Mi madre, que poseía un carácter mucho más alegre y hasta más dulce que su hermana, era más audaz; supo desde muy joven lo que quería. Si de mayor fue la preferida de mi abuela, de pequeñas Marie era quien gozaba de la predilección materna, probablemente por su falta de personalidad. Ya desde su infancia se vislumbraba en mi madre la elegancia. Contaba con mucha gracia que cuando iba a su casa la costurera y les enseñaba catálogos con vestidos dibujados, Marie señalaba, tras unos segundos de vacilación, cualquier prenda al azar; generalmente prevalecía su opinión. Un día en que mi madre fue a encargarse un vestido, la modista, con ásperas palabras, le manifestó la imposibilidad de hacérselo. Marguerite escondió la tela cuidadosamente bajo su capa y regresó al hogar con un firme propósito. Ni corta ni perezosa se encerró en su cuarto y cortó y cosió ella misma el vestido de acuerdo con un modelo que había visto en el mercado del sábado, día en que acompañaba a sus padres en la carreta para llevar las verduras al mercado y al que acudían las señoras elegantes del lugar; de ellas extraía las ideas para diseñarse la ropa. Deseaba estrenarlo el domingo, pero le faltaban costuras por coser; entonces las juntó con alfileres y así se fue a la iglesia de la que era cantante oficial en las ceremonias litúrgicas.
Mi padre, como buen andaluz, era bromista y amigo de hacer rabiar a los demás. Cuando mi pobre madre cantaba, él se reía y entonces ella, muy picada, le solía decir:
-«Te advierto que yo he cantado en la iglesia de mi pueblo.»
A lo cual respondía mi padre:
-«Ni que fuera la Opera de París.»
Cuando éramos muy pequeñas, nos mecía cantando: «Duérmete mi vida, duérmete mi amor, duérmete mi encanto, duerme mi corazón... » Y seguíamos berreando. Entonces nos cogía mi padre en brazos y con una hermosa voz de barítono nos cantaba «Noche oscura y serena, noche de amor» o el coro de las amas de «Agua, azucarillos y aguardiente», con lo cual nos quedábamos como las malvas.
Me hubiera gustado conocer a aquella simpática y decidida muchacha que supo coger la vida con las dos manos y trazarse su propio destino; aquélla que en las veladas de invierno, al amor de la lumbre, les contaba a sus amigas novelas rosas arregladas por ella misma.
Me hubiera gustado oírle cantar emocionada «Nuit chrétienne» la noche de Navidad bajo las bóvedas de la iglesia, allá en su pueblecito de Auvernia.
Decidida a ser modista, mi madre se marchó a aprender corte y confección primeramente a Clermont-Ferrand y más tarde a París, donde estuvo en un internado para señoritas del cual salían provistas del debido diploma. Muy joven debía ser entonces, probablemente menor de edad. ¿Tuvo algún novio 0 pretendiente en esos años? Lo ignoro. Así como el eco de los juveniles amores de mi padre ha llegado hasta mí, nada sé de los posibles amores de mi madre. Tuvo buenos amigos con los que bailaba los domingos en la plaza. A uno de ellos, al volverlo a ver muchos años más tarde, le echó emocionada los brazos al cuello. Mi padre nada dijo.
A comienzos de siglo las familias españolas de la aristocracia o de la alta burguesía requerían señoritas francesas para la educación de sus hijos. Su amiga Elisa Suabadet, que vivía y trabajaba en Madrid, le habló de esa posibilidad. La idea de conocer el vecino país atrapó a mi madre y, sin saber español, se colocó de institutriz de unos niños en Barcelona. De esa época data una pequeña foto amarillenta donde se la ve sonriente con un vestido claro, un bonito peinado rematado en alto moño y rodeada de pequeñuelos.
Unos compatriotas suyos, de Clermont, fueron quienes le ofrecieron el puesto de jefa de taller de un comercio de modas que poseían en Sevilla. Ese mismo cargo lo desempeñó en el «Escudo de Sevilla». Mi abuela, ya viuda, residió una temporada con ella. La abuela, que se ocupaba de la cocina, regresó a Francia y mi madre comenzó a ir a comer al Hotel París, donde a la sazón residía el Comandante Castelló.
Mi padre, como buen andaluz, era bromista y amigo de hacer rabiar a los demás. Cuando mi pobre madre cantaba, él se reía y entonces ella, muy picada, le solía decir:
-«Te advierto que yo he cantado en la iglesia de mi pueblo.»
A lo cual respondía mi padre:
-«Ni que fuera la Opera de París.»
Cuando éramos muy pequeñas, nos mecía cantando: «Duérmete mi vida, duérmete mi amor, duérmete mi encanto, duerme mi corazón... » Y seguíamos berreando. Entonces nos cogía mi padre en brazos y con una hermosa voz de barítono nos cantaba «Noche oscura y serena, noche de amor» o el coro de las amas de «Agua, azucarillos y aguardiente», con lo cual nos quedábamos como las malvas.
Me hubiera gustado conocer a aquella simpática y decidida muchacha que supo coger la vida con las dos manos y trazarse su propio destino; aquélla que en las veladas de invierno, al amor de la lumbre, les contaba a sus amigas novelas rosas arregladas por ella misma.
Me hubiera gustado oírle cantar emocionada «Nuit chrétienne» la noche de Navidad bajo las bóvedas de la iglesia, allá en su pueblecito de Auvernia.
Decidida a ser modista, mi madre se marchó a aprender corte y confección primeramente a Clermont-Ferrand y más tarde a París, donde estuvo en un internado para señoritas del cual salían provistas del debido diploma. Muy joven debía ser entonces, probablemente menor de edad. ¿Tuvo algún novio 0 pretendiente en esos años? Lo ignoro. Así como el eco de los juveniles amores de mi padre ha llegado hasta mí, nada sé de los posibles amores de mi madre. Tuvo buenos amigos con los que bailaba los domingos en la plaza. A uno de ellos, al volverlo a ver muchos años más tarde, le echó emocionada los brazos al cuello. Mi padre nada dijo.
A comienzos de siglo las familias españolas de la aristocracia o de la alta burguesía requerían señoritas francesas para la educación de sus hijos. Su amiga Elisa Suabadet, que vivía y trabajaba en Madrid, le habló de esa posibilidad. La idea de conocer el vecino país atrapó a mi madre y, sin saber español, se colocó de institutriz de unos niños en Barcelona. De esa época data una pequeña foto amarillenta donde se la ve sonriente con un vestido claro, un bonito peinado rematado en alto moño y rodeada de pequeñuelos.
Unos compatriotas suyos, de Clermont, fueron quienes le ofrecieron el puesto de jefa de taller de un comercio de modas que poseían en Sevilla. Ese mismo cargo lo desempeñó en el «Escudo de Sevilla». Mi abuela, ya viuda, residió una temporada con ella. La abuela, que se ocupaba de la cocina, regresó a Francia y mi madre comenzó a ir a comer al Hotel París, donde a la sazón residía el Comandante Castelló.