lunes, 11 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 3


-«... Dábamos la razón a papá que fue quien me imbuyó la idea de la milicia»-, dice mi padre en el prólogo dedicado a su hermano José. En realidad, mi abuelo, Leonardo Castelló, hubiese querido que sus dos hijos fuesen militares... pero mi tío Pepe no tenía vocación, no ya militar, sino que carecía de ella para cualquier clase de estudios. Fue expulsado de todas las Academias preparatorias. La razón que tenía mi abuelo para querer que sus dos hijos siguiesen la carrera de las armas se debía a que, por el hecho de haber vivido en Filipinas, lo había deslumbrado el prestigio de que allí gozaban los Gobernadores Militares:
-«Luisito... ¡Si vieses cómo vivían allí! ¡Como autén­ticos virreyes!».
Y entonces les contaba que cuando un misio­nero quería inculcar la idea del poderío de Dios en los indígenas les decía:
-«Dios puede más que el Obispo». Los oyentes per­manecían indiferentes.
-«Más que el Papa»-. Seguía el audi­torio sin inmutarse.
-«Más que el Rey» -... Igual indiferen­cia acogía sus palabras...
-«Más que el Gobernador Mili­tar! » ...
Y entonces todo el público caía de rodillas como lo hacía ante tan importante personaje.
Era un ser curioso Leonardo Castelló, todo un carácter, un verdadero personaje de novela con sus grandes cualidades y sus grandes defectos. Nació en el seno de una familia burguesa pero sin grandes medios económicos. El apellido, según parece, pro­cedía de Sicilia y he conocido a ancianos que nos llamaban los Castelló, sin el acento que españolizó el apellido. De joven emigró a Filipinas. Don Adelardo López de Ayala, a la sazón Ministro de Ultramar, protegió a los dos hermanos Castelló; Ismael marchó a Cuba y Leonardo lo hizo a Filipinas. Consti­tuía una odisea partir entonces a tan lejano país; los barcos tardaban varias meses en hacer la travesía, pero los funciona­rios españoles, una vez instalados en aquellas tierras, cobraban el doble que en la Península.
Mi abuelo era un simple funcionario de Hacienda; sin em­bargo, con el tiempo, llegó a ocupar cargos muy importantes, como el de Director General de Aduanas v Presidente del Tribu­nal de Cuentas por lo que cobraba 30.000 pesetas oro al año, que equivalía al doble en plata; con casa, servidumbre y coche por cuenta del Estado. En cierta ocasión le dijo a mi padre:
-«Luisito, ¿quieres creer que me he venido sin saber si era honrado o no? Yo estaba muy bien pagado; las cantidades que pasaban por mis manos no me tentaban... ¡Puede que no hayan dado con mi cifra! »
De su vida en Filipinas contaba episodios muy divertidos... que no sé hasta qué punto eran ciertos o fruto de su invención. Vivía con un compañero llamado Escalera en una casita de bambú tras la cual corría un riachuelo. Tenían a su servicio un criado nativo cuya única vestimenta consistía en un calzón cor­to. Este hacía las croquetas alisándolas... sobre el muslo. Ante el gesto de asombro o de repugnancia del auditorio, mi abuelo decía en defensa de su cocinero: -«No sé qué diferencia podía haber entre la mano de una cocinera... que bien podía estar sucia, y el muslo de mi filipino que se bañaba varias veces al día en el riachuelo que corría tras la casa. Cuestión de costum­bres... »-. Lo más difícil de admitir era la del chocolate. Pa­rece que Escalera era un hombre de genio fuerte y muy impa­ciente; acostumbraba a desayunar un chocolate y exigía que se lo trajesen nada más pedirlo. «Yo me maravillaba -contaba mi abuelo- ante el hecho de que, nada más despertarse y gri­tar ¡El chocolate! a los pocos minutos el criado se lo llevara calentito... Hasta que una mañana, habiéndome levantado muy temprano, atisbé por entre las cañas de bambú y vi cómo nues­tro cocinero tenía puesta la leche a fuego lento en la cocina. En cuanto Escalera, con su habitual impaciencia, gritó ¡El cho­colate!, el cocinero se metió las pastillas en la boca, las masticó, las echó en la leche caliente y tras remover el líquido espeso con una cuchara de palo, le presentó el desayuno a mi amigo.»

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