martes, 5 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 4

Pero de cara a la producción literaria, forzoso es conceder una baja en los años transitivos, que saltan de un siglo a otro, en tanto que llega el movimiento cohesivo y unificador, en cuanto era posible, del romanticismo.

El teatro, respecto a su anhelo de reforma, tropezaba con graves inconvenientes; aparte de su desarrollo en un período político socialmente agitado, con una visión indecisa y turbia, se hallaba en una desorientación marcada; de un lado, la tradición clásica, que por muy grandes apóstrofes que resistieran en los retóricos, nunca habría sido ahogada en su totalidad; de otro, la influencia francesa; y por fin, la no menos fluctuante y tímida tendencia a la copia de la vida real. En estas vacilaciones, la literatura dramática, como todo lo español, sufre un primer colapso desde 1810 hasta 1820; diez años, en que el teatro español arrastra una vida lánguida, sin emociones, sin entusiasmos, sustituyendo la obra original por las traducciones, cerrando el paso a las obras maestras de nuestro gran siglo. El último paladín que pudiera haber llevado a cabo la reforma sin más que volver al pasado, don Manuel Eduardo Gorostiza, al salir desterrado podría decirse que dejaba el arte dramático de España carente de todo recurso. Entonces el furor filarmónico de la ópera rossiniana es el sucedáneo del teatro llamado de verso.

Hasta muy cerca del cuarto de siglo, en octubre de 1824, no surge un valor destacable a no ser la comedia de Bretón de los Herreros A la vejez, viruelas, obra modelo en el género cómico, si bien los moldes de Plauto, más que los de Terencio, cargaron de sal gorda este ingenio, por otra parte de un positivo valer, de gracia auténtica, de fino sentido del teatro. Sin embargo, su éxito no es, en opinión de Mesonero, cosa demasiado definitiva y clara; y todavía Larra, en 1832 en sus Reflexiones acerca del modo de resucitar el teatro español, lamenta la ausencia de público, la indiferencia con que se mira el teatro, la miseria de los actores y de los autores, los cargos que gravitan sobre la escena española.

El período que sigue a éste, comprendido entre 1832 y 1850, coincide con la muerte de Fernando VII. Los poetas que tanto esperan de la libertad escriben, aún adolescente la Reina, este acróstico:

Ilustración, virtud, munificencia,

Seguridad, honor, filantropía,

Amor, felicidad, perdón, clemencia,

Bondad, integridad, paz, amnistía,

Equidad, protección, cortes, derechos,

Libertad y blasón de heroicos hechos».

que figura al pie de unos retratos de Isabel II repartidos en la época de su coronación.

Pero la continua inestabilidad de la política, y quizá precisamente por ello, fue el gran momento del romanticismo: Martínez de la Rosa, transitivo y ecléctico en la política y el arte, al estrenar La conjuración de Venecia, en 1834, muestra el hábil entramado de un drama español sobre un tema de inspiración extranjera; el neoclasicismo de Martínez de la Rosa va disolviéndose en una lejanía dorada, y el tema histórico-romántico reaparece en su drama Aben-Humeya, en 1836; era el político hábil, el hombre fino y educado que había cultivado su espíritu en las lecturas inglesas. El Duque de Rivas, clásico en la forma y estructura de sus romances, de corte y estilo de la más vieja tradición, sorprende con el estreno en 1835 de Don Álvaro, obra en la cual, con espíritu verdaderamente romántico, se trata de unir, ya que no conciliar, viejos temas de honda tradición española como las escenas populares de la baja Andalucía trazadas con un pincel al estilo de los cuadros de Don Ramón de la Cruz, o mejor, de Estébanez Calderón o Fernán Caballero, y ambientes de un brutal e incongruente efectismo teatral; el aristócrata, que había recibido la educación más clásica, rompía las reglas para imponer el primer drama romántico: García Gutiérrez, estrenando El Trovador, en 1836, había logrado desentrañar para el romanticismo una de las más bellas leyendas; pero la historia y la tradición, y en fin, el mundo contemporáneo, salpicarían una y otra vez su producción dramática; y por fin, Hartzenbusch, con Los Amantes de Teruel, en 1837, cerraría este primer ciclo de teatro romántico español.

Considerados estos cuatro pontífices de la revolución dramática española, cabe preguntar: ¿Se había logrado la reforma tan amada por Moratín y Jovellanos? Las criaturas escénicas ¿tenían otra vida, respiraban otro ambiente? El clima de libertad que empezaba a respirarse ¿era factor indispensable para el desarrollo de esta dramática? Con razón se ha recordado que uno era un ministro doctrinario, otro un noble de antiguo abolengo, otro un artesano, un ebanista, y en fin, el último, un recluta, que, para salir a escena -la primera vez que un autor hace esto- tiene que pedir un traje prestado. Ello quiere decir que el romanticismo no sabemos si reformó y perfeccionó el teatro español, pero lo que está fuera de duda es que aglutinó una buena parte de los escritores de aquellas época, por más que en el fondo la tradición fuese elemento hostigante; ello quiere decir también que este conjunto abigarrado, enardecido por la fiebre creadora del momento, llevaba a la escena una serie de obras impregnadas de sobreexcitación ideológica, que saltaba por encima de la guerra civil y del incendio anarquista, de las contiendas del ateísmo y de los motines. La libertad ha dado lugar a que reviente, por decirlo así, este mundo guardado en el recuerdo y en la imaginación, como si se tratase de un delirio, provocado en horas de fiebre. Y como quedara aún en pie el mismo espíritu de sublimación y sacrificio del drama clásico, comprendieron sus autores que la muerte sería, sin duda, uno de los más bellos postulados. Esto explica por qué el romanticismo usó tantas veces de este efectivo recurso teatral. Parece extraño que este idealismo romántico hubiera de hundirse en el sino fatal, entre dagas, puñales y venenos.

Pudo ser un momento bueno, y no lo fue del todo; la ocasión se perdió. Larra sigue pensando en el estado de postración de nuestra escena; quizá le parece demasiado el vocerío y demasiada también la influencia extranjera. ¿Cuándo surgirá un teatro auténticamente español? Los escritores siguen entregados a la tarea de traducir; en 1842 se publica el Museo dramático o Colección de comedias del teatro extranjero, representadas en los principales de la Corte; Ochoa, Gil, Escosura y el mismo Larra aparecen como traductores. Dumas, Víctor Hugo, Sculié, imperan. ¿Por qué la sociedad de este tiempo, que aspira a ser mueva, no ha sabido romper las ligaduras con este mundo importado? Larra dice a este propósito cosas que sorprenden: « ¡Lloremos y traduzcamos! » Y sigue hablando de la decadencia; sin actores, sin autores; la ópera ha matado al drama, la decadencia es manifiesta en España y en Europa. Lo mismo habían de decirnos, con otras palabras, Alcalá Galiano y Fernández de Córdoba en sus Memorias.

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