-«Don Leonardo... mire usted la piedra que me he encontrado.»
-«Es muy interesante... te lo agradezco mucho.»
-«El caso es, don Leonardo, que yo venía a ver si usted podía...» Y seguía la petición de dinero.
-«Coño! ¡No venís más que a eso! Bueno. ¿Cuánto necesitas?»
Daba el dinero, le hacía firmar un recibo al sablista... y allí se quedaba el papel olvidado bajo una piedra y mucho polvo, pues jamás consentía que asearan su sacrosanto despacho.
¿Qué escribía? Versos, más o menos jocosos, y cartas. Casi a diario enviaba largas misivas a su hermano José María, que residía en Constantina, un pueblo cercano. Para ello requería las habilidades de un amanuense, don Buenaventura, que se encargaba del cometido con perfecta caligrafía.
Cada día las sirvientas de la casa le presentaban a mi abuelo la cosecha de huevos recogida en el corral.
-«Está bien... Dejad el cesto aquí» -y aquí era la mesa del despacho. Y allí se quedaba. El cesto debía estar sobre su mesa, como si su dueño fuese un celoso vigilante de todos los productos comestibles de la casa; una manía más, pues además de Eulalia todo el mundo sisaba en aquella bendita casa, hecho que él seguramente no ignoraba. El pobre don Buenaventura, a quien sus habilidades caligráficas debían reportarle muy pocos beneficios, cogía cada día, antes de despedirse, dos o tres huevos y los metía con disimulo en su sombrero bombín.
-«¿Manda usted algo más, don Leonardo?»
-«Nada más... puede usted marcharse.»
-«Pues hasta mañana... que lo pase usted muy bien, don Leonardo.»
Y se ponía rápidamente el sombrero. Mi abuelo le dejó hacer una temporada y, más por gastarle una broma que por darle una lección, un día se lo quedó mirando muy serio: -«Le está a usted chico ese sombrero.» Y uniendo la acción a la palabra le dio un manotazo al bombín calándoselo hasta los ojos. Todo un carácter, mi abuelo.
Ante la insistencia de Leonardo Castelló para que los dos hermanos estudiasen la carrera militar, mi padre, que sentía por él un entrañable cariño, accedió. A mi tío Pepe, cuyo desinterés por el estudio era notorio (se había escapado del internado de Sevilla y regresado a la casa paterna en un estado lamentable), lo envió a su finca de Santa María. Así, a la fuerza, se hizo labrador y hasta llegó a gustarle el campo.
Se casó Pepe, en vida aún del padre, con una señorita que pertenecía a una de las mejores familias del lugar: Dolores Perea. Era bastante inteligente, no muy guapa y algo mayor que él. Aportó al matrimonio varias fincas que su marido supo administrar. No tuvieron hijos: Dolores tenía un quiste en la matriz y no se atrevió a operarse, cosa que le pesó con el transcurrir de los años y notar el vacío de un hogar sin niños. Tenía dos hermanas, la mayor dio un campanazo casándose con un ex-seminarista a quien, por llevar gafas, le apodaban «Cristales»; era mucho más joven que ella. Parte de la familia repudió este casamiento y le hizo el vacío. La tercera hermana se llamaba Julia; se casó con un médico con el que tuvo dos hijos. Era una mujer guapa, ligeramente entrada en carnes, morena y de hermosos ojos. Con el tiempo llegó a ser obesa, lo que no tenía nada de particular dado que Julia no hacía más que comer y dormir; en verano se acomodaba en una mecedora y si alguien intentaba entablar conversación con ella cortaba el intento de diálogo siempre con la misma frase: « ¡Ay, no hables!... Con el calor que hace... Vamos a pensar... » El pensar consistía en ponerse un pañuelo sobre la cara para que las moscas no la molestasen y poder echarse un sueñecito. En invierno cambiaba la mecedora por una mesa camilla y una butaca. Llegada la hora de comer, todos los días repetía la misma cantinela: «Que me frían un huevo para terminar el chorizo... que me traigan un poco de chorizo para terminar el huevo.»
Así que, a fuerza de «pensar» y de pedir huevos para terminar el chorizo y chorizo para terminar el huevo, su belleza se fundió en un mar de grasas hasta tal punto que no podía caminar si no lo hacía apoyada en alguien. Al morir su marido, víctima de su deber como médico durante la epidemia que azotó Europa después de la guerra del 14 y en vista de que Julia no servía más que para hartarse de comida, Dolores decidió llevarse con ella a uno de sus hijos, Paquito, al que Pepe y ella quisieron y educaron como a su propio hijo. A la muerte de Dolores, Paquito heredó su fortuna y el marido los bienes gananciales. Pepe, a su vez, hizo testamento a favor de su hermano. Había vendido la finca de Santa Marina y con el importe de lo que le correspondía de esa venta y la herencia, compró la finca de San Miguel de la Breña.
Los primeros años de la República fueron malos para el campo. San Miguel debía ser pagada a plazos. Tío Pepe temió no poder hacer frente a aquéllos y pidió consejo a mi padre...
-«Que no se enteren en el pueblo de que estás mal de dinero porque entonces dejas de ser don José y te conviertes en Pepito. Yo te ayudaré.» Así lo hizo, con una cifra increíble para la época: 100.000 pesetas.
Mi abuelo había muerto en 1900. Padecía asma, secuela también de su estancia en Filipinas y tuvo un ataque de tos yendo montado en mula; cayó y se partió varias costillas. Cada vez que tosía se le clavaban en los pulmones y en ese estado sobrevivió varios días. Mi padre estaba en época de exámenes y no quisieron avisarle. Don Leonardo Castelló murió sin ver a su hijo preferido. Aceptó la muerte con la tranquila serenidad de los que han vivido intensamente. Había conocido las noches y los días bajo otros cielos, apurando hasta el final placeres, emociones y luchas de la vida. Hizo dinero, pero desordenado en todo, no había hecho testamento. A los que le recogieron de su caída mortal les había preguntado cuántos eran; contestaron que cuatro, justo los que necesitaba para hacer testamento verbal in artículo mortis. Legó la finca de Santa María a sus hijos José, Luis y Elena. A un hijo natural que tenía en Sevilla le dejó una casa que allí poseía. Su fortuna, aquella fortuna que no se preocupó de administrar, había quedado muy mermada.
-«Es muy interesante... te lo agradezco mucho.»
-«El caso es, don Leonardo, que yo venía a ver si usted podía...» Y seguía la petición de dinero.
-«Coño! ¡No venís más que a eso! Bueno. ¿Cuánto necesitas?»
Daba el dinero, le hacía firmar un recibo al sablista... y allí se quedaba el papel olvidado bajo una piedra y mucho polvo, pues jamás consentía que asearan su sacrosanto despacho.
¿Qué escribía? Versos, más o menos jocosos, y cartas. Casi a diario enviaba largas misivas a su hermano José María, que residía en Constantina, un pueblo cercano. Para ello requería las habilidades de un amanuense, don Buenaventura, que se encargaba del cometido con perfecta caligrafía.
Cada día las sirvientas de la casa le presentaban a mi abuelo la cosecha de huevos recogida en el corral.
-«Está bien... Dejad el cesto aquí» -y aquí era la mesa del despacho. Y allí se quedaba. El cesto debía estar sobre su mesa, como si su dueño fuese un celoso vigilante de todos los productos comestibles de la casa; una manía más, pues además de Eulalia todo el mundo sisaba en aquella bendita casa, hecho que él seguramente no ignoraba. El pobre don Buenaventura, a quien sus habilidades caligráficas debían reportarle muy pocos beneficios, cogía cada día, antes de despedirse, dos o tres huevos y los metía con disimulo en su sombrero bombín.
-«¿Manda usted algo más, don Leonardo?»
-«Nada más... puede usted marcharse.»
-«Pues hasta mañana... que lo pase usted muy bien, don Leonardo.»
Y se ponía rápidamente el sombrero. Mi abuelo le dejó hacer una temporada y, más por gastarle una broma que por darle una lección, un día se lo quedó mirando muy serio: -«Le está a usted chico ese sombrero.» Y uniendo la acción a la palabra le dio un manotazo al bombín calándoselo hasta los ojos. Todo un carácter, mi abuelo.
Ante la insistencia de Leonardo Castelló para que los dos hermanos estudiasen la carrera militar, mi padre, que sentía por él un entrañable cariño, accedió. A mi tío Pepe, cuyo desinterés por el estudio era notorio (se había escapado del internado de Sevilla y regresado a la casa paterna en un estado lamentable), lo envió a su finca de Santa María. Así, a la fuerza, se hizo labrador y hasta llegó a gustarle el campo.
Se casó Pepe, en vida aún del padre, con una señorita que pertenecía a una de las mejores familias del lugar: Dolores Perea. Era bastante inteligente, no muy guapa y algo mayor que él. Aportó al matrimonio varias fincas que su marido supo administrar. No tuvieron hijos: Dolores tenía un quiste en la matriz y no se atrevió a operarse, cosa que le pesó con el transcurrir de los años y notar el vacío de un hogar sin niños. Tenía dos hermanas, la mayor dio un campanazo casándose con un ex-seminarista a quien, por llevar gafas, le apodaban «Cristales»; era mucho más joven que ella. Parte de la familia repudió este casamiento y le hizo el vacío. La tercera hermana se llamaba Julia; se casó con un médico con el que tuvo dos hijos. Era una mujer guapa, ligeramente entrada en carnes, morena y de hermosos ojos. Con el tiempo llegó a ser obesa, lo que no tenía nada de particular dado que Julia no hacía más que comer y dormir; en verano se acomodaba en una mecedora y si alguien intentaba entablar conversación con ella cortaba el intento de diálogo siempre con la misma frase: « ¡Ay, no hables!... Con el calor que hace... Vamos a pensar... » El pensar consistía en ponerse un pañuelo sobre la cara para que las moscas no la molestasen y poder echarse un sueñecito. En invierno cambiaba la mecedora por una mesa camilla y una butaca. Llegada la hora de comer, todos los días repetía la misma cantinela: «Que me frían un huevo para terminar el chorizo... que me traigan un poco de chorizo para terminar el huevo.»
Así que, a fuerza de «pensar» y de pedir huevos para terminar el chorizo y chorizo para terminar el huevo, su belleza se fundió en un mar de grasas hasta tal punto que no podía caminar si no lo hacía apoyada en alguien. Al morir su marido, víctima de su deber como médico durante la epidemia que azotó Europa después de la guerra del 14 y en vista de que Julia no servía más que para hartarse de comida, Dolores decidió llevarse con ella a uno de sus hijos, Paquito, al que Pepe y ella quisieron y educaron como a su propio hijo. A la muerte de Dolores, Paquito heredó su fortuna y el marido los bienes gananciales. Pepe, a su vez, hizo testamento a favor de su hermano. Había vendido la finca de Santa Marina y con el importe de lo que le correspondía de esa venta y la herencia, compró la finca de San Miguel de la Breña.
Los primeros años de la República fueron malos para el campo. San Miguel debía ser pagada a plazos. Tío Pepe temió no poder hacer frente a aquéllos y pidió consejo a mi padre...
-«Que no se enteren en el pueblo de que estás mal de dinero porque entonces dejas de ser don José y te conviertes en Pepito. Yo te ayudaré.» Así lo hizo, con una cifra increíble para la época: 100.000 pesetas.
Mi abuelo había muerto en 1900. Padecía asma, secuela también de su estancia en Filipinas y tuvo un ataque de tos yendo montado en mula; cayó y se partió varias costillas. Cada vez que tosía se le clavaban en los pulmones y en ese estado sobrevivió varios días. Mi padre estaba en época de exámenes y no quisieron avisarle. Don Leonardo Castelló murió sin ver a su hijo preferido. Aceptó la muerte con la tranquila serenidad de los que han vivido intensamente. Había conocido las noches y los días bajo otros cielos, apurando hasta el final placeres, emociones y luchas de la vida. Hizo dinero, pero desordenado en todo, no había hecho testamento. A los que le recogieron de su caída mortal les había preguntado cuántos eran; contestaron que cuatro, justo los que necesitaba para hacer testamento verbal in artículo mortis. Legó la finca de Santa María a sus hijos José, Luis y Elena. A un hijo natural que tenía en Sevilla le dejó una casa que allí poseía. Su fortuna, aquella fortuna que no se preocupó de administrar, había quedado muy mermada.
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