con motivo de las V
Jornadas Patrimoniales. A ambos nos ha hecho muy poca gracia, por no decir
ninguna, que en las 119 páginas no hayamos advertido hasta una veintena de
erratas de diversa entidad.
En estas cuitas me encontraba, incapaz de articular las
consabidas disculpas repartiéndolas entre las prisas, la edad provecta propensa
a distracciones de la atención, etc. etc., cuando en la pantalla de dos libros
electrónicos recientemente leídos en el dispositivo comercializado por una
multinacional que evoca al mayor río sudamericano, mis ojos no daban crédito a
lo que veían, pues no eran, en cada caso una, sino un total de 24 erratas entre
las dos obras[i].
De ellas paso a reproducir fotográficamente seis bastantes relevantes.
En vista de lo que antecede, me permito modificar el
dicho “mal de muchos ...” y digo: “mal de grandes grupos editoriales con un
numeroso grupo de profesionales, consuelo de particulares responsables de una
edición artesanal ”, y me propongo, si una nueva ocasión se presentara,
pecar por exceso de revisiones finales y salir airoso en la batalla contra
estos duendes electrónicos.
[i] Por
razones obvias las fotos han sido modificadas para eliminar el nombre de las
obras. Baste señalar que una, editada por uno de los mayores grupos editoriales del mundo, es de
las más importantes de la literatura de EE.UU. del siglo XX, mientras que la
otra, es un libro de divulgación de un periodista español, editada por una
empresa pequeña. En ambos casos se puede decir que tras el escaneo se imponía
una revisión exhaustiva que no se hizo.
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