-"¿Qué te ha pasado para estar dos años disponible?"
-"Señor, he estado todo ese tiempo en las Juntas de Defensa."
Entonces salió y canceló todas sus audiencias del día, luego regresó y:
-"¿Qué pasa en Infantería?" -inquirió, vivamente interesado.
-"Lo principal es el descontento por los méritos de guerra y los destinos."
-"¿Y qué arreglo encontráis para ello?"
-"Para los destinos, que sean por antigüedad, formular una papeleta solicitando ocho; llegada la vacante, el primero que la hubiese requerido, la conseguiría. Los mandos del Cuerpo son del Rey. Para los empleos por méritos de guerra, nombrar un Juez que instruya un expediente en pro y en contra; el Juez emite su parecer y lo pasa al Consejo Supremo, el cual, una vez aprobado, lo entrega al Ministro y éste lo remite a las Cortes en forma de proyecto de ley."
El Rey quedó suspenso un momento, luego dijo:
-"Dile a tus compañeros que así se hará."
Y así se hizo la Ley de Bases de 1918. Posteriormente el Ministro La Cierva llevó el Directorio del Arma de Infantería al Ministerio de la Guerra en forma de Junta consultiva. Las Juntas de Defensa habían muerto.»
Varios años estuvo mi padre en Madrid. Años de vida placentera. Allí cambió la Semana Santa y las Ferias por la ópera, la zarzuela y las cupletistas de la época, entre las cuales una de sus preferidas era la famosa Raquel Meyer. Solía irse a primera fila del patio de butacas provisto de un cuadernillo y una pluma estilográfica para tomar la letra de las canciones. Una noche Raquel, entre copla y copla, se le acercó y desde el escenario le dijo:
-«No se moleste en tomar la letra de las canciones, las tengo impresas; espéreme a la salida y se las daré.»
Así lo hizo con una preciosa sonrisa. Aquel folleto se conservaba en casa; cada canción estaba ilustrada con una foto de Raquel.
La ópera, como es natural, era otra cosa; para ir a ella se vestían de punta en blanco. Mi padre tenía un palco con algunos amigos, todos ellos socios de la Gran Peña.
Antes del espectáculo tenían la posibilidad de observar a la aristocracia con sus damas enjoyadas y emplumadas con «aigrettes» y abanicos de avestruz. Un portero uniformado y solemne, con una alabarda en la mano, iba anunciando a las diferentes personalidades que entraban. Cuando llegaban ellos, sin perder su empaque ni su seriedad, el portero anunciaba: «Un grupo de señores socios de la Gran Peña.» Estos pasaban luego a ocupar sus puestos en el palco, mas como eran ocho, cada acto le tocaba a uno oírlo de pie. Los verdaderos aficionados y entendidos, todo el mundo lo sabía, estaban en el «paraíso» provistos de las partituras. A ese público y no al elegante de los palcos y patio de butacas temían los cantantes, pues de sus aplausos o pateos podía depender el éxito de una obra.
A veces tenía mi padre que hacer guardia en Palacio y de los breves contactos que mantuvo con el Rey nació en él una profunda simpatía hacia el Monarca. Solía decir que si como Rey se podía discutir su figura, como persona poseía grandes cualidades. Nadie podría negarle un gran sentido del humor y valentía, cualidades sin duda muy borbónicas, pero también había heredado la debilidad de dejarse influir por los demás.
Por quien mi padre sentía una gran admiración era por la Reina madre, doña Cristina, a tal punto que le oí decir que más que a su marido, en cuyo breve reinado poco más hay para señalar que su humanitaria y valiente actuación cuando el cólera de Aranjuez, él habría dedicado el monumento del Retiro a doña Cristina. Y relataba un episodio que bien podría servir de lección a muchos gobernantes: en cierta ocasión un Ministro se quedó sorprendido al verla leyendo un periódico socialista y, al manifestar su asombro, ella le contestó:
-«Claro, lo bueno que ocurre en España ya me lo cuentan ustedes... quiero saber también lo malo y lo que opina la oposición.»
-"Señor, he estado todo ese tiempo en las Juntas de Defensa."
Entonces salió y canceló todas sus audiencias del día, luego regresó y:
-"¿Qué pasa en Infantería?" -inquirió, vivamente interesado.
-"Lo principal es el descontento por los méritos de guerra y los destinos."
-"¿Y qué arreglo encontráis para ello?"
-"Para los destinos, que sean por antigüedad, formular una papeleta solicitando ocho; llegada la vacante, el primero que la hubiese requerido, la conseguiría. Los mandos del Cuerpo son del Rey. Para los empleos por méritos de guerra, nombrar un Juez que instruya un expediente en pro y en contra; el Juez emite su parecer y lo pasa al Consejo Supremo, el cual, una vez aprobado, lo entrega al Ministro y éste lo remite a las Cortes en forma de proyecto de ley."
El Rey quedó suspenso un momento, luego dijo:
-"Dile a tus compañeros que así se hará."
Y así se hizo la Ley de Bases de 1918. Posteriormente el Ministro La Cierva llevó el Directorio del Arma de Infantería al Ministerio de la Guerra en forma de Junta consultiva. Las Juntas de Defensa habían muerto.»
Varios años estuvo mi padre en Madrid. Años de vida placentera. Allí cambió la Semana Santa y las Ferias por la ópera, la zarzuela y las cupletistas de la época, entre las cuales una de sus preferidas era la famosa Raquel Meyer. Solía irse a primera fila del patio de butacas provisto de un cuadernillo y una pluma estilográfica para tomar la letra de las canciones. Una noche Raquel, entre copla y copla, se le acercó y desde el escenario le dijo:
-«No se moleste en tomar la letra de las canciones, las tengo impresas; espéreme a la salida y se las daré.»
Así lo hizo con una preciosa sonrisa. Aquel folleto se conservaba en casa; cada canción estaba ilustrada con una foto de Raquel.
La ópera, como es natural, era otra cosa; para ir a ella se vestían de punta en blanco. Mi padre tenía un palco con algunos amigos, todos ellos socios de la Gran Peña.
Antes del espectáculo tenían la posibilidad de observar a la aristocracia con sus damas enjoyadas y emplumadas con «aigrettes» y abanicos de avestruz. Un portero uniformado y solemne, con una alabarda en la mano, iba anunciando a las diferentes personalidades que entraban. Cuando llegaban ellos, sin perder su empaque ni su seriedad, el portero anunciaba: «Un grupo de señores socios de la Gran Peña.» Estos pasaban luego a ocupar sus puestos en el palco, mas como eran ocho, cada acto le tocaba a uno oírlo de pie. Los verdaderos aficionados y entendidos, todo el mundo lo sabía, estaban en el «paraíso» provistos de las partituras. A ese público y no al elegante de los palcos y patio de butacas temían los cantantes, pues de sus aplausos o pateos podía depender el éxito de una obra.
A veces tenía mi padre que hacer guardia en Palacio y de los breves contactos que mantuvo con el Rey nació en él una profunda simpatía hacia el Monarca. Solía decir que si como Rey se podía discutir su figura, como persona poseía grandes cualidades. Nadie podría negarle un gran sentido del humor y valentía, cualidades sin duda muy borbónicas, pero también había heredado la debilidad de dejarse influir por los demás.
Por quien mi padre sentía una gran admiración era por la Reina madre, doña Cristina, a tal punto que le oí decir que más que a su marido, en cuyo breve reinado poco más hay para señalar que su humanitaria y valiente actuación cuando el cólera de Aranjuez, él habría dedicado el monumento del Retiro a doña Cristina. Y relataba un episodio que bien podría servir de lección a muchos gobernantes: en cierta ocasión un Ministro se quedó sorprendido al verla leyendo un periódico socialista y, al manifestar su asombro, ella le contestó:
-«Claro, lo bueno que ocurre en España ya me lo cuentan ustedes... quiero saber también lo malo y lo que opina la oposición.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario