El duro clima de Filipinas le hizo padecer unas fiebres y, como consecuencia de ellas, perdió su dentadura. Como los dientes caídos estaban perfectamente sanos, se hizo con ellos una dentadura postiza y cuando, ya entrado en años, le preguntaban los conocidos si era suya la dentadura, saltaba una franca carcajada y decía:
-«Vaya si es mía! ».
Regresó, pues, a España con sus dientes postizos, una buena fortuna y un hijo natural: José, producto de sus amores con una joven de muy buena familia. Los padres de la muchacha la alejaron de Manila durante varios meses para que diera a luz en el más absoluto secreto. El niño fue enviado a su padre en una cestita forrada, sin más explicaciones. Mi abuelo se quedó con la criatura... la reconoció como suya y en la partida de nacimiento figuró con sus dos apellidos y de madre desconocida.
Instalado en su pueblo, Guadalcanal, se compró una finca a la que no iba más que para cazar. A veces se presentaban los pastores en su casa con aire compungido: «Don Leonardo... se han muerto tres ovejas... » y como prueba de ello le llevaban las orejas y los rabos.
-«Vaya por Dios!» -exclamaba y sin darle la mayor importancia al asunto añadía:
-«Oye, ¿cómo está aquello de caza?»
En Guadalcanal conoció mi abuelo a Carlota Pantoja y se casó con ella. La recuerdo vagamente como una señora bajita y regordeta. Dicen que era muy graciosa y buena persona. Cuando se separaron, mi abuelo se ocupó de la educación de mi padre y una hermana.
Para regentar la casa se trajo mi abuelo a una sobrina llamada Eulalia. Según las malas lenguas, tuvo amores con él, cosa muy posible dada su afición a las mujeres. Lo que duraron aquellos amores lo ignoro; el caso es que Eulalia, ya marchita, fea y flaca, siguió desempeñando las funciones de ama de llaves distinguida... sin cobrar un céntimo, pero sisando a su gusto en la casa de don Leonardo Castelló. Gozaba Eulalia de un malísimo genio. Contaba mi padre que durante su infancia recibió muchos cachetes de aquella mujer. Al fin, harto ya, un día en que ésta le levantó la mano para castigarlo, él se la cogió al vuelo y fue ella quien recibió la bofetada. Tiempo le faltó a Eulalia para irle con la queja a mi abuelo, quien tomó la defensa de su hijo:
-«Con no volverle a pegar tiene, Luis ya es un hombre.»
Solía pasar temporadas en aquella casa una hermana de mi abuelo, Ángela, viuda de un ingeniero austriaco, el tío Sultz. Era una mujer guapetona, simpática e ignorante, pese a haber viajado por muchos países con su marido. De Brasil se había traído un loro impertinente que hablaba portugués. Tenía el defecto de ser muy curiosa y uno de sus mayores placeres consistía en apoyarse en el reborde de la ventana de su habitación, situada en el piso bajo, y detener a todo el que pasaba para preguntarle a dónde iba, de dónde venía, qué llevaba en los serones de la burra, etc. Había quienes daban un largo rodeo para evitarla y así eludir el interrogatorio.
Angela y Eulalia se odiaban. Nunca se dirigían la palabra pero aprovechaban las horas de las comidas para lanzarse indirectas muy directas que empezaban invariablemente por: «Yo sé de una persona... ». Al cabo de un rato, mi abuelo, harto, pegaba un puñetazo sobre la mesa, lanzaba un taco y las mandaba callar.
El despacho de Leonardo Castelló era algo digno de ser visto: en un rincón estaban sus escopetas de caza y en otro una biblioteca con algunos libros y una mesa despacho abarrotada de papeles... y de piedras. Era una de sus manías: coleccionar piedras a las que invariablemente les encontraba algo especial. Sabiendo esta afición, todo el que tenía que pedirle algún favor se echaba el primer pedrusco que encontraba al bolsillo y se iba a ver a mi abuelo.
-«Vaya si es mía! ».
Regresó, pues, a España con sus dientes postizos, una buena fortuna y un hijo natural: José, producto de sus amores con una joven de muy buena familia. Los padres de la muchacha la alejaron de Manila durante varios meses para que diera a luz en el más absoluto secreto. El niño fue enviado a su padre en una cestita forrada, sin más explicaciones. Mi abuelo se quedó con la criatura... la reconoció como suya y en la partida de nacimiento figuró con sus dos apellidos y de madre desconocida.
Instalado en su pueblo, Guadalcanal, se compró una finca a la que no iba más que para cazar. A veces se presentaban los pastores en su casa con aire compungido: «Don Leonardo... se han muerto tres ovejas... » y como prueba de ello le llevaban las orejas y los rabos.
-«Vaya por Dios!» -exclamaba y sin darle la mayor importancia al asunto añadía:
-«Oye, ¿cómo está aquello de caza?»
En Guadalcanal conoció mi abuelo a Carlota Pantoja y se casó con ella. La recuerdo vagamente como una señora bajita y regordeta. Dicen que era muy graciosa y buena persona. Cuando se separaron, mi abuelo se ocupó de la educación de mi padre y una hermana.
Para regentar la casa se trajo mi abuelo a una sobrina llamada Eulalia. Según las malas lenguas, tuvo amores con él, cosa muy posible dada su afición a las mujeres. Lo que duraron aquellos amores lo ignoro; el caso es que Eulalia, ya marchita, fea y flaca, siguió desempeñando las funciones de ama de llaves distinguida... sin cobrar un céntimo, pero sisando a su gusto en la casa de don Leonardo Castelló. Gozaba Eulalia de un malísimo genio. Contaba mi padre que durante su infancia recibió muchos cachetes de aquella mujer. Al fin, harto ya, un día en que ésta le levantó la mano para castigarlo, él se la cogió al vuelo y fue ella quien recibió la bofetada. Tiempo le faltó a Eulalia para irle con la queja a mi abuelo, quien tomó la defensa de su hijo:
-«Con no volverle a pegar tiene, Luis ya es un hombre.»
Solía pasar temporadas en aquella casa una hermana de mi abuelo, Ángela, viuda de un ingeniero austriaco, el tío Sultz. Era una mujer guapetona, simpática e ignorante, pese a haber viajado por muchos países con su marido. De Brasil se había traído un loro impertinente que hablaba portugués. Tenía el defecto de ser muy curiosa y uno de sus mayores placeres consistía en apoyarse en el reborde de la ventana de su habitación, situada en el piso bajo, y detener a todo el que pasaba para preguntarle a dónde iba, de dónde venía, qué llevaba en los serones de la burra, etc. Había quienes daban un largo rodeo para evitarla y así eludir el interrogatorio.
Angela y Eulalia se odiaban. Nunca se dirigían la palabra pero aprovechaban las horas de las comidas para lanzarse indirectas muy directas que empezaban invariablemente por: «Yo sé de una persona... ». Al cabo de un rato, mi abuelo, harto, pegaba un puñetazo sobre la mesa, lanzaba un taco y las mandaba callar.
El despacho de Leonardo Castelló era algo digno de ser visto: en un rincón estaban sus escopetas de caza y en otro una biblioteca con algunos libros y una mesa despacho abarrotada de papeles... y de piedras. Era una de sus manías: coleccionar piedras a las que invariablemente les encontraba algo especial. Sabiendo esta afición, todo el que tenía que pedirle algún favor se echaba el primer pedrusco que encontraba al bolsillo y se iba a ver a mi abuelo.
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