miércoles, 13 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 8


Ellos también podían, como Larra, preguntar dónde estaba el público, qué era el público, qué parte principalísima tenía en el auge y emergencia de la obra dramática; pero sin duda lo habrían encontrado, y ello prueba el éxito y la supervivencia de su teatro. Mucho debió con-tribuir la égida de los dos grandes dramáticos: Shakespeare y Calderón, tomados como bandera y postulados para edificar la nueva obra; pero, no menor, haber acertado a cultivarla a dos planos fundamentalísimos para el teatro moderno; la historia y la ficción, y hasta la utopía, sobre el pasado y la vida que fluye en el presente, hacia un porvenir siempre incierto[1]. Si el teatro aspiraba a reflejar la vida, aquella sociedad que, en medio de sublevaciones y pronunciamientos, empezaba a desear la tranquilidad, el sosiego, la estabilización del mundo de las finanzas, las riquezas y el bienestar, muy pobres y menguados ideales, desde luego, pero en realidad los que impulsaban a muchas gentes, hasta concluir en la grave crisis del 98, era natural que asistiese con atención a este teatro, en aquellos momentos, selecto y distinguido, con un alto matiz Intelectual. El público no se daría cuenta de lo falso de su lenguaje, de la hinchazón retórica, de la acción, el argumento y la vida en sí, pese a las minuciosas sinopsis con que Ayala los preparaba, disueltas en e1 vacío; lo encontraría natural y lógico; los acentos dramáticos de las actrices, los aspavientos de los galanes, la gravedad de los barbas, crearían medio de comunicación cotidiana, casi vulgar. Y quizá por eso, y éste sería el principal motivo de sus fracasos, en entender la lección moral; algo así como aquel párrafo final de El sí de las niñas, que el autor pone en boca del viejo, al hacer el sacrificio más doloroso de su vida, y que, embebido el espectador por la armonía inimitable de la prosa de Moratín, ni se daría cuenta del consejo, ni de la enseñanza. Algo así ocurrirá con Tamayo y Baus y Ayala, y esta vez la verdad es que no encontraría criterio para cuenta de esto, pues una enorme distancia separaba a Larra de un Cañete o de un Revilla. El principio moral, que era lo que deseaban salvar, estaba en trance de perderse; lo mismo que la acción, reducida a un simple esquema; pero si de lo que se trataba era, ante todo, de trazar los rasgos principales de los caracteres y las almas, como representativos de toda una época, y éstos llevaban, como impronta, un contenido moral, del dicho al hecho, se perdía ya una buena parte; del pensamiento a la realización, por la indecisión y tanteo de formas, tanto hacia el naturalismo, como al idealismo; oscilaciones muy marcadas en el teatro de estos dramaturgos eclécticos, representantes de ambos en la escena española.

Hay que reconocer que, si el resultado no fue todo lo efectivo y ejemplar que ellos deseaban, irradió a los escritores de su tiempo. La reforma del teatro no había llegado aún; probablemente no llegaría nunca; siempre el teatro estaría en plena evolución, en transformación constante, bajo el peso de la palabra decadencia[2]. Ellos se habrían limitado a entretener y enseñar; el teatro ya no era tribuna, sino también espectáculo, en el cual la sensibilidad colectiva tendría una participación especial. Sentadas estas premisas, importaba cuidar el medio de transtrisión; la palabra, conjugada con el diálogo; la expresión vulgar, elevada a obra literaria, empresa no fácil, desde luego, a la cual consagran los dramaturgos su mejor esfuerzo. Como nacidos aún en el área romántica tienen todavía un valor profundo sentimental; pero su lenguaje es realista, aunque cuidado sumamente. El principio moral, antes que todo; el valor de una ética, que pueda servir de paradigma, casi con valor imperativo; tal parece ser el principio fundamental que, en las volutas del drama moderno, por ellos creado, se les disuelve sin saber reemplazarlo por otro valor, igualmente positivo. Cuando, en 1851, Ayala estrena Un hombre de Estado, escribe al frente del drama: «He procurado en este ensayo, y procuraré en cuanto salga de mi pluma, desarrollar un pensamiento moral, profundo y consolador». Y aunque Tamayo, quizás haciéndose eco del romanticismo cristiano a lo Schlegel, añade en otro de sus dramas: «En el estado en que la sociedad se encuentra, es preciso llamarla al camino de su regeneración, despertando el germen de los sentimientos generosos;... luchar con el egoísmo..., excitar la compasión..., los hombres y Dios sobre los hombres». Hay alguna diferencia entre ambas declaraciones; en el primero, se trata de un pensamiento moral, profundo y consolador; en tanto que en el segundo, lo que busca es la aplicación a la vida práctica. No en vano Tamayo había de tratar después, al ingresar en la Real Academia Española: De la verdad considerada coma fuente de belleza en la literatura dramática; y la verdad para él era, lisa y llanamente, el conocimiento del corazón humano. Diríamos que, a través de estas declaraciones, Ayala aparece más ligado al mundo romántico, siempre efectista, quebrado y sensiblero, buscando claros de luna y plegarias consoladoras; lacrimoso en solicitud de consuelo; en tanto que en Tamayo aparece, con toda claridad, la preocupación por una sociedad perfeccionada. En esto, más que Shakespeare, es Schiller el que aparece, como en Hartzenbusch. Pero «la moral de ambos es, en suma, la última que puede ser dramática: activa, ferunda, generosa, la alteza de ánimo, la fortaleza de la voluntad; el deber triunfando de la pasión; una caballerosidad grave y digna, pero tolerante, cierto temple varonil y humana en el cual se amansa y funde la mayor ternura y vehemencia en la nobleza, con la mayor austeridad en los deberes»[3].

Si bien se consideran estos conceptos básicos para una mayor elevación moral, no dejan de causar extrañeza; siempre se ha dicho que teatro y espectador establecen mutuas interferencias, círculo cerrado, hasta el punto de reflejarse uno y otro; mejor dicho, usando unos términos seguramente muy gratos a los dramaturgos de aquel tiempo: tratan de perfeccionarse entre sí.


[1] Vid. nuestro trabajo: Valor espiritual y moral del teatro, publicado en la revista Tesis, revista española de cultura. Barcelona, 1956, núm. 4.

[2] Vid. sobre esto Unamuno. En su teatro, como en su novela, el clima espiritual lo es todo; paisaje, escena, suceso, episodio, viven en la catharsis de los personajes, sin más; lo mismo orientado hacia el psicologismo que a la visión popular y, por consiguiente, convencional de las cosas. La regeneración del teatro español. M. Unamuno, Teatro completo, págs. 1.129-1.159. Madrid, 1959.

[3] Ixart, J. El arte escénico en España, tomo I, págs. 40-41. Barcelona, 1894-96.

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