Como consecuencia de los altibajos en los diversos lapsos de libertad y absolutismo, de inestabilidad de los sistemas y de las siempre halagadoras luces de bengala, con que los credos políticos intentaron deslumbrar en cada momento, se alzaba una conciencia del bien, un deseo de perfección, acaso establecer un imperativo ético, con una amplia proyección social, y de esto se encargaba el teatro. Esta es la razón de que algunos de los principales colaboradores de la revolución adoptasen una posición conservadora, una vez ganada la batalla de Alcolea, repeliéndose lo literario hacia el lado clasicista, eliminando quiebras y roturas románticas y las frías unidades preceptivas, y, más que nada, un mundo moral superior. Tal, el caso de Ayala, inquieto conspirador en todos los tejemanejes, predicador de voces graves y altisonantes, para atronar con sus gritos a la sociedad, en la calle, en la propaganda, en el libelo, en el periódico satírico; pero nada de eso debería pasar a su obra literaria; lo demagógico y revolucionario quedaba en la otra orilla, y aunque la política se transparentase con más o menos intención en la obra, es lo cierto que todo quedaba en el fondo, y en el sobrehaz de aquel estilo pulida y cuidado, tan sólo la alusión; sí, mucho más de las cosas y de las instituciones, que de los retratos personales. Nadie pudiera decir que El Conde de Castralla o Rioja eran contrafigura de éste o del otro, con rigurosa exactitud, porque más se pretendía retratar cualidades morales, relegadas a muy segundo término desde Ruiz de Alarcón; nadie pretendería descubrir un enigma en El tanto por ciento y en Consuelo; pero lo que sí se advierte con mucha facilidad es ver escenas de cuadros ostentosos, de una sociedad burguesa que vive los dorados momentos de Salamanca llevando en su alma el pecado de la ambición. Esa era su cualidad sobresaliente. Los héroes que aparecen sobre la escena no sabemos hasta qué punto pueden ser copia de la realidad; el rigor fotográfico, naturalmente, no ha llegado, ni puede llegar, aun en las lindes naturalistas y realistas de Gaspar y de Galdós; la poesía que embellece personas y cosas cede su puesto al criterio duro, analítico, un tanto, si es o no es, desconfiado. Como la tesis de esta perfectibilidad de los hombres, el fracaso siempre, la desconfianza, la amargura. Después de esta lección de ética, que pretenden los dramaturgos, surgirán las flores del desaliento, la creencia de que la maldad es muy grande, que todo está podrido, como reconoce Hamlet, en su corte de Dinamarca. Y nos habremos dado cuenta de que en esos dramáticos se halla la causa palmaria de la grave crisis con que se cierra el pasado siglo y comienza el actual.
Causa y efecto, el teatro en relación con la sociedad, las tendencias eclécticas de Tamayo y Ayala habían tratado de conciliar las últimas estridencias del romanticismo con la orientación moral necesaria a los tiempos nuevos. Es decir, a su modo y manera, se pretendía, si no restaurar, por lo menos continuar la tradición nacional, no dentro de unos moldes rígidos y escuetos, idénticos en calidad y medida a los del gran siglo, sino adaptados a los momentos que vivían; en este sentido, no deja de ser muy significativa la frase de Ayala afirmando ser lo que Calderón sería de haber nacido en su siglo; es decir, aparte lo desmesurado de la pretensión, actualizar, encarnar, revivir en lo moderno el drama clásico. Ello explica que quede un tanto orillado el engolamiento del romanticismo, con su peculiar estruendo, exagerado y chillón, y se tratase de imitar la vida; cada cosa en su época y en su momento, y el mismo teatro clásico no había tenido un propósito más destacado que servir de testimonio de su tiempo.
Se separaron el drama clásico del moderno por la forma; especialmente por la prosa y, sobre todo, por aquel principio fundamental que pudiéramos llamar tesis, con un poco de benevolencia y deseo de calificar una de las últimas y más atrevidas evoluciones del drama de la segunda mitad del siglo XIX. El diálogo, base indispensable de la comedia moderna, no podía en modo alguno tratar sobre sutilezas de la vida, y ya que no revelaba estados de agitación de almas atormentadas y tempestades en la conciencia humana había de ser el medio para la difusión de una moral[1]. De este modo nace la prosa en el teatro moderno. Y como su nacimiento es, al fin y al cabo, obra de un período, en que si no imperan criterios reglados y retóricos, tampoco la quiebra y el estallido, esta prosa hace su aparición, bruñida y esmaltada, muchísimo más cerca de la oratoria que del sentido poemático, aunque la imaginación la colme de imágenes y el sentimiento le ofrezca una línea lírica muy marcada. Cierto es que los autores de este momento cultivan indistintamente prosa y verso, sin preferencia por usarlos en la misma obra; pero fue la prosa, y su contenido ideológico, lo que nos queda de este teatro que marca una de las etapas más decisivas del moderno. No la debemos extrañar cuando, tras las estridencias neorrománticas de Echegaray, la vemos reaparecer en el teatro del primer cuarto de siglo actual[2].
Pasado este período, desde
[1] Menéndez Pelayo. Ideas estéticas, v, pág. 465, reflexionando sobre la decadencia de la tragedia clásica, la comedia y el drama romántico, lamenta que la escuela del buen sentido haya sido superada por el realismo, «creándose el drama de costumbres modernas y tesis social, única forma que hoy subsiste, aunque no sin visos de próxima decadencia, que quizá anuncia los funerales del teatro mismo, a lo menos en su forma tradicional».
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