Un suceso imprevisto le ofrece la primera ocasión de mostrar su inclinación política: el claustro había prohibido el uso del sombrero calañés y la capa corta entre los estudiantes, sin duda, por considerar tales prendas inadecuadas a la juventud universitaria. La medida no parece fuese demasiado popular, y promovido el alboroto estudiantil, Ayala arengó con unas brillantes octavas reales: encontróse, con ello, en su elemento, comenzando a ser agitador, y para colmo, días después, perseguido por la policía. Se ocultó, según parece, en la calle de la Alhóndiga, y una pobre moza del mesón se encargó de despistar a los agentes, en tanto que el muchacho se encaminaba hacia Guadalcanal, refugio y asilo en muchos momentos de su agitada vida política. Comenzaba así a ser héroe; por primera vez se sentía orgulloso de verse perseguido; algo así como la que deseaba el joven Espronceda, apareciendo a los ojos de sus camaradas perseguido y desterrado. En el mundo de las letras, esto siempre ha tenido gran valor.
En este paréntesis de Guadalcanal escribe sus primeras obras: Salga por donde saliere, Me voy de Sevilla, La corona y el puñal, La primita y el tutor y La primera dama; esta última representada por su hermana, la que después fue Marquesa de la Vega, y muy elogiada por su madre doña Matilde de Herrera. Todas se han perdido; pero por los títulos apuntados, y la circunstancia de ser representada alguna por familiares, indican que se trataba de los primeros ensayos dramáticos, muy pegados al teatro romántico y también al costumbrista. Igualmente se han perdido sus primeras poesías; solamente se conservan la leyenda: Amores y desventuras y Los dos artistas.
Tras esta estancia en Guadalcanal se traslada de nuevo a Sevilla, donde se instala en la casa de los Alcázares, llamada del Loco, y donde, según opinión de Latour, escribe Un hombre de Estado. Aparte el éxito y significación del momento, en esta primera obra de Ayala, no es difícil descubrir la intención política: el tema podría serle muy grato a un joven que a los dieciséis años se había sentido guerrero y cabecilla de motín, y había sentido las mieles del triunfo y de sentirse perseguido; es decir, empezaba a ser el prototipo del personaje de su drama.
Con esta obra en su equipaje, y lleno dé ilusión por conquistar la fama, Ayala llega a Madrid en 1849. Allí tenía un gran amigo: Manuel Ortiz de Pinedo. Los proyectos menudearon: la política y la literatura serán los dos ejes de su vida y en ambos estaba seguro de triunfar.
Desde el primer momento, dos preocupaciones le asaltaron al joven Ayala: tener amigos y tener un café donde reunirse. En cuánto a los primeros, habrían de surgir alrededor de Ortiz de Pinedo, y después de Emilio Arrieta, los dos mejores y los más queridos; respecto al café, ya desde el primer día eligieron el Suizo. Era la época de las tertulias y las peñas, más o menos literarias y encubiertamente políticas. Y Ayala; que ambas cosas buscaba, sentó sus reales en aquel café, con mesa y mozo, para las futuras reuniones. La Corte le atraía y le deslumbraba; aquel Madrid isabelino, suntuoso y brillante, espléndido de jardines y coches de caballos, se le ofrecía como una hermosa mujer, a la que era preciso conquistar; por lo menos, cosa parecida le comunicó a su amigo, recién llegado a Madrid, y tras haber dado el primer paseo por la Corte: «La mejor moza de Madrid es la calle de Alcalá».
Así comienza su vida bohemia; vivió en una casa de huéspedes de la calle del Desengaño, uno de esos hospedajes mercenarios, con las habituales molestias, tan señaladas en Moratín, Larra o Mesoneros. La rasa, para él, como para los jóvenes de su tiempo, le prestaría pocos alicientes, y las calles y el café serían su habitual refugio.
Muchos sueños de gloria de aquel escritor incipiente despertarían en este momento. De sus primeras tentativas, nada le preocuparía tanto como dar a conocer su drama: Un hombre de Estado. En él había cifrado, si no la conquista de la gloria, por lo menos -y no era de pequeña importancia- el punto de arranque de sus ambiciones. El joven Adelardo, recién salido de un rincón provinciano y pueblerino, deseaba triunfar lo más pronto posible; él no sabía aún cómo, pero tenía una decisiva vocación de escritor y una voluntad política terca para el logro de sus ideales. No se trataba de un profesional de estos dos, sino de un apasionado cultivador, para los cuales se hallaba muy predispuesto. Tenía juventud, arranque, energía, ambición, y, por añadidura, sentíase respaldado por el valor de una familia ilustre. La Corte, con todos sus altibajos, le abriría sus puertas. Pronto entabló cordiales relaciones; tuvo amigos entre aquellos literatos y bohemios que frecuentaban los cafés, en cuya atmósfera calenturienta y cargada se fraguaban no pocos complots de la política, y muchos sueños dorados fueron asequibles, en poco tiempo, a la luz de las candilejas del teatro. El primer paso que Ayala tenía que dar, aun con las zozobras y angustias de todo el que empieza, representó un avance seguro en la carrera literaria, entonces empezada; trató de entablar amistad con los principales críticos. Eran por aquella fecha dos de los más señalados: Fernández Espino y Gil y Zárate; el primero, que tan vinculado aparece en el mundo literario de Fernán Caballero, representaba uno de los valores más auténticos de la tradición clásica, como hijo del siglo xvm. Acogió muy bien al joven escritor, y la obra que le presentaba la creyó un acierto muy significativo del momento. En cuanto a don Antonio Gil y Zárate, la cosa ya no fue tan lisonjera; era éste un dramático que cultivaba el género llamado histórico, y tal preponderancia había ganado que su Carlos II, el Hechizado, pese a sus hondos ribetes de melodrama, recorrió los escenarios de España, logrando un aplauso muy general y casi unánime, si bien de gentes de no gran preparación literaria. No puede negarse que Gil y Zárate, lo mismo que Tamayo y Baus, y por las mismas razones, era un hombre que se formó en el teatro como hijo de actriz, y que además gozó de una situación privilegiada; logró una superioridad, que encuentra su proyección en el Manual de Literatura Española, que no puede despreciarse en la serie de tratadistas de la época. Las dos vertientes de Ortiz y Zárate, el creador y el didáctico, pudieron muy bien llevarle a esta categoría que disfrutó, cuando el joven Ayala se le presentó con el drama, seguro como estaba de que llevaba una obra maestra. No fue así, o, por lo menos, el informe de Ortiz y Zárate fue desfavorable, hasta el extremo de aconsejar al autor que abandonase el camino del teatro y se dedicase a concluir su carrera universitaria. Es muy conjeturable que Ortiz y Zárate no leyese el drama con detención y pudiera contestar can un «no hay tales carneros», como se cuenta del actor Julián Romea; pero aun dado el caso de que lo hubiese leído atentamente, pudo pesar en aquel su mal juicio el temor de elevar a otro cultivador del género histórico con arrojo suficiente para arrinconarle a él. Pudo ocurrir esto; lo que no contó el crítico fue con la voluntad terca y decidida de aquel escritor de veintiún años, liberal arrebatado, más por temperamento que por convicciones, que, en punto a su obra dramática, no quería ceder pulgada, y no volvería a su pueblo, pues aquel mundo literario y político que la Corte le ofrecía era su trinchera. Por aquellos mismos días comenzó a cultivar el periodismo, que tantos éxitos le había de conceder, y contó con sus primeros amigos, aparte de Ortiz de Pinedo, que tan útiles habrían de serle. Quizás el mayor de todos, Emilio Arrieta, compañero en las horas inseguras y amargas, a quien el poeta hace confesión lírica de no pocas amarguras; por su condición de maestro de música de la Reina, compositor de buenas partituras, no sólo le acompañaría con las melodías en sus libretos de zarzuelas, sino que en situaciones difíciles pudo ser un contrapeso y acaso un salvavidas; pero también contó con la amistad leal y beneficiosa de don Cristino Martos y don Antonio Cánovas del Castillo, que todavía después de su muerte supieron honrar la memoria de aquel a quien vieron salir de la nada y escalar las primeras magistraturas.
Dama de grave compostura, que imperaba en el seno de la familia, con su admirable salud y gran inteligencia, reconocidas por su hijo.
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