martes, 19 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 11

Hemos subrayado los tiempos modernos por la intensa evolución que ha sufrido, desde aquellos otros en que el propósito educador acentuaba sus rasgos para escarnecer costumbres y ejemplos. Porque está fuera de duda que el teatro sigue el ritmo de cada época, recoge y expresa ideales propios y característicos. No basta ver un período engarzado en las mallas de una cronología, entre las muchas monstruosidades de la historia, si no se presenta aquello que flota y vive en el alma de la sociedad.

Cuando en el primer cuarto de siglo hemos asistido a la evolución del teatro, en un sentido de sobriedad y sencillez, pudimos comprobar que el cambio no era fortuíto, ni casual, sino que obedecía a profundos mecanismos de la vida humana. Y como esto no podía, en modo alguno, seguir el ritmo heroico de los tiempos clásicos, ni sujetarse a la ley del canon preceptivo, ni dejarse llevar por el aliento huracanado del romanticismo, liberal por esencia y quebrantador de las normas retóricas, ni adoptar la posición ecléctica y resignada que, arrancando del 98, llega a la filosofía de tono menor de nuestra dramática de fin de siglo, sino que, como la vida contemporánea, se cuaja en dolor y rebeldía, insatisfacción y amargura, el arte dramático evolucionó hacia el mundo de la psicología, realista en la expresión, idealista en el origen, hasta culminar en la angustia, tema familiar y usual a las generaciones modernas[1].

El teatro, abandonando principios declamatorios, recogió el espíritu en la sencillez como si los hombres y las cosas de nuestra escena examinaran con mirada profunda el interior del alma, y de esto que pudiera parecer en acción y éxtasis, naciese precisamente lo contrario: energía intensa, corroedora de viejos defectos, creadora constante de virtudes. Ya nadie podría pensar en personajes estereotipados porque los viejos moldes se han roto. Si surge una nueva Cordelia, que no tiene para el padre otra ofrenda que su amor en sus ojos claros, de azul infinito y profundo, podrá encontrarse la luz de una conciencia, reflejando, como las estrellas del cielo en la noche serena, la mirada dispar de los seres afligidos por la desgracia y el dolor.

EL HOMBRE Y EL POLÍTICO

Una biografía incompleta.- Semblanza de Ayala en las antologías

No es fácil ahora enjuiciar la vida y la obra de Ayala. Para muchos representará el figurón político, siempre a la que sale, atento tan sólo a su medro personal, mientras que para otros su nombre recordará un teatro periclitado y decadente. Y lo peor es que nadie se atreverá a levantar bandera en su defensa; habrán de admitirse los dos criterios: el político disolvió su figura oronda y grotesca en el humo de sus vanidades y egolatrías; y su teatro es ya tan viejo que, a estas alturas, casi nadie pretende recordarlo. Una cualidad, sin embargo, hay que destacar: el triunfo, acompañando a este personaje, hasta el último momento de su vida. ¿Qué cualidades personales poseyó para ello? Aun admitidos estos dos aspectos bifrontes de su vida, no parece demasiado fácil y asequible el triunfo; requería sacrificio, voluntad, energía, astucia, talento, tacto, quizá más que nada para sortear cuantas situaciones pudieran presentársele.

Resuelto como estuvo a todo, desde la juventud, sólo la vocación de vencer sin tregua ni descanso pudo ser el acicate de aquel medio siglo que vive, consiguiendo famas, laureles y victorias, en dos campos igualmente espinosos: el político y el literario. No basta admitir que Ayala estaba excepcionalmente dotado para ello, pues no estamos en presencia de un gran caudillo ni tampoco de una gloria nacional. Sin embargo, Ayala consiguió lo que muchos anhelaron sin lograrlo. El político llegó a la cima del Poder; su ambición de mando, sus sueños de eminencia sobre la masa gris de los demás hombres, se vio lograda. Pero en el fondo, nada se realizó sin sacrificio; las hondas crisis dé su tiempo le sacudieron, llevándole de un lado para otro; no importaba, para todo tendría voluntad decidida y constante; en cada una de ellas, Ayala, ojo avizor, procuraría ser de los adelantados, de los que siempre traen y llevan innovaciones, y a la hora del éxito se presentará siempre a la cabeza de los vencedores. La intriga, colaboradora de su ambición y de su vanidad, excitaba su olfato de sabueso, siempre rastreando la pieza de la caza. La inquietud no le permitió momento de reposo.

El poeta y el autor dramático siguió parecido ritmo. El romanticismo agonizaba, perdiéndose coma el eco de una campana; los acentos enardecidos de Espronceda concluían con las notas un tanto ahiladas del becquerianismo, el verso sonoro y vibrante de Rivas, de García Gutiérrez y Hartzenbusch, moría en la comedia de salón, hasta las últimas estridencias de Echegaray. La situación de los teatros podría serle propicia al figurón político; también en este mundo tejería sus intrigas, crearía sus amistades, recibiría homenajes y pactaría fidelidades circunstanciales. Tan diestro en el arte de moverse, siempre con utilidad propia, quizá no se daría cuenta de lo artificioso, falso e interesado de aquel ambiente. Eso parece ser el gran fallo de su vida.

Calladas las voces elogiosas, desvanecido su ambiente de intriga cortesana que lo envolvió, Ayala no es ya más que historia lejana, y quizá preterida: años y sucesos que se desean olvidar. Ya nadie habla de él, callaron los escoliastas y sus censores; ahora es cuando parece muerto, de verdad. Y, sin embargo, este silencio también parece injusto; pensamos que todavía hay algo salvable y meritorio; intentamos, sin saber por qué, descifrar el enigma personal y el de su tiempo; quisiéramos, en suma, acercarlo a nosotros, para valorar lo que de verdad existe en torna a este personaje, que tuvo proporciones de mito. Quizá por eso cuesta mucho llegar a él. Claro que ya no nos lo impiden los cortesanos y políticos, acompañantes suyos en vida; pero aun así, lo vemos lejano, como envuelto en una espesa niebla; sospechamos por todos los sitios la insinceridad; mejor aún, el secreto; nos parece que deliberadamente Ayala quiso envolverse en las volutas de la vanidad y de su pasión de mando, y se llevó, en realidad, el mayor secreto de su vida: la gestión política que no realizó y la obra poética que dejó tan sólo empezada. Sin duda, ambas, por tan humanas, difíciles, casi inasequibles, a su temperamento, retórico y parlero.


[1] Vid sobre esto: Deleyto Piñuela. El concepto de tristeza en la literatura moderna. Barcelona, 1922.

No hay comentarios: