domingo, 17 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 6


-«En medio del desorden de la casa paterna -le oí contar a mi padre- aprendimos mi hermano y yo a ser ordenados en la administración de nuestros bienes.»

«Castelló Pantoja, Luis. Fecha de nacimiento: 26-03-1881. Fecha de la R. O. de ingreso: 04-08-1889. Salida de la Academia; número de promoción 116. Fecha de la R. O. de ascenso a ofi­cial: 14-04-1902. Cuerpo a que fue destinado: Regimiento de Soria Nº 9, Sevilla.»
Entró mi padre con dieciocho años en la Academia de In­fantería de Toledo. Fueron duros años de aprendizaje, pues además de la severa disciplina, el vetusto edificio carecía del menor confort; pese a los gruesos muros, ni un brasero para calentarse en invierno y un calor sofocante en verano. Los ca­detes eran despertados al alba. Tenían varias horas de estudio en unas mesas despacho que estaban frente a las camas. Les permitían envolverse las piernas con una de las mantas y se iluminaban con velas cuyos cabos se jugaban a las cartas y que, empalmados unos con otros, daban un poco más de ilu­minación. No era de extrañar que entre la hora temprana, la semipenumbra y el frío, a más de un alumno acabase por en­trarle el sueño y dormitase. El vigilante avanzaba entonces con pasos sigilosos, daba unos golpecitos en el hombro del durmien­te y castigaba al caballero cadete a seguir estudiando de pie. Para evitar este cruel castigo los alumnos cortaban cabezas de cerillas y las esparcían por el suelo y así conseguían escuchar los pasos del vigilante, despertarse y eludir la sanción. Luego llegaba la segunda penitencia: pasar a los lavabos. Cómo esta­ría de fría el agua que, las mañanas de invierno, un asistente tenía que subir a la cisterna y romper la capa de hielo que se formaba en ella e impedía que el agua circulase por las cañerías. Un compañero de mi padre, el futuro marqués de Camarasa, provisto de jabón, manopla, esponja y toalla, antes de comen­zar sus abluciones metía con cautela un dedo en el agua, movía negativamente la cabeza y mojando entonces la punta de la toalla se restregaba cuidadosamente los ojos. Para completar la higiene disponían de los baños públicos donde, por un real, tenían agua caliente, jabón y toalla. Los solían utilizar una vez por semana.
Tras el aseo venía el desayuno: café con leche y migas en abundancia. Seguían las clases teóricas y prácticas hasta la hora de almorzar. Los domingos, previo aviso, podían salir a comer fuera y no regresar hasta la hora de la cena.
Hablaba mi padre de un profesor de matemáticas muy di­vertido que trataba a los alumnos con una especie de paternalismo cargado de ironía. Usaba con frecuencia el apelativo «bonito -precioso»... calificativo poco usual en una Academia Mi­litar.
-«Vamos a ver, ¿qué es lo que no has entendido? Eso de que A más B, menos C igual a D, más E... bonito-precioso: te lo voy a explicar... para eso estoy yo aquí, para eso me paga tu padre.»
Pero si el alumno no comprendía rápidamente y tenía que repetir dos y hasta tres veces su explicación, su paciencia aca­baba terminándose y exclamaba:
-« ¡ Ay, bonito-precioso! ¡Qué lástima que una nube de mier­da no cayese sobre nuestras cabezas y nos aplastase!»
Un domingo le tocó a este oficial quedarse de guardia. A me­dia tarde, una señorita de voz aflautada preguntó por teléfono por él y se presentó como Niní, hermana de uno de sus alum­nos; solicitó permiso para que aquél se quedase no sólo a cenar sino a dormir en casa de sus padres.
-«No faltaría más, tratándose de usted... »
Pero al regresar a la mañana siguiente el cadete vio cómo el profesor de matemáticas lo miraba con divertida ironía y acercándose a él le decía con voz aflautada:
-«Soy Niní... la hermana del alumno X... Pero bonito-precioso... ¿Tú crees que no te reconocí cuando me llamaste? Lo que pasa es que comprendí que tenías ganas de correrte una juerguecita... y por una vez... »

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