sábado, 23 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 13


Tenía frases sencillas y robustez que nunca pudieron debilitar las hazañas de una juventud excesivamente activa. Cierta noche de aventura, recordó a su paisano García de Paredes, y como no cupiera por entre los hierros de una reja el presente amoroso destinado a la dama que acudía a recogerlo, forzó uno de los barrotes y lo arrancó de un tirón.

Otra vez, a la salida del teatro, despedía a dos señoras junto a la portezuela de una berlina. Colocadas dentro.

-Sepárese usted, le dijeron a Ayala, porque el cochero fustiga los caballos.

-No se moverán sin mi permiso, contestó Ayala, separándose de los cristales.

Y por más que el cochero sacudía la fusta, el coche no se movía, y era que Ayala, abrazado al eje, impedía que los caballos arrastrasen el carruaje.

El busto de Ayala, su caja torácica perfecta, las armoniosas proporciones de su cráneo, su cabeza hermosísima, han sido la admiración de sus contemporáneos. Rodeado el semblante de la clásica melena española, flotante y esparcida, fino y sedoso el poblado bigote, ancha y en su término, afilada la perilla, la mirada luminosa y penetrante, Ayala parecía un caballero del siglo XVIII. El cuerpo varonil movíase con lentitud, y se mostraba con cierta indolencia perezosa, no exenta de natural altivez y majestad. Ayala era de mediana estatura; quizá más bajo. Y esto acusaba otra de sus perfecciones, porque una estatura alta sobradamente, según Michel Levi, es un indicio de debilidad cerebral. Además, los grandes hombres han de atravesar todas las puertas, sin necesidad de inclinarse.

Si no fuera Ayala enamorado de nacimiento, sus atractivos personales hubieran constituido graves peligros para la juventud del arrojado extremeño. Pero no esperaba a que ellos le convidasen, porque adelantándose a correr los riesgos voluntariamente, y pronto y por sus más espontáneos impulsos. Dicen que encontró la mujer ingrata que merece el hombre inconstante, y que por eso no llevó sus amores al altar, adoptando aquella filosofía de un General español, que como lícita pregona la venganza en las demás de la ingratitud de una ola. No tan indiferente como Switf, que hizo desgraciadas a todas las mujeres que conoció, fue Ayala en su soltería mucho más feliz que Goethe en su matrimonio. Ayala no tuvo más que una inclinación amorosa; y consecuente en no vivir sin una Dulcinea en la imaginación, la imaginación fue la que con frecuencia cambiaba el ídolo y sustituía la Dulcinea.

La mujer propia, la mujer, de Ayala, fue su musa»[1].

No puede escribirse nada más intencionadamente laudatorio que esta amazacotada semblanza, en la que, lo íntimo y personal, trata de ocultarse, o interpretar de un modo artificioso. Más adelante, en la Epístola a Emilio Arrieta, se reitera este propósito: «El alma del poeta sentía el bien, la recta conciencia le reclamaba imperiosamente, el entendimiento y la reflexión lo procuraban; pero aquella decidida inclinación a Horacio, a las frescas sombras, a las dulces compañías y a los placeres fáciles contagió a casi todos los poetas de las generaciones del porvenir.

No digo más, ni diré sobre estas cosas, porque tengo aprendido de la pluma del señor Cánovas del Castillo, que no es cuerdo hablar de otros amores en la vida de los hombres ilustres, que de aquellos que la Iglesia bendijo, y Ayala murió soltero»[2].

Nótese dos preocupaciones; destacar la figura gentil y gallarda; y ocultar lo más posible, cuanto pueda relacionarse con lo erótico. No es menos cuidado el retrato que hace Revilla: «¡Hermosa Cabeza! Una cabeza artística, digna de ser pintada por un Van-Dick, pero extemporánea en esta época e impropia de un ministro. Aquella melena de romántico, aquellos bigotes y aquella perilla, que parecen arrancados de un prócer de la corte de los Felipes; aquellos ojos a la vez inspirados y melancólicos, toda esa fisonomía, está reclamando a gritos la rizada valona y el ancho sombrero de flotante pluma, como el conjunto de la figura exige envolverse en los amplios pliegues de la capa española y pasearse por las alamedas del Buen Retiro o por las gradas de San Felipe, en vez de encerrarse en esa negación de lo estético que se llama frac, y sentarse ante la prosaica mesa en que se amontonan expedientes de Ultramar»[3].

Pero quizá nada de esto, tan apasionado como las páginas de Jacinto Octavio Picón: «A la poderosa inteligencia de Ayala correspondió un cuerpo hermosamente varonil. En su rostro ovalado, brillaban los ojos negros, grandes y expresivos; contrastaban con la blancura de su tez, la melena negra, el recio bigote y la gruesa perilla. Era de regular estatura, andar lento, y aspecto pensativo; había en sus movimientos algo de indolencia, como si el cerebro absorbiese toda la energía de su ser; era su lenguaje pausado y grave, como si las palabras salieran de su boca esclavas de la intención y del alcance que les quería dar el pensamiento. Sabía expresar con dulzura lo que concebía con vigor; y siendo serio al par que afable, poseía el secreto de atraerse la voluntad ajena, ganando simpatía sin perder respeto»[4].

Las semblanzas transcritas, tan rendidamente favorables al poeta, concuerdan con el retrato de Ayala, por Suárez Llanos, propiedad de Bonilla San Martín[5].

Del lado de la caricatura, nada más acentuado que el tipo ridículo, cursi y además inexacto que presenta con el arte que le era peculiar y con la peor intención satírica, Valle-Inclán, en El ruedo ibérico; «Era el que entraba un caballero alto, fuerte, cabezudo, gran mostacho y gran piocha; vanidad de sargento de guardias, López de Ayala, el figurón cabezudo y basto de remos, autor de comedias lloronas que celebraba por obras maestras un público sensiblero y sin caletre. Saludaba con pomposa redundancia a las madamas del estrado. Tenía el alarde barroco del gallo polainero. Era gongorino y rutilante, en el estrado de las damas.»

En este mismo sentido, Luis de Oteyza destaca el figurón político, metido a escritor: «Escogemos para biografiarle irrespetuosamente, al más hinchado y también al más vacío de entre los figurones. Al que fue periodista influyente, poeta laureado y dramaturgo aplaudido, hasta deshacer ministerios, ser comparado con los clásicos, tener apoteosis en vida y alcanzar la inmortalidad que supone a los académicos de la Lengua. Al que en la política agotó todos los distritos de Extremadura, representándolos como diputado sucesivamente; alcanzó tres veces la cartera de Ministro, siempre gobernando las colonias que iban a perderse; subió dos veces a ese elevadísimo sitial, que es la Presidencia del Congreso, y estuvo una a punto de formar Gobierno, cosa que si no fallara pronto, habría logrado también. A don Adelardo López de Ayala, en fin, el mayor figurón de los figurones habidos y hasta por haber.» Dice después que recuerda a los gigantes y a los cabezudos: «De complexión hercúlea, se estiraba creciéndose en forma que gigantesco parecía, y de cabezudo tenía todo la que hay que tener la cabeza grande. De tenerla tan crecida, se vanagloriaba, como si los cerebros se midiesen por fuera.» Y relacionado con esto, véase una anécdota, que refleja bien su vanidad: «En el saloncillo del Español, se encontraba López de Ayala y Juan Eugenio Hartzenbusch, pomposo aquél y arrugadillo éste. El autor de Los amantes de Teruel, tan escuchimizado como modesto, cedió la presidencia del auditorio, retirándose discretamente, al autor de Un hombre de Estado, y recogiendo una chistera que creyó que era la suya, se la puso hasta el cuello. ¡Se había equivocado Hartzenbusch con la chistera de Ayala! Hubo las risas consiguientes, que Ayala quiso convertir en homenaje a su persona, gritando con aquel vozarrón que poseía: «Don Eugenio, tengo más cabeza que usted.» A lo que Hartzenbusch replicó, irguiendo su vocecita como áspid que se levanta para picar: «Más sombrero, don Adelardo, más sombrero.»

Oteyza se detiene luego en trazar, en irónicas y agudas pinceladas, el bosquejo de tan idolatrada testa: «Era magnífica, ciertamente, y la magnificaban hasta la sublimidad la melena artística y el bigote y la perilla guerreros con que el propietario la adornara. Aún hoy, viéndolo en fotografía, se lamenta que semejante testa no fuese declarada monumento nacional».


[1] Solsona y Baselga, op. cit., págs. 29-31.

[2] Solsona y Baselga, op. cit., pág. 35.

[3] Citado en Fernández y Sánchez, I. Año biográfico español. Barcelona 1899, pág. 505.

[4] Picón, J. O. Personajes ilustres. Estudio biográfico. La España Moderna. Madrid (s. a.).

[5] Reproducido en muchos lugares; entre ellos al frente de la edición de la novela Gustavo, de Ayala, por Pérez Calamarte. Revue Hispánique, t. XIX, año 1908, págs. 300-427.

No hay comentarios: